Sumario
Siempre indignada Venus contra Telémaco, pide a Júpiter que
le destruya; pero no permitiéndolo los hados concierta con Neptuno
que le aleje de Ítaca adonde Adoam le conducía. Válense
para ello de una engañosa divinidad que haga al piloto Athamas entrar
a toda vela en el puerto de Salento, creyendo arribar a la isla deseada.
Entran con efecto, y el Rey Idomeneo recibe a Telémaco en su nueva
corte a tiempo que estaba preparando un sacrificio a Júpiter por
el suceso de la guerra que tenía con los mandurienses. Consultadas
por el sacerdote las entrañas de las víctimas, da al Rey
las esperanzas más halagüeñas y le persuade de que será
deudor de su felicidad a los dos nuevos huéspedes.
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Libro IX
Mientras que así se entretenían Adoam y Telémaco,
y olvidaban el descanso sin advertir se hallaba ya la noche en medio de
su carrera alejábalos una deidad enemiga y falaz de la isla de Ítaca
adonde procuraba en vano arribar el piloto Athamas. Aunque favorable Neptuno
a los fenicios, no podía soportar por más tiempo hubiese
escapado Telémaco de la tempestad que le arrojara sobre los escollos
de la isla de Calipso. Estaba aún más irritada Venus de ver
triunfase aquel joven después de haber vencido al amor y a todos
sus atractivos, y en el exceso de su dolor abandonó a Citeres, Palos
e Idalia, y todos los homenajes que se la tributan en la isla de Chipre,
pues no podía permanecer en los lugares en que había despreciado
Telémaco su poder, y dirigiose hacia el Olimpo donde se hallaban
reunidos los dioses en derredor del trono de Júpiter. Desde allí
ven rodar los astros a sus pies; el globo de la tierra como una pequeña
bola de barro, y los inmensos mares cual una gota de agua que la humedece,
los más dilatados imperios son a sus ojos un corto desierto que
cubre la superficie de la tierra, y los pueblos innumerables, y los ejércitos
más numerosos, hormigas que se disputan un poco de yerba; juegos
pueriles, los más importantes negocios que agitan a los débiles
mortales; y flaqueza y miseria lo que estos llaman, gloria, grandeza y
sabia política.
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En aquella mansión tan elevada sobre la tierra, ha colocado Júpiter
su inmutable trono. Desde él penetra su vista hasta los profundos
abismos, y registra lo más recóndito de los corazones. Sus
miradas apacibles y serenas esparcen el gozo y la calma en todo el universo;
mas por el contrario, se estremecen los cielos y la tierra cuando sacude
su cabellera, y deslumbrados los mismos dioses con los rayos de gloria
que brillan en torno suyo, aproxímanse a él temblando.
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Acompañábanle todas las deidades celestes cuando se presentó
Venus engalanada con sus gracias inseparables. Su túnica flotante
tenía más brillo que los colores de que se adorna Iris en
medio de la oscuridad de la nube, cuando viene a prometer a los sobresaltados
mortales el término de la tempestad anunciándoles el tiempo
sereno, ajustada a la perfecta cintura que ciñen al parecer las
Gracias, y cogido el cabello con una trenza de oro. Sorprendió su
hermosura a todos los dioses, cual si jamás la hubiesen visto, quedando
deslumbrados sus ojos como sucede a los mortales cuando después
de una prolongada noche se presenta Febo a alumbrar con sus rayos. Mirábanse
unos a otros llenos de sorpresa, y sus ojos venían siempre a fijarse
en ella; mas la vieron bañada en lágrimas, y advirtieron
pintado en su rostro el más acerbo dolor.
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Acercábase entre tanto hacia el trono de Júpiter con planta
veloz, semejante al vuelo rápido del ave que atraviesa el espacio
inmenso de los aires. Mirola complacido, sonriose benigno, y levantándose
la abrazó diciendo: «Hija querida, ¿cuál es
vuestra pena? no puedo ver con indiferencia vuestras lágrimas, no
temáis abrirme vuestro corazón, pues conocéis mi ternura
y bondad.»
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«¡Oh padre de los dioses y de los hombres!, contestó
Venus con voz agradable, pero interrumpida de profundos suspiros, vos que
todo lo veis, ¿podéis ignorar la causa de mi dolor? No se
ha contentado Minerva con haber arrasado hasta los cimientos la opulenta
ciudad de Troya que yo defendía y vengádose de Paris, que
prefirió a la suya mi belleza; sino que conduce por toda la tierra
y por todos los mares al hijo de Ulises, el cruel enemigo de Troya. Acompañado
Telémaco por Minerva, se ve impedida ésta de presentarse
aquí con las otras deidades. Ella condujo a Chipre al temerario
joven para que me ultrajase. Ha despreciado este mi poder, no solamente
desdeñándose de quemar incienso en mis altares, sino manifestando
horror a las fiestas que celebran en honor mío, y ha cerrado su
corazón a todos los placeres que proporciono. En vano, accediendo
a mis ruegos, ha irritado Neptuno los vientos y las olas contra él
para castigarle, pues arrojado Telémaco a la isla de Calipso por
un naufragio horrible, ha triunfado del mismo Amor a quien yo había
enviado para seducir el corazón del joven griego. Ni su juventud,
ni las gracias de Calipso y de sus ninfas, ni los tiros abrasados de Amor,
han podido vencer los artificios de Minerva. Ella le ha arrancado de aquella
isla; y heme aquí confundida: ¡un inexperto joven triunfa
de mí!»
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«Cierto es, hija mía, respondió Júpiter para
consolar a Venus, que Minerva protege el corazón de ese joven griego
contra todas las flechas de vuestro hijo, y que le prepara una gloria que
jamás mereció otro alguno. Me llena de indignación
que haya despreciado vuestros altares; mas no puedo someterle a vuestro
imperio. Por amor hacia vos, permito que aún vaya errante por mar
y tierra, y que viva lejos de su patria expuesto a toda clase de males
y peligros; pero no permiten los destinos que perezca, ni que sucumba su
virtud a los placeres con que lisonjeáis al hombre. Consolaos, pues,
hija mía, y contentaos con sujetar a vuestro imperio a tantos héroes
y a tantos seres inmortales.»
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Al decir estas palabras dirigió a Venus una sonrisa llena de majestad
y de gloria, brilló en sus ojos una chispa de luz semejante al más
vivo relámpago, y besándola con ternura se difundió
un olor de ambrosía que perfumó todo el Olimpo. No pudo dejar
la diosa de manifestarse sensible a esta caricia del más poderoso
de los dioses; y a pesar de sus lágrimas y dolor, apareció
el gozo en su semblante y dejó caer el velo para ocultar el rubor
retratado en sus mejillas, y la turbación en que se hallaba. Aplaudieron
todos los dioses las palabras de Júpiter, y sin perder Venus un
momento fue en busca de Neptuno para concertar con él los medios
de vengarse de Telémaco.
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Refirió a Neptuno cuanto le había dicho Júpiter, y
respondiole aquel de esta suerte: «Ya yo sabía el orden inmutable
de los destinos; pero si bien no podemos abismar a Telémaco en las
aguas, no olvidemos al menos nada de lo que le haga desdichado y retarde
su regreso a Ítaca. No puedo permitir perezca el bajel fenicio que
le conduce, porque amo a los fenicios, les llamo mi pueblo, y ninguna otra
nación frecuenta más mi imperio; pues por ellos ha llegado
a ser el mar vínculo de la sociedad universal de todos los pueblos.
Me honran con sacrificios continuos sobre mis altares; son justos, sabios
y laboriosos para el comercio, y llevan por todas partes la comodidad y
la abundancia. No, no: no puedo permitir naufrague ningún bajel
fenicio; pero haré pierda el piloto su derrotero y le aleje de Ítaca
adonde quiere arribar.»
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Satisfecha Venus con esta promesa riose maligna, y regresó sobre su aéreo carro a los floridos contornos de Idalia, en donde danzando en torno suyo sobre las flores que embalsaman aquella deliciosa mansión las gracias, los juegos y la risa, manifestaron su gozo al verla.
Envió inmediatamente Neptuno una divinidad engañosa semejante a los sueños; sin otra diferencia que estos engañan mientras se duerme, al paso que aquella encanta los sentidos del que se halla despierto. Este maléfico dios, circundado de una tropa innumerable de mentiras aladas, que volaban en torno suyo, vino a derramar cierto licor sutil y encantado en los ojos del piloto Athamas, que contemplaba atento la claridad de la luna, el curso de las estrellas y las costas de Ítaca, cuyas escarpadas rocas descubría ya a corta distancia.
Desde este momento ya no vieron los ojos del piloto cosa alguna verdadera. Presentábasele un cielo aparente y una tierra fingida, parecíanle las estrellas cual si hubiesen trocado su curso; que todo el Olimpo se movía por leyes nuevas, y que se había cambiado la misma tierra. Para alucinar al piloto, ofrecíase siempre a sus ojos una falsa Ítaca mientras se alejaba de la verdadera; y cuanto más se acercaba a la imagen engañosa de sus costas, más se alejaban estas huyendo de él, sin que pudiese apurar la causa. Juzgaba algunas veces percibir el rumor que se oye en los puertos de mar, y preparábase según la orden que había recibido para abordar secretamente a la pequeña isla situada cerca de la grande, con el objeto de ocultar a los amantes de Penélope conjurados contra Telémaco el regreso de este joven príncipe. Otras veces temía los escollos que se hallan en aquella costa, y le parecía oír el horrible rumor de las olas que van a estrellarse contra ellos; mas de repente notaba hallarse todavía lejos la tierra. A sus ojos eran las montanas semejantes a las pequeñas nubes que oscurecen el horizonte a las veces mientras el sol se pone. Hallábase Athamas sobrecogido, y el influjo de la engañosa divinidad, que encantaba su vista, le hacia experimentar un desaliento que jamás le fuera conocido; y aun se inclinaba a creer que dormía y le preocupaban las ilusiones, del sueño.
Entre tanto mandó Neptuno soplar al viento del oriente para arrojar
el bajel sobre las costas de Hesperia, y obedeció con tal violencia
que llegó en breve al punto que había señalado. Ya
la aurora anunciaba el día; ya las estrellas que temen los rayos
del sol iban, llenas de envidia a ocultar en el océano su oscuro
brillo, cuando gritó el Piloto: «Por fin, ya no puedo dudar,
nos hallamos cerca de la isla de Ítaca. Alegraos, Telémaco;
dentro de una hora podréis ver a Penélope y tal vez encontrar
a Ulises sobre su trono.»
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Estas palabras despertaron a Telémaco, que se hallaba inmóvil
en los brazos del sueño, y levantándose corrió al
timón, abrazó al piloto, y miró atentamente la costa
vecina cuando apenas acababa de abrir los ojos; y viendo no eran las de
su patria, exclamó estremecido: «¡Ay! ¿adónde
estamos? ¡no es mi cara Ítaca! Os habéis engañado,
Athamas, conocéis mal esta costa distante de vuestro país.»
«No, no, replicó Athamas, no puedo engañarme mirando
las riberas de esta isla. ¡Qué de veces he entrado en su puerto!
conozco hasta las menores rocas, y las playas de Tiro no están más
grabadas en mi memoria. Reconoced aquella montaña, ved esa roca
que se eleva cual una torre, ¿no escucháis las olas que rompen
contra las otras rocas que parece amenazan al mar con su caída?
¿No observáis el templo de Minerva que compite con las nubes?
Ved allí la fortaleza y el palacio de vuestro padre Ulises.»
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«Os engañáis, Athamas, respondió Telémaco, yo veo por el contrario, una costa bastante alta pero unida, una ciudad que no es Ítaca. ¡Oh dioses! ¡así burláis al hombre!»
Mientras hablaba Telémaco de este modo, despejáronse los
ojos de Athamas repentinamente. Desapareció el encanto: vio las
costas como eran verdaderamente y conoció su error. «Lo confieso,
Telémaco, exclamó, alguna deidad enemiga había encantado
mis ojos, creía ver a Ítaca y se me presentaba su imagen;
pero en este momento ha desaparecido cual un sueño, y veo otra ciudad
que sin duda es Salento, acabada de fundar en la Hesperia por Idomeneo
fugitivo de Creta; veo los muros que edifican y que aún no se hallan
acabados, y el puerto que todavía no está fortificado del
todo.»
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En tanto que Athamas observaba las varias obras nuevamente hechas en aquella naciente ciudad, y lamentaba Telémaco su desgracia, les hizo entrar el viento que obedecía a Neptuno a toda vela en una rada en donde se hallaron al abrigo y muy cerca del puerto.
No ignoraba Mentor la venganza de Neptuno ni los artificios de Venus, que
había quedado complacida del engaño del piloto Athamas; y
luego que estuvieron en la rada dijo a Telémaco: «Júpiter
quiere probaros, mas no desea vuestra perdición, por el contrario,
lo hace para abriros el camino de la gloria. Acordaos de los trabajos de
Hércules, y no se borren de vuestra memoria los de Ulises. El que
no sabe padecer no es de corazón esforzado; y debéis cansar
a la fortuna que se complace en perseguiros oponiéndola el sufrimiento
y el valor. Juzgo que os debe ser menos temible el cruel influjo de Neptuno
que las caricias lisonjeras de Calipso. No retardemos la entrada en el
puerto, es un pueblo amigo, arribamos a donde habitan griegos. Tal vez
Idomeneo tan perseguido de la fortuna compadecerá nuestras desgracias.
Al momento entraron en el puerto, en donde fue recibido sin dificultad
el bajel fenicio por hallarse estos en paz y comerciar con todos los pueblos
del universo.»
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Observaba Telémaco con admiración aquella ciudad naciente,
semejante a la planta nueva, que nutrida por el fresco rocío de
la noche, siente al comenzar la mañana los rayos del sol que la
hermosean y vivifican y crece, abre el tierno botón, extiende la
verde hoja y ensancha la olorosa flor con mil nuevos colores, apareciendo
con mayor brillo cada vez que se la mira. Así florecía la
nueva ciudad de Idomeneo situada a la orilla del mar. Cada día,
cada hora se aumentaba su magnificencia, mostrando de lejos a los extranjeros
nuevos ornamentos de arquitectura que se elevaban hasta el cielo. Resonaban
en toda la costa los gritos de los obreros y los golpes del martillo, y
veíanse suspendidas en el aire gruesas piedras. Desde la aurora
animaban los jefes al trabajo, y el rey Idomeneo daba las órdenes
por sí mismo, haciendo adelantar las obras con increíble
actividad.
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Luego que arribó el navío fenicio dieron los cretenses a Telémaco y a Mentor todas las señales de sincera amistad. Apresuráronse a avisar a Idomeneo de la llegada del hijo de Ulises. «¡El hijo de Ulises!, exclamó, ¡de Ulises mi querido amigo! ¡de aquel héroe por quien hemos arrasado la ciudad de Troya! conducidle aquí, quiero darle una prueba de cuanto amé a su padre»; y presentándole inmediatamente a Telémaco, pidiole este hospitalidad diciéndole quien era.
«Aunque no me hubiesen dico quién eráis, le respondió
Idomeneo afable y risueño, creo os hubiera conocido. He aquí
al mismo Ulises, ved sus ojos llenos de fuego, y cuyas miradas eran tan
vigorosas, su aspecto tranquilo y reservado que ocultaba tanta gracia y
vivacidad, reconozco hasta aquella sonrisa expresiva, aquella actitud no
afectada, aquella agradable voz insinuante y sencilla, que persuadía
antes que hubiese tiempo de desconfiar de las palabras que articulaba.
Sí, sois sin duda el hijo de Ulises y también lo seréis
mío. ¡Oh hijo, hijo mío querido! ¿qué
acaso os conduce a esta costa? ¿por ventura buscáis a vuestro
padre? ¡Ah! Ninguna noticia tengo de él, la fortuna nos ha
perseguido a entrambos. Él ha tenido la desgracia de no regresar
a su patria, y yo la de volver a la mía para encontrarla hecha blanco
de la cólera celeste.»
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Mientras que Idomeneo decía estas palabras, fijaba la vista en Mentor, como si no le fuese desconocido su rostro, aunque sin poder recordar su nombre.
«Disimulad el dolor, que no sabría ocultar cuando debiera
manifestaros mi gozo y reconocimiento a vuestras bondades, interrumpió
Telémaco bañados en lágrimas sus ojos. El sentimiento
que manifestáis por la pérdida de Ulises, me enseña
a sentir la desgracia de no poder encontrarle. Ya ha largo tiempo que le
busco por todas partes; mas los dioses irritados no me permiten hallarle,
saber si ha naufragado, ni regresar a Ítaca, en donde desfallece
Penélope agitada por el deseo de que la libren de sus importunos
amantes. Creí encontraros en la isla de Creta; mas supe allí
vuestro cruel destino, y nunca pensé acercarme a la Hesperia en
donde habéis fundado un nuevo reino. La fortuna que burla los proyectos
humanos, y que me hace vagar por todos los países distantes de Ítaca,
me trae al fin a vuestras costas; y entre todos los males que he padecido,
es éste para mí el más tolerable, pues si bien me
aleja de mi patria, al menos me deja conocer al monarca más generoso.»
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Abrazó Idomeneo tiernamente a Telémaco, y conduciéndole a su palacio le dijo: «¿Quién es ese prudente anciano que os acompaña? me parece haberle visto muchas veces.» «Es Mentor, contestó Telémaco; Mentor el amigo de Ulises y a quien ha confiado mi infancia. ¡Cómo podría yo deciros lo mucho que le debo!»
Acercose Idomeneo, y dando la mano a Mentor: «Nos hemos visto otra
vez, le dijo. ¿Os acordáis del viaje que hicisteis a Creta
y de los buenos consejos que me disteis? pero entonces me arrastraba la
juventud a los vanos placeres; y ha sido preciso me instruya la desgracia
para que aprenda lo que no quería creer. ¡Pluguiera a los
dioses que os hubiese creído, respetable anciano! Advierto con sorpresa
que no os habéis demudado en tantos años; pues veo la misma
frescura en vuestras facciones, y el mismo vigor en vuestro cuerpo, sólo
el cabello se ha encanecido algún tanto.»
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«Poderoso rey, respondió Mentor, si supiese adularos diría
también que conserváis la floreciente juventud que brillaba
en vuestro rostro antes del sitio de Troya; pero quiero más desagradaros
que ofender la verdad, a más de que vuestro razonamiento me ha hecho
conocer que os disgusta la adulación, y que nada se arriesga en
hablaros con sinceridad. Estáis bien trocado, me hubiera costado
trabajo conoceros. No desconozco la causa, pues sin duda habréis
padecido grandes infortunios; mas habéis ganado mucho padeciendo,
pues llegasteis a ser sabio. Fácil es consolarse de las arrugas
que afean el rostro cuando se ejercita la virtud, y el corazón se
fortifica con ella. Sabed también que los reyes se consumen más
pronto que el común de los hombres, porque la prosperidad y las
delicias que proporciona la vida sensual destruyen más todavía
que los trabajos de la guerra; y en la adversidad, los afectos morales
y la fatiga del cuerpo los envilecen, prematuramente. Nada más dañoso
a la salud que aquellos placeres en que no puede el hombre moderarse. De
aquí procede que ora en la paz, ora en la guerra, experimenten los
reyes placeres y penas que anticipan la vejez antes de la edad en que debe
agobiarles naturalmente. Una vida sobria, moderada, sencilla, libre de
inquietudes y de pasiones, arreglada y laboriosa, conserva el vigor de
la juventud en los miembros del hombre cuerdo, que sin estas precauciones
está siempre expuesto a verla desaparecer, en las veloces alas del
tiempo.»
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Encantado Idomeneo del discurso de Mentor, habíale escuchado mucho
tiempo si no le hubiesen avisado hallarse dispuesto el sacrificio que debía
tributar a Júpiter. Acompañáronle Mentor y Telémaco
seguidos de un numeroso pueblo, cuya curiosidad excitaban los dos extranjeros.
Decíanse unos a otros los salentinos: «¡Qué diferentes
son estos dos hombres! descúbrese en el joven cierta viveza y amabilidad,
las gracias de la belleza y de la juventud resaltan en su cuerpo y facciones;
mas sin afeminación y pareciendo vigoroso, robusto y endurecido
en el trabajo, sobresale en él la lozanía de la juventud.
El otro de edad más avanzada, no ha perdido aún el vigor.
A primera vista se descubren también en él menos gracias
y elevación; pero mirándole atentamente, se observan señales
de sabiduría y de virtud en su exterior sencillo, y una majestad
que sorprende. Sin duda cuando han descendido los dioses sobre la tierra
para comunicar con los mortales, tomaron la figura de extranjeros o de
viajeros.»
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Llegaron entre tanto al templo de Júpiter que había adornado
con toda magnificencia Idomeneo, descendiente de este dios. Estaba circuido
de un doble orden de columnas de mármol, cuyos capiteles eran de
plata, y cubierto todo él de mármoles con bajos-relieves
que representaban a Júpiter metamorfoseado en toro, el rapto de
Europa, su paso a Creta al través de las aguas; y sin embargo de
hallarse bajo formas tan extrañas, inspiraba respeto su divinidad.
Veíase después el nacimiento y adolescencia de Minos; y por
último a este sabio rey, de edad más avanzada, dictando leyes
a toda la isla para hacerla feliz por siempre. Observó también
Telémaco los principales sucesos del sitio de Troya, en donde adquiriera
Idomeneo renombre de caudillo célebre. Buscó a su padre entre
los combates que veía representados; y le reconoció cogiendo
la cabellera de Rheso, a quien acababa de matar Diomedes; y después
disputando con Ayax las armas de Aquiles a presencia de todos los capitanes
del ejército griego; y finalmente, saliendo del caballo fatal para
derramar la sangre de tantos troyanos.
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Reconociole al momento Telémaco por estos famosos hechos que oyera referir tantas veces, con especialidad a Néstor, y comenzó a correr su llanto, se alteraron sus facciones, y apareció lleno de turbación. Advirtiolo Idomeneo a pesar de que procuraba Telémaco ocultarlo, y le dijo: «No os cause vergüenza el dar a conocer cuánto os conmueven la gloria e infortunios de vuestro padre Ulises.»
Reuníase de tropel el pueblo bajo los anchurosos pórticos
formados por el doble orden de columnas que rodeaban el templo. Allí
había dos tropas de jóvenes de ambos sexos que cantaban himnos
en loor de la divinidad que tiene en su mano los rayos. Iban todos vestidos
de blanco, coronada la cabeza de rosas, suelto el cabello a la espalda,
y habían sido escogidos entre los de más gallarda presencia.
Ofrecía Idomeneo a Júpiter un sacrificio de cien toros para
hacérsele propicio en la guerra que había emprendido contra
sus vecinos. Humeaba por todas partes la sangre de las víctimas,
y caía a borbotones en grandes vasijas de oro y plata.
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Durante el sacrificio tuvo el anciano Theofanes, favorecido de los dioses
y sacerdote del templo, cubierta la cabeza con uno de los extremos de su
purpúrea ropa talar; consultó después las entrañas
aún palpitantes de todas ellas, y colocándose sobre la trípode
sagrada exclamó: «¡Oh dios! ¿quiénes son
estos dos extranjeros que el cielo nos envía? Funesta sería
para nosotros sin ellos la guerra comenzada; y antes de acabar de edificar
a Salento, quedaría arruinada. Yo veo a un joven héroe, a
quien la mano de la Sabiduría misma... no es permitido decir más
a mi labio mortal.»
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Cuando decía estas palabras resplandecían sus ojos, veíasele
fiero el semblante, y se ocupaba al parecer de otros objetos que los que
tenía presentes; inflamado el rostro, alteradas las facciones, fuera
de sí, erizado el cabello, cubierta la boca de espuma, inmóviles
y alzados los brazos, y con la voz mucho más vigorosa que la de
ningún mortal. Por último, faltábale la respiración
y no podía contener dentro de su pecho el espíritu celestial
que le agitaba.
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«¡Oh afortunado Idomeneo!, volvió a exclamar, ¡qué ven mis ojos! ¡cuántas desgracias evitadas! ¡qué paz interior! y en lo exterior ¡qué de combates! ¡qué victorias! ¡Oh Telémaco! tus infortunios son mayores que los de tu padre, el fiero enemigo yace entre el polvo oprimido por los golpes repetidos de tu acero, y caen a tus pies puertas de hierro e inaccesibles murallas. ¡Oh poderosa deidad! que su padre... ¡Oh joven! al fin volverás a ver...»
Espiró la voz entre sus labios, y calló a pesar suyo lleno
de admiración.
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Quedó todo el pueblo sobrecogido de temor; y trémulo Idomeneo
no osó decirle que acabase. El mismo Telémaco sorprendido,
pudo apenas comprender lo que acababa de escuchar, y persuadirse de haber
oído tan altas predicciones. Mentor fue el único a quien
no causó alteración el espíritu celestial. «Ya
oísteis, dijo a Idomeneo, la voluntad de los dioses. Contra cualquiera
nación que hayáis de combatir; tendréis la victoria
en vuestras manos; y seréis deudor al hijo de Ulises del triunfo
de vuestras armas. Evitad la envidia, y aprovechaos solamente de los beneficios
que os proporcionan los dioses por su medio.»
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No habiendo aún vuelto en sí Idomeneo, procuraba hablar inútilmente,
pues permanecía inmóvil su lengua, menos tardío Telémaco,
dijo así a Mentor: «Tanta gloria prometida, no me envanece;
mas ¿qué pueden significar aquellas últimas palabras:
¿Tú volverás a ver? ¿será a mi padre
o solamente a Ítaca? ¡Ah! ¡por qué no acabaría!
me ha dejado en mayores dudas. ¡Oh Ulises! ¡oh padre querido!
¿seréis vos, vos mismo a quien vuelva a ver? ¿será
cierto? Pero me engaño: ¡cruel oráculo! te complaces
en burlar a un desgraciado, sólo una palabra más y llegaría
a su colmo mi ventura.»
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«Respetad, interrumpió Mentor, lo que revelan los dioses, y no tratéis de descubrir lo que quieren ocultar; pues la curiosidad temeraria merece ser confundida. Por un efecto de la bondad y sabiduría de los dioses, ocultan en impenetrable noche el destino que aguarda a los débiles mortales. Útil es prever lo que depende de nuestra voluntad para ejecutarlo bien; pero no lo es menos ignorar lo que depende de la de los dioses, y lo que quieran hacer de nosotros.»
Penetrado Telémaco de este razonamiento, contúvose, aunque
con mucha dificultad.
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Vuelto ya en sí Idomeneo, comenzó a alabar al poderoso Júpiter
que le enviaba al joven Telémaco y al sabio Mentor para proporcionarle
la victoria contra sus enemigos; y después de la opulenta comida
que se siguió al sacrificio, habló de esta manera a los dos
extranjeros:
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«Confieso que no conocía bastante bien el arte de reinar cuando
regresé a Creta después del sitio de Troya. Sabéis,
caros amigos, las desgracias que me han privado del cetro de aquella poderosa
isla, pues según decís habéis estado en ella después
de mi partida; y felice yo, si los crueles golpes de la fortuna han servido
para instruirme y hacerme más moderado. Crucé los mares cual
un fugitivo a quien persigue la venganza de los dioses y de los hombres,
y toda mi grandeza anterior sirvió sólo para hacer más
vergonzosa e insoportable mi caída. Vine a refugiar mis Penates
en esta costa inhabitada, donde sólo hallé tierra inculta
cubierta de malezas, bosques tan antiguos como la tierra, y rocas casi
inaccesibles a donde alejó a las bestias feroces. Perdida ya la
esperanza de regresar a la afortunada isla que me habían dado por
cuna los dioses para que reinase en ella, me vi reducido al extremo de
considerarme dichoso con la posesión de esta tierra salvaje que
debía ser mi patria, formándola con un corto número
de soldados y compañeros que quisieron seguirme en la desgracia.
¡Ah! ¡qué cambio!, exclamaba yo, ¡qué ejemplo
tan terrible se ofrece en mí a los reyes! Deberían mostrarme
a cuantos reinan para que mi ejemplo les instruyese. Imaginan no tener
nada que temer a causa de su elevación sobre los demás hombres;
pero ella misma hace que deban temerlo todo. Lo era yo de mis enemigos;
amado de mis súbditos; gobernaba una nación pujante y belicosa;
la fama había llevado mi nombre a los más remotos países.
Reinaba en una isla fértil y deliciosa; cien ciudades me daban cada
año el tributo de su opulencia, reconociéndome todas ellas
como un vástago de la familia de Júpiter nacido en aquel
país, y amábanme como nieto del sabio Minos, cuyas leyes
los hacían poderosos y felices. ¿Qué faltaba, pues,
a mi ventura sino haber sabido gozar de ella con moderación? Mi
orgullo y la adulación a que daba oídos hicieron vacilar
mi trono. Del mismo modo caerán cuantos reyes se hagan esclavos
de sus deseos o escuchen el consejo de hombres lisonjeros.
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Esforzábame durante el día para aparecer alegre y lleno de
esperanzas, a fin de alentar a los que me habían seguido. Edifiquemos,
les decía, una ciudad nueva para hallar consuelo de lo mucho que
hemos perdido. Estamos rodeados de pueblos que nos han dado ejemplo para
nuestra empresa. Ved a Tarento que edifican cerca de nosotros: en ella
funda Falante un nuevo reino con algunos lacedemonios. Filoctetes da el
nombre de Petilia a la gran ciudad que levanta en esta misma costa; y Metaponte
es todavía una colonia semejante. ¿Y haremos acaso menos
que esos extranjeros errantes cual nosotros? La Fortuna no nos es menos
propicia.
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Pero en tanto que así procuraba yo suavizar los trabajos de mis
compañeros, ocultaba un dolor acerbo en el fondo del corazón;
sirviéndome de consuelo me dejase la luz del día, y viniese
la noche a envolverme en sus tinieblas para lamentar con libertad mi deplorable
suerte. Era desconocido el sueño a mis ojos, y brotaban dos fuentes
de amargo llanto. El nuevo día me daba nuevo esfuerzo para comenzar
el trabajo con más ardor; y he aquí, Mentor, la causa de
que me halléis tan avejado.»
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Luego que acabó Idomeneo de referir sus penas, pidió a Mentor
y a Telémaco le auxiliasen en la guerra en que se hallaba empeñado.
«Os restituiré, les dijo, a Ítaca cuando haya terminado;
entre tanto enviaré bajeles a todas las costas más lejanas
para que adquieran noticias de Ulises, y le sacaré de cualquiera
de los países desconocidos adonde le hayan conducido las tempestades
o el enojo de alguna deidad. ¡Ojalá exista todavía!
A vosotros os conduciré en los mejores bajeles que se hayan construido
en la isla de Creta con las maderas cortadas en el Ida, cuna del poderoso
Júpiter, cuyos leños respetarán y temerán las
aguas y las rocas; y el mismo Neptuno, en el exceso de su enojo, no osará
inquietarlas contra ellos. Vivid seguros de que regresaréis sin
dificultad a Ítaca; y de que en la travesía corta y fácil,
ninguna divinidad enemiga podrá ofenderos. Despedid el bajel fenicio
que os ha conducido, y ocupaos sólo de adquirir la gloria de establecer
el nuevo reino de Idomeneo para que pueda reparar sus desgracias. De esta
manera, oh hijo de Ulises, seréis considerado digno de tal padre,
y aunque los destinos le hubiesen sepultado en el tenebroso reino de Plutón,
la Grecia entera entusiasmada creerá verte revivir en vos.»
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«Despidamos el bajel fenicio, interrumpió Telémaco. ¿Por qué tardamos en tomar las armas para atacar a vuestros enemigos? Ya lo son nuestros; y si vencimos en Sicilia peleando en favor de Acestes, troyano y enemigo de la Grecia, ¿no seremos aún más animosos y más favorecidos de los dioses haciéndolo en defensa de uno de los héroes griegos que arrasaron la ciudad de Príamo? ¿Por ventura nos permite dudar de ello el oráculo que acabamos de escuchar?»
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