Sumario
El navío que vio Mentor desde la roca era tirio, y su capitán
un hermano de Narbal llamado Adoam, el cual los recibió favorablemente,
y reconociendo a Telémaco le refirió la muerte trágica
de Pigmalión y de Astarbe, y la elevación de Baleazar que
a persuasión de ella estaba en desgracia de su padre. Mientras Adoam
da un refresco a Telémaco y Mentor se llegan alrededor del bajel
los tritones, las Nereydas y demás divinidades del mar, atraídas
del dulce canto de Achîtoas, toma entonces Mentor una lira y sobrepuja
a aquel. Refiere después Adoam las maravillas de la Bética,
describe el suave temperamento del aire y demás circunstancias de
aquel país, la vida tranquila de los habitantes y la simplicidad
de sus costumbres.
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Libro VIII
Era fenicio el bajel, dirigíase al Epiro; y aunque los que venían
a su bordo habían visto a Telémaco en su viaje a Egipto,
no pudieron conocerle en medio de las aguas; pero luego que Mentor se halló
bastante próximo para que pudiesen entenderle, dijo en alta voz
y alzando la cabeza sobre las olas: «¡Fenicios, protectores
de todas las naciones! no neguéis la vida a dos hombres que la esperan
de vuestra humanidad. Si os mueve el respeto a los dioses, recibidnos en
vuestro bajel, nosotros iremos do quiera que vayáis.» «Os
recibiremos con gusto, respondió el que mandaba la nave, pues no
ignoramos lo que debe hacerse con los desconocidos, al parecer desgraciados;
y al momento fueron recibidos.»
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Apenas saltaron a la nave quedaron inmóviles y sin aliento, porque
habían nadado largo espacio y con esfuerzo para vencer las olas;
mas recobraron poco a poco las fuerzas; diéronles vestidos; y luego
que estuvieron en estado de hablar, rodeáronles los fenicios
deseosos de escuchar sus aventuras. «¿Cómo habéis
podido entrar en esa isla de donde venís?, les preguntó el
comandante del bajel. Según dicen, la posee una deidad cruel que
no permite arriben a ella; está defendida por rocas escarpadas en
donde va a estrellarse el mar con braveza, y no es posible acercarse a
ellas sin naufragar.»
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Hemos sido arrojados a esa isla, respondió Mentor, somos griegos, nuestra patria la isla de Ítaca, vecina al Epiro adonde os dirigís; y aun cuando no quisieseis recalar en aquella isla situada en vuestro derrotero, bastaría nos condujeseis al Epiro, pues allí encontraremos amigos que cuidarán de proporcionarnos la corta travesía que resta, y os seremos deudores para siempre de la satisfacción de ver de nuevo lo que nos es más caro sobre la tierra.»
Así hablaba Mentor que llevaba la voz y a quien dejaba hablar Telémaco,
porque los yerros que cometiera en la isla de Calipso le hicieron más
prudente. Desconfiaba de sí mismo, conocía la necesidad de
seguir siempre los sabios consejos de Mentor, y cuando no le era posible
preguntarle su parecer, consultaba al menos sus ojos procurando adivinar
sus pensamientos.
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Mirando con atención a Telémaco el comandante fenicio, creyó acordarse de haberle visto pero era tan confuso este recuerdo que no podía descifrarlo. «Permitid, le dijo, os pregunte si hacéis memoria de haberme visto otra vez, como me parece hacerla yo; no me son desconocidas vuestras facciones, y desde el principio llamaron mi atención, mas no puedo recordar en dónde os haya visto, tal vez vuestra memoria ayudará a la mía.»
«Al veros, le respondió Telémaco con sorpresa, me ha
sucedido lo que a vos: os he visto, os conozco; mas no puedo recordar
si ha sido en Tiro o en Egipto», y oyendo esto el fenicio exclamó
repentinamente, cual aquel a quien abandona el sueño por la mañana
y va recordando poco a poco el que desapareció al despertar: «Sois
Telémaco con quien estrechó amistad Narbal al regresar de
Egipto, y yo su hermano, de quien os habrá hablado sin duda muchas
veces. Os dejé en su compañía cuando me fue preciso
cruzar los mares para ir a la famosa Bética, situada cerca de las
columnas de Hércules. Por esta causa os vi alguna vez, y no debe
parecer extraño me haya costado tanto trabajo el reconoceros ahora.»
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«Conozco, respondió Telémaco, que sois Adoam, os vi
entonces pocas veces; pero os he conocido por las conversaciones de Narbal.
¡Qué gozo experimento al hallaros y adquirir noticias de un
hombre que será siempre caro a mi corazón! ¿Permanece
en Tiro? ¿se ve maltratado por el bárbaro y suspicaz Pigmalión?»
«Sabed, Telémaco, interrumpió Adoam, que la fortuna
os pone en manos de quien se empleará gustoso en complaceros. Yo
os conduciré a Ítaca antes de pasar al Epiro, y la amistad
del hermano de Narbal no será inferior a la de Narbal mismo.»
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Al acabar de decir estas palabras advirtió comenzada a soplar el viento que aguardaba, hizo levar anclas, desplegar velas, partió el bajel, y llamando aparte a Telémaco y a Mentor, dijo al primero:
«Voy a satisfacer vuestra curiosidad. Pigmalión ya no existe:
los justos dioses han purgado de él a la tierra. Como de nadie se
fiaba, ninguno podía tener confianza de él. Contentábanse
los buenos con lamentarse y evitar su crueldad sin resolverse a causarle
el menor daño; pero los malos no creían aseguradas sus vidas
sino acabando con la suya; pues no había tirio alguno que diariamente
no corriese el peligro de ser objeto de sus sospechas, y aún era
mayor el riesgo de sus guardias, como custodios de su vida, por cuya razón
le eran más temibles que los demás hombres y los sacrificaba,
al menor recelo. Por este medio hallaba menos seguridad cuanto eran mayores
sus esfuerzos para vivir seguro. Los depositarios de su vida corrían
un peligro continuo a causa de su excesiva desconfianza, y no podían
salir de tan horrible estado sino previniendo con la muerte, de aquel tirano
los efectos de su suspicacia.
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La impía Astarbe, de quien habréis oído hablar tantas
veces, fue la primera que resolvió la ruina de Pigmalión,
pues amaba en extremo a un joven tirio muy rico, llamado Joazar, y se prometió
colocarle en el trono. Para conseguirlo persuadió al rey que su
primogénito Phadaël había conspirado contra su vida,
impaciente por sucederle, y halló testigos perjuros que probaron
la conspiración, cuya trama costó la vida al desgraciado
Phadaël. El hijo segundo Baleazar fue enviado a Samos con el pretexto
de que se instruyese de las ciencias cultivadas en Grecia y de las costumbres
de aquel país; pero en realidad hizo entender Astarbe al rey que
era preciso alejarle para evitar adquiriese relaciones con los malcontentos.
Apenas partieron cuando corrompidos por aquella mujer cruel los que le
conducían, procuraron naufragar durante la noche, arrojaron al mar
al joven príncipe, y se salvaron a nado en los barcos extranjeros
que les aguardaban.
Sólo Pigmalión ignoraba la pasión de Astarbe, imaginando ser el único objeto de sus amores. Así, depositaba una ciega confianza en tan perversa mujer aquel príncipe desconfiado, el amor le cegaba hasta el extremo; pero al mismo tiempo le inspiró pretextos la avaricia para sacrificar al amante de Astarbe, pensando sólo en despojarle de las riquezas que poseía.
Mientras Pigmalión era presa de la desconfianza, de la codicia y
del amor, se apresuró Astarbe a privarle de la vida, creyendo que
tal vez había descubierto sus infames amores con aquel joven; además
de que sabía que la avaricia sola bastaba para que el rey cometiese
cualquiera acción cruel con Joazar, y de todo ello dedujo que no
debía perder un momento para evitarlo. Veía dispuestos a
los principales ministros de palacio a teñir sus manos en la sangre
del rey; oía diariamente hablar de nuevas conjuraciones; pero temía
confiarse a alguno que la vendiese. Por último, le pareció
más seguro envenenar a Pigmalión.
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Comía éste las más veces solo con Astarbe, y preparaba
él mismo los manjares que debía comer, pues no quería
fiarse de otras manos, y se encerraba en el sitio más retirado del
palacio para ocultar mejor su desconfianza y para que nadie le observase
mientras preparaba los alimentos. No osaba entregarse a ninguno de los
placeres de la mesa, ni podía resolverse a comer lo que no sabía
preparar por sí mismo; de consiguiente, no sólo no hacía
uso de las carnes cocidas y sazonadas por los cocineros. Sino ni aun del
vino, pan, sal, aceite, leche y todos los demás alimentos ordinarios,
comiendo únicamente las frutas cogidas por su mano en el jardín,
y las legumbres sembradas y condimentadas por él. Tampoco bebía
otra agua que la cogida por él mismo en una fuente cerrada en cierto
sitio del palacio, cuya llave guardaba; y aunque al parecer dispensaba
tanta confianza a Astarbe, no por ello omitía las precauciones,
haciéndola comer y beber de todo antes que él, con el objeto
de que no pudiesen envenenarle sin envenenarla a ella, y de que no quedase
a esta ninguna esperanza de sobrevivirle. Pero tomó Astarbe cierto
contraveneno, que le suministró una anciana más perversa
que ella, y protectora de sus amores, después de lo cual ningún
temor le quedó de emponzoñar al rey.
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Ved de qué manera lo consiguió. Cuando iba este a comenzar
la comida, hizo ruido la anciana en una puerta y el rey que recelaba siempre
iban a asesinarle, se llenó de turbación y corrió
a cerciorarse de si estaba bien cerrada. Retirose la anciana, y quedó
Pigmalión sobresaltado no sabiendo a qué atribuir lo que
había oído, y sin atreverse a abrir la puerta para averiguarlo.
Tranquilizole Astarbe, le aduló y le estrechó a que comiese;
mas ya había derramado el veneno en su copa de oro mientras corrió
a la puerta. La hizo beber primero Pigmalión, según su costumbre;
bebió ésta sin recelo confiada en el contraveneno;
bebió también aquel, y poco tiempo después cayó
desmayado.
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Conociendo Astarbe que era capaz Pigmalión de matarla si llegase
a concebir la menor sospecha, comenzó a desgarrar sus vestidos,
arrancarse el cabello y lanzar gritos de dolor, abrazó al moribundo
rey, a quien estrechaba entre sus brazos derramando un torrente de lágrimas
que nada costaban a aquella mujer artificiosa, mas luego que le vio exánime,
pasó de las caricias y tiernas señales de amistad al más
horrible furor: se arrojó sobre él y le ahogó, temiendo
que si volvía en sí quisiese obligarla a morir con él;
y en seguida le arrebató el anillo real le quitó la diadema
e hizo entrase Joazar a quien entregó uno y otro. Se persuadía
que no dejarían de seguir su parcialidad todos los que la habían
sido adictos, y que su amante sería proclamado rey; pero los más
solícitos de agradarla eran bajos y mercenarios, e incapaces de
un sincero afecto, les faltaba también el valor, y temían
a los muchos enemigos de Astarbe, cuya elevación les inspiraba mayor
recelo por la simulación y crueldad de aquella impía mujer
que deseaban todos pereciese por su propia seguridad.
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Entre tanto era el palacio teatro del más espantoso desorden: ¡El rey ha muerto!, resonaba en todos los ángulos de él. Aterrados unos, corriendo otros a empuñar las armas, y todos al parecer ocupados de las consecuencias; pero sobrecogidos por el acaecimiento, que se extendió con velocidad de boca en boca sin que hubiese en la populosa Tiro quien lamentase la pérdida de Pigmalión, porque su muerte servía de consuelo y dejaba en libertad al pueblo.
Consternado Narbal por lo repentino de tan terrible suceso, lamentó
como hombre de bien la desgracia de su soberano, que confiándose
a la impía Astarbe se había vendido a sí mismo, y
que prefirió ser tirano a llenar los deberes de rey, siendo padre
de sus vasallos. Pensó en el bien de su patria, y apresurose a reunir
a las personas honradas, a fin de oponerse a Astarbe, cuya elevación
habría sido más insoportable aún que la anterior.
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Sabía que Baleazar no había perecido cuando le arrojaron
al mar, pues aunque lo aseguraron así a Astarbe persuadidos de ello,
logró salvarse a nado favorecido de la oscuridad de la noche, y
fue recibido en un bajel mercante de Creta, excitados de compasión
los que iban a su bordo; que no había osado regresar al reino sospechando
la intención de sacrificarle, y temiendo tanto a la cruel rivalidad
de Pigmalión como a los artificios de Astarbe; que permanecía
había mucho tiempo errante y disfrazado en las costas de Siria,
adonde le dejaron los mercaderes cretenses, llegando al extremo de
verse obligado a guardar un rebaño para proporcionarse el sustento,
pues halló conducto para enterar de todo a Narbal, creyendo podía
confiarle su secreto y su vida como hombre de experimentada virtud; porque
aunque maltratado Narbal por el padre, no dejó de amar al hijo ni
de ocuparse de sus intereses, si bien no cuidó de otra cosa que
de impedir faltase a lo que debía a su soberano y padre mientras
este vivió, aconsejándole sufriese con paciencia su desgraciada
suerte.
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Si juzgáis que puedo regresar enviadme un anillo de oro, había
avisado Baleazar a Narbal, y al momento comprenderé que ha llegado
el tiempo de ir a reunirme con vos. Sin embargo, mientras existió
Pigmalión no lo creyó oportuno, pues hubiera arriesgado la
vida del príncipe y la suya según era difícil burlar
la rigorosa vigilancia del Pigmalión; mas luego que aquel desgraciado
monarca halló el fin que merecían sus delitos, se apresuró
Narbal a enviarle la señal convenida. Partió Baleazar inmediatamente,
y llegó a las puertas de Tiro cuando toda la ciudad se hallaba alarmada
por ignorar quién sucedería a Pigmalión. Reconociéronle
con facilidad los principales tirios, y también todo el pueblo;
y como le amaban no por ser hijo de su rey, a quien odiaban todos, sino
por su afabilidad y moderación, diéronle los prolongados
infortunios cierto realce, que aumentaba sus buenas cualidades e interesaba
a los tirios en su favor.
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Reunió Narbal a los jefes del pueblo, a los ancianos que componían
el consejo y a los sacerdotes de la gran deidad de Fenicia, quienes saludaron
a Baleazar por su soberano y le hicieron proclamar por los reyes de armas,
correspondiendo el pueblo con mil aclamaciones de júbilo, que hirieron
los oídos de Astarbe encerrada en lo interior del palacio
con el cobarde e infame Joazar, abandonada de los pérfidos que la
habían servido mientras vivió Pigmalión, por ser propiedad
del malo temer al que lo es y no desear verle ensalzado desconfiando de
él; pues el hombre corrompido conoce cuánto abusarán
de la autoridad sus semejantes, y la violencia con que obrarán,
al paso que se acomodan mejor con el bueno, prometiéndose encontrar
en él al menos moderación e indulgencia. Sólo permanecían
con Astarbe algunos cómplices de sus más atroces delitos,
que esperaban el suplicio.
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Forzaron el palacio sin que los malvados se atreviesen a resistir mucho
tiempo ocupados de huir. Quiso Astarbe salvarse entre la multitud en traje
de esclava; mas la conoció un soldado, fue detenida, y costó
gran trabajo impedir que la despedazase el pueblo enfurecido. Ya habían
comenzado a arrastrarla, mas la sacó Narbal de las manos del populacho.
Solicitó hablar a Baleazar prometiéndose le alucinarían
sus gracias, y le haría concebir la esperanza de que descubriría
secretos importantes, y no pudo Baleazar negarse a escucharla. Al principio
mostró a la par de su belleza tal modestia y dulzura que podía
aplacar el más irritado corazón; adulando a Baleazar con
alabanzas delicadas e insinuantes, manifestándole cuánto
la amara Pigmalión, y suplicándole por las cenizas de éste
tuviese clemencia de ella, invocó a los dioses como si los hubiese
adorado sinceramente; vertió abundantes lágrimas; se arrojó
a los pies del nuevo rey, concluyó esforzándose a hacerle
sospechosos a los más fieles servidores. Acusó a Narbal de
haber tomado parte en una conjuración contra Pigmalión, y
procurado seducir al pueblo para alzarse rey en perjuicio de Baleazar,
añadiendo que intentaba envenenar a éste. Inventó
calumnias semejantes contra todos los demás tirios que amaban la
virtud, esperando hallar en el corazón del nuevo rey igual desconfianza
que en el de su padre; mas no pudiendo tolerar la maldad de aquella mujer,
la interrumpió y llamó a las guardias. Pusiéronla
en prisión, y fueron encargados de examinar todas sus acciones los
ancianos más sabios.
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Descubrieron con horror que había envenenado y ahogado a Pigmalión,
y que toda su vida era una cadena no interrumpida de atroces delitos. Iba
a ser condenada al suplicio destinado en Fenicia para el castigo de los
grandes crímenes, que consistía en perecer entre las llamas;
pero cuando se persuadió de que ninguna esperanza le quedaba, se
convirtió en una furia abortada por el averno, y bebió el
veneno que llevaba siempre encima para darse la muerte cuando quisiesen
hacerla sufrir grandes tormentos. Advirtieron los que la custodiaban que
padecía dolores violentos, y trataron de socorrerla; mas nunca les
quiso responder, indicándoles por señas que ningún
auxilio necesitaba. Habláronla de los justos dioses a quienes había
irritado; pero en vez de dar señales de la confusión y arrepentimiento
que merecían sus delitos dirigió la vista al cielo con desprecio
y arrogancia como para insultar al Olimpo. Ya no existían las gracias
y belleza que causaran la desdicha de tantos hombres. Su rostro moribundo
sólo ofrecía los furores de la impiedad; vagaban sus ojos
de un objeto en otro sin fijarse en ninguno, agitaba sus labios un movimiento
convulsivo, y abierta la boca presentaba horrible magnitud, contraídas
las facciones hacia gestos espantosos, y habíase apoderado de su
cuerpo el frío y lividez de la muerte. Algunos momentos parecía
reanimarse; mas era sólo para lanzar alaridos. Al fin espiró
dejando llenos de horror y espanto a cuantos la miraban; y sus manes impíos
bajaron sin duda a aquellos tristes lugares en donde las crueles Danaides
sacan sin cesar el agua en vasijas horadadas; en donde Ixîon hace
girar perpetuamente su rueda; en donde abrasado Tántalo de sed,
no puede beber el agua que huye de sus labios; allí donde Sísifo
da vueltas a una peña que torna a caer al instante, y en donde las
entrañas de Ficio no serán devoradas jamás por el
buitre que sin cesar las muerde.
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Libre Baleazar de tal monstruo dio gracias a los dioses, y empieza su reinado
por una conducta opuesta enteramente a la de Pigmalión. Se ha dedicado
a restablecer el comercio, que desfallecía diariamente; sigue el
consejo de Narbal en los asuntos de más importancia, pero sin ser
gobernado por éste, pues desea verlo todo por sí mismo; oye
los diferentes dictámenes que le dan, y resuelve enseguida conforme
al que mejor le parece. Ámale el pueblo, y poseyendo los corazones
posee mayores tesoros que había reunido la cruel avaricia de su
padre; porque no hay una sola familia que no le diese cuanto tiene si se
hallara en necesidad urgente, y de este modo es más suyo lo que
les deja que lo que aquel les quitaba. Ninguna necesidad tiene de precauciones
para la seguridad de su persona, porque siempre vela en torno suyo la más
segura guardia, que es el amor del pueblo. Todos sus vasallos temen perderle,
y arriesgarían su propia vida para asegurar la de un rey tan bueno.
Vive feliz, y lo es con él todo su pueblo, teme exigirles demasiado,
y estos temen también no ofrecerle bastante porción de sus
bienes. Les proporciona vivir en la abundancia; mas ésta no los
hace indóciles ni insolentes, pues son laboriosos, inclinados al
comercio, y constantes en conservar la pureza de las antiguas leyes. Se
ha elevado la Fenicia al más alto grado de poder y de gloria, y
debe esta prosperidad a su actual joven monarca.
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Narbal merece su confianza. ¡Oh Telémaco! ¡si os viese ahora con cuánto placer os colmaría de presentes! ¡Qué satisfacción sería para él restituiros con opulencia a vuestra querida patria! ¡No soy yo feliz en ejecutar lo que él mismo desearía hacer, pasando a la isla de Ítaca para colocar en el trono al hijo de Ulises, a fin de que reine allí con tanta sabiduría como Baleazar en Tiro!»
Luego que Adoam acabó de hablar le abrazó Telémaco
afectuosamente, encantado de la historia que acababa de referir, y más
aún de las señales de amistad que recibía de él
en su desgracia; y en seguida le preguntó aquel qué aventura
le había conducido a la isla de Calipso. Contole Telémaco
su salida de Tiro; el paso a la isla de Chipre; cómo había
vuelto a encontrar a Mentor; el viaje a Creta; los juegos públicos
para la elección de rey, después de la fuga de Idomeneo;
la cólera de Venus; el naufragio; el júbilo con que le recibió
Calipso; los Celos que inspiró a esta diosa una de sus ninfas, y
la acción de Mentor que le arrojó al mar cuando descubrió
el bajel fenicio.
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Hizo Adoam servir una comida espléndida, reuniendo cuantos placeres
podían gozar para manifestarle el mayor júbilo; y durante
ella, que fue servida por jóvenes fenicios vestidos de blanco y
coronados de flores, quemaron los más exquisitos perfumes del oriente.
Los bancos de remeros se hallaban ocupados por músicos que tañían
varios instrumentos, interrumpiéndoles Achîtoas de tiempo
en tiempo con la dulce consonancia de su voz acompañada de la lira,
dignas una y otra de adornar la mesa de los dioses, y de arrebatar el oído
del mismo Apolo. Los tritones, las nereidas, las divinidades todas que
obedecen a Neptuno, y hasta los monstruos marinos, salían de sus
profundas grutas para venir en derredor de la nave encantadas de aquella
melodía. Una comparsa de jóvenes fenicios de extraordinaria
belleza, vestidos de delicado lino más blanco que la nieve, bailaron
largo tiempo las danzas de su país, las de Egipto y las de Grecia.
Resonaba en las aguas y hasta en las remotas orillas de tiempo en tiempo
el eco de los clarines; y el silencio de la noche, la serenidad del mar
el incierto resplandor de la luna reflejando sobre la superficie de las
aguas y el oscuro azul de la etérea bóveda sembrada de brillantes
estrellas, hacían más bella y majestuosa la escena que describimos.
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Gozaba Telémaco tan sabrosos placeres por ser de natural vivo y sencillo; pero sin entregarse a ellos, pues desde que en la isla de Calipso tuvo desengaños vergonzosos de la facilidad con que se inflama la juventud, inspirábanle temor aun los más inocentes, sospechaba de todo, y mirando a Mentor procuraba leer en su semblante el juicio que debía formar de lo que veía.
Complacíase éste de verle indeciso aunque disimulaba conocerlo;
mas encantado de la moderación de Telémaco, le dijo sonriéndose:
«Comprendo lo que teméis, y es laudable vuestro temor; pero
conviene que no seáis excesivamente tímido. Ninguno os deseará
más que yo el goce de los placeres; pero sin exceso, y de aquellos
que no enerven vuestro entendimiento, pues bastan los que distraen y se
disfrutan sin dejarse arrastrar de ellos. Gocéis en buen hora los
que no os priven de la razón y no os hagan semejante a una bestia
feroz. Ahora deben hallar alivio vuestras penas. ¡Regocijaos, Telémaco,
regocijaos! sed complaciente con Adoam, porque la sabiduría desecha
la austeridad y afectación, ella proporciona los verdaderos placeres;
sólo ella sabe sazonarlos para hacerlos puros y duraderos, combinando
el entretenimiento y la risa con las ocupaciones graves, preparando el
placer para el trabajo y aliviando la fatiga de este con la diversión.
Por último, la sabiduría no se ruboriza de aparecer jovial
cuando es preciso.»
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Luego que Mentor dijo estas palabras, tomó una lira y la tocó
con tanta destreza que Achîtoas dejó la suya disgustado y
lleno de envidia, encendiéronse sus ojos, alterósele el color
del rostro, y se hubieran notado su turbación, sentimiento y vergüenza
si los dulces acentos de la lira de Mentor no hubiesen arrebatado los oídos
de todos. Ninguno osaba respirar temiendo turbar el silencio y perder sólo
un acento de su divino canto, y todos temían cesase de cantar demasiado
pronto; mas no era su voz afeminada sino flexible, sonora y expresiva.
Cantó primero las alabanzas de Júpiter, padre y rey de los
dioses y de los hombres, cuyo menor movimiento estremece al universo. Representó
después a Minerva saliendo de la cabeza de Júpiter, es decir,
a la sabiduría que formó dentro de sí mismo y que
arroja bondadoso de sí para instruir al hombre dócil. Cantó
Mentor estas verdades con voz tan expresiva y con tal veneración,
que todos los circunstantes creyeron hallarse trasportados a lo más
elevado del Olimpo y a la presencia de Júpiter, cuya vista es más
penetrante que sus rayos; y por último la desgracia del joven Narciso,
que enamorado locamente de su propia hermosura, y contemplándola
sin cesar desde la orilla de una clara fuente, llegó a verse consumido
de dolor, y fue convertido en la flor que lleva su nombre; y la muerte
lamentable del bello Adonis, a quien despedazó un jabalí
sin que pudiese Venus, enamorada de él, resucitarle a pesar de dirigir
al cielo fervorosas plegarias.
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No pudieron contener las lágrimas cuantos le escuchaban, pero se
complacían al llorar. ¿Es Orfeo?, decía uno de los
fenicios que llenos de admiración habían escuchado, del mismo
modo domesticaba las fieras con su lira y daba movimiento a los troncos
y a las peñas; del mismo modo encantó al Cerbero, suspendió
los tormentos de Ixîon y de las Danaides, y aplacó al inexorable
Plutón para sacar de los infiernos a la hermosa Eurídice.
No, exclamaba otro, es Lino, hijo de Apolo. Os engañáis,
replicaba otro, es el mismo Apolo; y entre tanto no estaba Telémaco
menos sorprendido que los demás, porque ignoraba supiese Mentor
cantar y tocar la lira con tanta perfección.
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Achîtoas que había tenido tiempo para ocultar su envidia,
comenzó a alabarle; mas avergonzábase al hacerlo, y no pudo
terminar su discurso. Advirtiendo Mentor su turbación, tomó
la palabra como si quisiese interrumpirle, y procuró consolarle
elogiando su habilidad cual merecía, mas no halló consuelo
aquel, conociendo que Mentor le aventajaba aún más por su
moderación que por su destreza en la lira y por los encantos de
su voz.
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«Recuerdo, dijo Telémaco a Adoam, me habéis hablado
del viaje que hicisteis a la Bética después que salimos de
Egipto; y como es un país del cual refieren maravillas que apenas
pueden creerse, os ruego me digáis si es cierto lo que dicen.»
«Lo haré con gusto, respondió Adoam, describiéndoos
aquel famoso país, digno de vuestra curiosidad y superior a cuanto
publica de él la fama; y al momento comenzó a hablar de esta
suerte:
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Corre el Betis por un suelo fértil, y bajo un cielo despejado y siempre sereno, el país ha tomado nombre del caudaloso río que desagua en el Océano, muy cerca de las columnas de Hércules, y del sitio en donde rompiendo sus diques el furioso mar separó en otro tiempo la tierra de Tarsis de la grande África. En aquel país se han conservado al parecer las delicias del siglo de oro. Son templados allí los inviernos, y nunca soplan los fuertes aquilones. Mitigan el ardor del verano los frescos céfiros a la hora del medio día; de modo que todo el año es un feliz enlace de otoño y primavera. En los valles y campiñas produce la tierra dos cosechas al año, los caminos están poblados de laureles, granados, jazmines y otros árboles siempre verdes y floridos, pacen en las montañas rebaños numerosos que producen finas lanas, estimadas de todas las naciones conocidas, encuéntranse allí muchas minas de oro y plata, mas aquellos naturales sencillos y felices en la sencillez, miran con desprecio estos metales sin querer contarlos entre las riquezas, porque sólo dan estimación a las cosas que sirven verdaderamente a las necesidades del hombre.
Cuando comenzamos a comerciar con ellos encontramos la plata y el oro destinados
a iguales usos que el hierro; por ejemplo, para rejas de arado, pues no
haciendo ningún comercio exterior, no necesitan especie alguna de
moneda. Casi todos ellos son labradores o pastores: hay pocos artesanos,
y sólo cultivan aquellas artes útiles a las verdaderas necesidades,
y aun no dejan todos de ejercitar las que lo son a su vida sencilla y frugal
como dedicados a la agricultura y ganadería.
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Elaboran las mujeres aquella hermosa lana de que fabrican telas finas de
maravillosa blancura, hacen el pan y preparan los demás alimentos,
siéndoles fácil este trabajo porque se alimentan de frutas
o de leche, y rara vez de carnes. Destinan las pieles del ganado lanar
a su calzado y al de sus esposos e hijos, construyen tiendas, unas de pieles
enceradas y otras de cortezas de árbol; y elaboran y lavan los vestidos
de la familia manteniendo el orden interior de las casas, y conservando
en ellas admirable aseo. Las vestiduras son fáciles de hacer, porque
en aquel suave clima usan un ropaje de tela fina y ligera sin forma
de talle, que cada cual distribuye en pliegues alrededor de la cintura
dándoles la forma que más le agrada.
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Además del cultivo de las tierras y de la custodia de los ganados,
no se ejercitan los hombres en otra cosa que en trabajar el hierro y la
madera; y aun no se sirven del primero sino para los instrumentos necesarios
a la labranza. Las artes relativas a la arquitectura les son inútiles,
pues no edifican casas; porque es, dicen, adherirse demasiado a la tierra
establecer una morada mucho más duradera que la vida, y basta estar
al abrigo de la inclemencia de las estaciones. En cuanto a las demás
artes, tan estimadas entre los griegos, egipcios y otros pueblos civilizados,
las detestan como invenciones de la vanidad y de la molicie.
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Si les hablan de los pueblos que poseen el arte de construir opulentos
edificios, de alhajas de oro y plata, de telas adornadas con bordaduras
y piedras preciosas, de perfumes exquisitos, manjares delicados, o de instrumentos
cuya armonía encanta; oíd su respuesta: «¡Cuán
desdichados son esos pueblos que han empleado tanto trabajo e industria
para corromperse! lo superfluo enflaquece, embriaga, atormenta al que lo
posee, e incita a los que se ven privados de ello para que procuren adquirirlo
por medio de la violencia e injusticia. ¿Puede nombrarse una sola
cosa de las superfluas que no contribuya a pervertir al hombre? ¿Son
por ventura los naturales de esos países más sanos y robustos
que nosotros? ¿viven acaso más largo tiempo, o están
más unidos entre sí? ¿gozan más libertad, viven
más tranquilos y contentos? Por el contrario, deben sin duda vivir
con más rivalidad entre sí, corroídos por la negra
e infame envidia, agitados siempre por la ambición, por el temor
y la avaricia, y desconocer los placeres puros y sencillos, pues son esclavos
de tantas necesidades ficticias en que hacen consistir su felicidad.»
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Así hablan, continuó Adoam, aquellos hombres cuerdos, que han llegado a serlo estudiando a la naturaleza. Inspírales horror nuestra cultura; y debe confesarse que no es inferior la suya, a pesar de la apreciable simplicidad en que viven reunidos todos sin división alguna de sus tierras, y gobernada cada familia por el jefe, que es un verdadero rey. El padre de familias tiene derecho a castigar a cualquiera de sus hijos o descendientes cuando ejecuta alguna mala acción; pero antes de ejercer su autoridad debe oír el parecer de toda la familia. Sin embargo, tales castigos tienen lugar pocas veces, porque en aquella venturosa tierra hallan su mansión la inocencia de costumbres, la buena fe, la obediencia y el horror al vicio; y parece que Astrea, que suponen haberse retirado al cielo, existe todavía oculta entre aquellos moradores. No han menester jueces, porque les juzga su propia conciencia; y todos los bienes son comunes entre ellos, porque las frutas de los árboles, las legumbres y la leche de los ganados, producen tan abundantes riquezas que no tienen necesidad de dividirlas aquellos habitantes sobrios y moderados. Errantes las familias, trasportan sus tiendas de un lugar a otro luego que han consumido los frutos o agotado los pastos del sitio en donde habitaban. Por esta razón no tienen intereses que defender unos contra otros, y se aman cual hermanos sin que nada altere su amor; y esta unión, esta paz y libertad, es el resultado feliz de no conocer las vanas riquezas y engañosos placeres, pues todos son iguales.
No se encuentra entre ellos ninguna distinción, sino las que provienen
de la experiencia de ancianos sabios o de la sabiduría precoz de
los jóvenes que compiten con los consumados en la virtud. Jamás
se ha oído en aquel país favorecido de los dioses la voz
cruel e inficionada del fraude, de la violencia, del perjurio, ni menos
de las guerras ni procesos; y jamás tampoco se vio regada con sangre
humana aquella tierra, pues apenas se derrama la del inocente cordero.
Cuando se les habla de batallas sangrientas, conquistas rápidas
o revoluciones de los estados que son frecuentes entre otras naciones,
no pueden contener su admiración. ¡Qué!, dicen, ¿no
están los hombres demasiado sujetos a la muerte, sino que todavía
quieren dársela unos a otros? ¡Cuán corta es la vida!
sin embargo, al parecer la consideran como de larga duración. ¿Acaso
existen sobre la tierra para despedazarse y hacerse mutuamente infelices?
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Por lo demás no pueden comprender los pueblos de la Bética
por qué se admira tanto a los conquistadores que subyugan dilatados
imperios. ¡Qué locura es, dicen, fijar la felicidad en gobernar
a los demás hombres, cuando el hacerlo cuesta tantas penas si se
les ha de regir con razón y justicia! ¿Y por qué complacerse
en gobernarlos a su pesar? lo que puede hacer el hombre sabio es sujetarse
a mandar a un pueblo dócil, cuyo gobierno le han encargado los dioses,
o del que le suplican lo haga como padre y protector; mas gobernar a los
hombres contra su voluntad, es quererse hacer desventurado por el falso
honor de sujetarlos. El conquistador es un hombre a quien los dioses irritados
contra el género humano, han enviado a la tierra en su cólera
para asolar los imperios, para esparcir por todas partes el espanto, la
desesperación y la miseria, y para convertir a los hombres en esclavos.
El que ambiciona gloria ¿no encuentra bastante en regir con sabiduría
a aquellos que los dioses han puesto a su cargo? ¿O creen que no
pueden llegar a merecer elogios no siendo violentos, injustos, altivos,
usurpadores y tiranos de todos sus vecinos? Nunca debe pensarse en la guerra
sino para defender la independencia de una nación, y feliz la que
no siendo esclava de otra, carezca de la loca ambición de dominarla.
Esos grandes conquistadores que nos pintan cubiertos de gloria, son semejantes
a los ríos caudalosos, que saliendo de madre destruyen las campiñas
fértiles que deberían sólo regar.
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Después que Adoam acabó de hacer la descripción de la Bética, preguntole Telémaco encantado varias cosas curiosas. «¿Usan el vino, le dijo, aquellos naturales?»
«No cuidan de beberlo, contestó Adoam, porque jamás
han querido elaborarlo; no porque les falte la uva, pues ninguna tierra
la produce más delicada, sino porque se contentan con comerla cual
las otras frutas, temiendo al vino como corruptor de los mortales. Es una
especie de veneno, dicen, que pone furioso al hombre, y aunque no le hace
morir, le convierte en bestia; y bien puede conservarse sin él,
la salud y el vigor, al paso que usándole se corre el peligro de
destruirla y olvidar las buenas costumbres.»
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«Desearía saber, replicó Telémaco, qué leyes arreglan los matrimonios en aquella nación.»
«Nadie, contestó Adoam, puede tener más que una esposa,
y debe conservarla mientras viva. En aquel país depende tanto el
honor del esposo de su fidelidad para con la esposa, cuanto en otros se
hace consistir el de esta en su fidelidad a aquel; y jamás pueblo
alguno fue más honrado ni más celoso de la pureza. Allí
es el bello sexo agradable, pero sencillo, modesto y laborioso; y los matrimonios
pacíficos, fecundos e irreprensibles. Parecen los esposos una sola
persona en dos cuerpos diferentes, y se hallan distribuidos entre ellos
los cuidados domésticos. El esposo arregla los exteriores, y dedícase
la esposa a la economía interior, aliviando a aquel y pareciendo
no haber nacido sino para agradarle, por cuyos medios adquiere su confianza,
y le embelesa menos con su belleza que con su virtud, siendo tan duradero
como su vida este verdadero encanto de la sociedad conyugal. La sobriedad,
la moderación y las costumbres puras de aquellos naturales, les
proporcionan una vida prolongada y exenta de dolencias; pues se encuentran
ancianos de ciento y ciento veinte años, que conservan todavía
el vigor y la jovialidad.»
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«Réstame saber, volvió a preguntar Telémaco, por qué medios evitan la guerra con los pueblos limítrofes.»
«La naturaleza, respondió Adoam, los ha separado de ellos
por el mar, y al norte por elevadas montañas; y los respetan además,
a causa de su virtud. Discordes sus vecinos muchas veces, los han elegido
por árbitros de sus diferencias, y confiádoles las posesiones
o plazas que se disputaban; pues como aquella nación sabía
no causó violencia jamás, nadie desconfía de ella.
Excita su risa el oír que los reyes no puedan convenir en el arreglo
de las fronteras de sus respectivos dominios, y dicen: «¿Podrán
temer falte la tierra a los hombres cuando existirá siempre más
de la que pueden cultivar? Mientras haya terrenos libres e incultos, ni
aun quisiéramos defender los nuestros de los que intentasen apoderarse
de ellos.» Entre los habitantes de la Bética no se encuentran
ni orgullo, ni altivez, ni mala fe, ni deseo de extender su dominación;
por lo que jamás han inspirado temor a sus vecinos, pues no pueden
aspirar a ser temibles así es que los dejan vivir tranquilos, y
aun abandonarían el país que habitan o se entregarían
a la muerte antes que tolerar dominación extraña; por cuya
razón ofrece tantas dificultades el subyugarlos, cuanto son incapaces
de subyugar a los demás, y de todo ello resulta la profunda paz
que reina entre ellos y los pueblos limítrofes.»
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Terminó Adoam este discurso refiriendo el modo de hacer su comercio
los fenicios en la Bética. Sorprendiéronse, continuó,
aquellos habitantes al observar que surcando los mares venían de
remotos países los extranjeros; pero nos dejaron fundar una ciudad
en la isla de Gades, y nos recibieron bondadosamente e hicieron partícipes
de lo que poseían sin querer recibir ninguna recompensa; ofreciéndonos
ademas liberalmente cuanto les sobrase de sus lanas, después de
haber acopiado las necesarias para su uso. Y en efecto, hiciéronnos
un rico presenté de ellas, porque se complacen en dar a los extranjeros
cuanto les sobra.
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Ninguna repugnancia tuvieron en abandonarnos las minas, pues eran inútiles
para ellos; pareciéndoles no ser cordura en los hombres arrostrar
tantas fatigas para ir a buscar en las entrañas de la tierra lo
que no puede hacerlos dichosos, ni satisfacer ninguna necesidad verdadera.
No penetréis tanto nos decían, en lo interior de la tierra,
contentaos con cultivarla y os dará bienes ciertos para alimentaros,
sacaréis de ella frutos de más valor que el oro y la plata
pues no aprecia el hombre estos metales, sino en cuanto le proporcionan
los alimentos que sostienen su existencia.
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Hemos intentado muchas veces enseñarles la navegación, y
conducir a la Fenicia algunos jóvenes de aquel país; pero
nunca han querido que aprendiesen sus hijos a vivir como nosotros. Contraerán,
nos decían, necesidades de cosas que han llegado a serlo entre vosotros,
querrán tenerlas, y abandonarán la virtud para procurárselas
por malos medios llegando a hacerse semejantes al hombre que teniendo buenas
piernas, y habiendo perdido el hábito se acostumbra al fin a ser
conducido de un sitio a otro como impedido. En cuanto a la navegación
la admiran a causa de la industria de este arte; pero la creen perniciosa.
«Si tenéis, dicen, en vuestro país lo suficiente de
cuanto es necesario a la vida, ¿qué vais a. buscar fuera
de él?, ¿por ventura no os basta lo que a la naturaleza?
mereceríais naufragar, pues buscáis la muerte en medio de
las tempestades para satisfacer la avaricia de los mercaderes, y lisonjear
las pasiones de los demás hombres.»
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Encantado escuchaba Telémaco este discurso de Adoam, y complacíase
de que todavía existiese un pueblo que siguiendo las leyes naturales
viviese reunido, sabio y dichoso. «¡Oh!, exclamaba, ¡cuánto
distan sus costumbres de las vanas y ambiciosa, de otros pueblos que se
consideran más sabios que ellos! Tan corrompidos estamos que apenas
creemos posible pueda ser cierta su natural sencillez, consideramos las
costumbres de aquel pueblo como una feliz invención, y ellos deben
considerar las nuestras cual un sueño monstruoso.»
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