Sumario

     Admira Calipso a Telémaco y sus aventuras. Y no perdona medio para retenerle en su isla y enamorarle. Sostiénele Mentor contra sus artificios y contra Cupido que llevó Venus consigo para socorrerla. Telémaco, sin embargo, y la ninfa Euchâris conciben una mutua pasión que excita al principio los celos de Calipso y su enojo luego. Jura por la Estigia que Telémaco saldrá de la isla. Va Cupido a consolarla y obliga a sus ninfas a que mientras Mentor se llevaba a Telémaco para embarcarle, quemasen el navío que a este fin había construido. Alegrase interiormente Telémaco de verle arder, y conociéndolo Mentor le precipita consigo al mar para ganar a nado otro navío que veía cerca de la costa.
 

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Libro VII

     Cuando hubo acabado Telémaco esta narración, comenzaron a mirarse las ninfas que habían permanecido inmóviles con la vista fija en él, y se preguntaban llenas de admiración: «¿Quiénes son estos dos hombres tan favorecidos de los dioses? ¿Oyéronse jamás aventuras tan maravillosas? Ya es Telémaco superior a Ulises en elocuencia, sabiduría y valor. ¡Qué gallardía! ¡qué afabilidad! ¡qué modestia! ¡qué heroísmo! Si ignorásemos ser hijo de un mortal, creeríamos que era Baco, Mercurio, o el mismo Apolo. Pero ¿quién será ese Mentor, al parecer oscuro y de mediana condición? Al mirarle atentamente se encuentra en él cierta cosa inexplicable superior a los seres mortales.»
 

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     Escuchaba Calipso estas palabras con una turbación que procuraba ocultar en vano, y sin cesar dirigía la vista ora a Mentor, ora a Telémaco. Deseaba a veces volviese a comenzar éste la historia de sus aventuras; mas en breve  se arrepentía de ello, hasta que levantándose por último con precipitación, condujo a Telémaco a un bosque de mirtos, e hizo todos sus esfuerzos para cerciorarse de si era Mentor alguna divinidad que se ocultase bajo la forma humana; pero nada podía éste decirla, pues Minerva, que le acompañaba bajo la de Mentor, no se había dado a conocer a causa de los pocos años de aquel joven, no fiándose todavía de él para revelarle sus designios, además de que deseaba experimentarle en los mayores peligros, y los hubiera despreciado sabiendo le acompañaba Minerva, confiado en tan poderoso auxilio. Ignoraba quién era Mentor, y por esta razón fueron inútiles todos los ardides de Calipso para saber lo que deseaba.
 

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     Reunidas entre tanto las ninfas alrededor de Mentor, se entretenían en hacer varias preguntas a éste; ora acerca de la circunstancia de su viaje a Etiopía, ora de lo que había visto en Damasco, ora en fin si conocía a Ulises antes del sitio de Troya. Respondió a todas con afabilidad, y aunque sus palabras eran sencillas les fueron agradables en extremo.
 

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     Mas no las dejó disfrutar Calipso de su conversación por largo tiempo, volvió a donde se hallaban; y mientras recogían varias flores, cantando para divertir a Telémaco, llamó a Mentor a un sitio apartado con el objeto de hablarle. No es el dulce sueño más grato a los cansados párpados del hombre, cuyos miembros se hallan fatigados por el exceso del trabajo, que fueron lisonjeras las palabras de la diosa para seducir el corazón de Mentor; pero semejante éste a la escarpada roca cuya cima se oculta entre las nubes, y burla el ímpetu furioso de los huracanes, rechazaba inalterable los esfuerzos de la diosa, dejando le estrechase para que concibiese la esperanza de  que le envolvería con sus reiteradas preguntas y extraería la verdad; aunque en el momento en que se gloriaba de haber obtenido el triunfo, desvanecíanse aquellas por medio de una sola palabra de Mentor que la sumía de nuevo en la incertidumbre.
 

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     Así pasaba los días ocupada, ora en lisonjear a Telémaco, ora empleando los medios de apartarle de Mentor, de quien no se prometía extraer lo que deseaba, y valíase de las ninfas más hermosas para hacer brotar el amor en el corazón de aquel joven, cuya empresa fue protegida por una poderosa divinidad que vino en su auxilio.
 

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     Resentida Venus de haber visto menospreciado por Mentor y Telémaco el culto que se la tributaba en la isla de Chipre, no hallaba consuelo al considerar que aquellos dos mortales temerarios hubiesen burlado los vientos y las olas en la tempestad suscitada por Neptuno. Dio a Jove amargas quejas, sonriose éste y ocultando haber sido Minerva quien bajo la figura de Mentor salvó al hijo de Ulises, permitió a Venus procurase los medios de satisfacer su venganza.

     Deja el Olimpo la diosa del amor; olvida los suaves perfumes que ardían en los altares de Pafos y Citeres en la Idalia; vuela en el carro tirado por las palomas; llama a su hijo; y aumentándose las gracias de su hermosura, le habla de esta manera:
 

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     «¿Ves, hijo mío, cuál desprecian esos dos hombres nuestro poder? ¿Quién nos adorará desde hoy? Ve, hiere con tus flechas sus insensibles corazones, desciende conmigo a la isla en donde se encuentran, yo dirigiré a Calipso mi voz. Dijo, y hendiendo los aires la dorada nube, presentase a Calipso que a la sazón se hallaba sola cerca de una fuente bastante lejana de su gruta.»
 

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     «Desventurada deidad, le dice, el ingrato Ulises os  despreció, y su hijo aún más endurecido que él, prepárase a hacer otro tanto; pero el Amor, el mismo Amor viene a vengaros. Yo os dejo, él permanecerá entre vuestras ninfas, cual en otro tiempo el joven Baco que fue alimentado por las de la isla de Naxos. Le verá Telémaco y no le conocerá; no le inspirará desconfianza, y en breve reconocerá su poder.» Apenas dijo estas palabras se remontó en la misma nube en que había descendido, despidiendo un olor de ambrosía que embalsamó todos los bosques de la isla.
 

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     Quedose el Amor en el regazo de Calipso; y aunque deidad sintió el fuego que abrigaba en él. Por aliviar su mal diote a la ninfa Euchâris que la acompañaba, mas ¡ay! ¡cuántas veces se arrepintió de haberlo hecho! Nada le parecía al principio más inocente, más agradable, ingenuo y gracioso que aquel niño, pues al verle jovial, lisonjero y siempre risueño, era indudable pudiese producir más que placeres; pero apenas se entregaron a sus caricias sintieron la fuerza de su veneno. El maligno y engañoso niño acariciábalas sin otro objeto que engañarlas, riendo de los daños que había causado o intentaba causar.

     Mas no osaba aproximarse a Mentor, porque su aspecto severo le atemorizaba; conocía era invulnerable a sus flechas aquel desconocido. Aunque las ninfas experimentaron en breve el fuego que encendía en sus corazón ese niño falaz sin embargo ocultaban cuidadosamente la profunda herida que produjera en ellos.
 
 

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     Vio entre tanto Telémaco aquel hermoso niño que jugaba con las ninfas, y encantado de su belleza le abrazó, ora le ponía sobre la rodilla, ora le abrazaba de nuevo, experimentando una inquietud cuya causa le era desconocida; y mientras más se entretenía en tan inocentes caricias, era mayor su turbación y desfallecimiento. «¿Veis, decía a Mentor, cuán diferentes son estas ninfas de las mujeres de la isla de Chipre, cuya inmodestia disminuía su hermosura? Estas bellezas inmortales encantan por su inocencia, recato y sencillez»; y al decir estos ruborizábase sin saber el motivo. Hablaba sin querer; mas apenas comenzaba a hablar faltábanle las palabras, y su discurso era oscuro, interrumpido, y algunas veces vacío de sentido.
 

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     «¡Oh Telémaco!, le decía Mentor, nada eran los riesgos que corríais en la isla de Chipre comparados con los que ninguna desconfianza os inspiran ahora. El vicio cansa horror, indignación la impudencia; pero es mucho más peligrosa la modesta hermosura, pues amándola se cree amar la virtud, dejándose llevar insensiblemente de los atractivos engañosos de una pasión, que sólo se conoce cuando no es tiempo de sofocarla. Huid, querido Telémaco, huid de esas ninfas que fingen pudor para engañaros más fácilmente; huid los peligros de la juventud, y sobre todo de ese niño a quien no conocéis. El Amor se halla en esta isla conducido por su madre Venus para vengarse del desprecio que hicisteis del culto que se la tributa en Citeres; él ha traspasado el corazón de Calipso que se halla enamorada de vos; inflamado también a las ninfas que la rodean; y vos, desventurado joven, vos mismo os abrasáis sin conocerlo.»
 

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     «Y ¿por qué, interrumpía Telémaco muchas veces, no hemos de permanecer en esta isla? Ulises ya no existe; pues hace tiempo le habrán sumergido las aguas; y Penélope no habrá podido resistir a sus pretendientes viendo no regresamos ni el esposo, ni el hijo, su padre Ícaro la habrá obligado a enlazarse con otro. ¿Regresaré para verla unida con nuevos vínculos, olvidada la fe que juró a mi padre? Quizá los de Ítaca le hayan olvidado también, y no podemos volver a aquella isla sino para arriesgarnos a una muerte cierta, porque los amantes de Penélope ocuparán todas las entradas del puerto para asegurar mejor nuestra pérdida cuando regresemos.»
 

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     «He ahí, respondía Mentor, los efectos de una pasión naciente. Búscanse con sutileza cuantas razones la favorecen, extraviándose con el recelo de no ver las que pueden condenarla, y siendo ingeniosos para engañarse y sofocar el remordimiento. ¿Se ha borrado de vuestra memoria cuánto han hecho los dioses para conduciros de nuevo a vuestra patria? ¿Cómo salisteis de Sicilia? ¿No se trocaron en prosperidad repentinamente las desgracias que os afligieron en Egipto? ¿Qué mano invisible protegió vuestra vida contra los peligros que os amenazaron en Tiro? Y después de tan repetidas maravillas, ¿ignoráis aún lo que os prepara el destino? Pero ¿qué digo? sois indigno de su protección, yo parto, buscaré los medios de salir de esta isla, y vos hijo infame de padre tan sabio y generoso, quedaos a vivir sin honor en el seno de la molicie y rodeado de mujeres, haced, a pesar de los dioses, lo que Ulises juzgó indigno de su gloria.»
 

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     Penetró hasta el corazón de Telémaco el desprecio que envolvían estas palabras, conmoviéndole y experimentando a la vez dolor y vergüenza, temía la indignación y ausencia del sabio Mentor, a quien tanto debía; mas la pasión naciente, que aún no le era conocida, hacía fuese ya otro hombre. «¡Cómo pues!, replicaba bañados en lágrimas sus ojos, ¿en nada tenéis la inmortalidad que me ofrece la diosa?» «En nada tengo, interrumpía Mentor, todo lo que es contrario a la virtud y a los decretos del Olimpo. Aquella os llama a Ítaca para regresar a los brazos de Ulises y de Penélope, y os prohíbe entregaros a una loca pasión; y estos, que os han libertado de tantos peligros para prepararos una gloria igual a la de vuestro padre, os ordenan salir de esta isla. Sólo puede deteneros en ella el Amor, ese vergonzoso tirano. ¡Ah! ¿de qué os serviría la inmortalidad sin virtud, sin libertad, sin gloria? En ella seríais aún más infeliz, porque no tendría término.»
 

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     Sólo respondía Telémaco suspirando. Deseaba algunas veces que Mentor le arrancase de la isla, y parecíale otras tardaba en partir para no tener a la vista aquel amigo severo que le reprendía su flaqueza. Agitábanle alternativamente contrarios afectos; mas ninguno de ellos era permanente, pues veíase su corazón cual el mar, cuyas olas se agitan al capricho de los vientos. Ora permanecía inmóvil tendido en la playa, ora en lo más espesa de algún bosque sombrío vertiendo amargas lágrimas y lanzando gritos semejantes a los rugidos del león. Enflaqueciose, resplandecía en sus hundidos ojos un fuego devorador; y al mirarle pálido, abatido y desfigurado, podía dudarse fuera el mismo Telémaco. Abandonábanle el vigor y gallardía, y semejante a la flor que exhala agradables perfumes al abrirse con la Aurora, y se marchita poco a poco al ausentarse Febo, desapareciendo con él sus hermosos colores; así desfallecía el hijo de Ulises, que se veía próximo al sepulcro.
 

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     Considerando Mentor que no podía Telémaco resistir la violencia de aquella pasión, formó el plan de libertarle de tan gran peligro por medio de un ardid. Había observado le amaba Calipso con frenesí y que éste amaba igualmente a la ninfa Euchâris, pues el cruel amor  para atormentar a los mortales hace que nadie ame a quien le ama. Resolvió excitar los celos de Calipso, y a debiendo Euchâris acompañar a Telémaco a una cacería, dijo a la diosa: «He advertido en Telémaco una inclinación a la caza que jamás había notado en él. Esta diversión comienza a alejarle de las demás, prefiriendo a todo las selvas, los bosques y las más escabrosas montañas. ¿Por ventura seréis vos quien le inspira esta ardiente pasión?»
 

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     Experimentó Calipso cruel enojo al escuchar estas palabras, y no pudiendo contenerse respondió: «Telémaco que ha menospreciado cuantos placeres le ofrecía la isla de Chipre, no puede resistir a la mediana belleza de una de mis ninfas. ¿Cómo osa vanagloriarse de haber ejecutado tan maravillosos hechos, cuando su corazón se debilita vilmente por la sensualidad, y cuando parece nacido para vivir oscurecido y rodeado de mujeres?» Observando Mentor con satisfacción que los celos inquietaban el corazón de Calipso, nada más dijo recelando inspirarla desconfianza; pero se manifestó melancólico y abatido. Descubríale la diosa sus pesares, y dábale sin cesar nuevas quejas; habiendo acabado de excitar su furor la cacería que Mentor indicó. Supo que Telémaco había procurado burlar la vigilancia de las demás ninfas para hablar con Euchâris; y proponiendo ya otra en que no dudaba ejecutase otro tanto, declaró su voluntad de asistir a ella para dejar sin efecto los proyectos de Telémaco, a quien, no pudiendo contener su resentimiento, habló de esta suerte:
 

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     «¿Para esto, o temerario joven, has arribado a mi isla por escapar del justo naufragio que te preparaban Neptuno y la cólera de los dioses? ¿Has pisado esta isla inaccesible a todo otro mortal para despreciar mi poder y el amor que te he manifestado? ¡Oh deidades del Olimpo y de la undosa Estigia, escuchad a una desventurada diosa!  ¡apresuraos a aniquilar a este pérfido, a este ingrato e impío! Pues que eres aún más duro e injusto que tu padre, ¡quieran los dioses hacerte sufrir males todavía más prolongados y crueles que los suyos! ¡No, no: jamás vuelvas a ver tu patria, la pequeña y miserable isla de Ítaca que no has tenido vergüenza de preferir a la inmortalidad! ¡antes perezcas mirándola de lejos en medio de los mares, y hecho tu cuerpo juguete de las aguas, sea arrojado sin esperanza de sepultura sobre la arena de estas playas! ¡Véante mis ojos devorado por los buitres! Vea también tu cadáver la que amas: véalo, si esto despedazará su corazón, y su desesperación producirá mi ventura.
 

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     Así hablaba Calipso con los ojos inflamados sin fijar la vista en ningún objeto. Temblábale la barba y cubríase su rostro de manchas lívidas y negras, que a cada instante le alteraban. Ora emparchase sobre ella una palidez mortal, ora cesaban de correr sus lágrimas con la abundancia que solían, agotadas al parecer por la rabia y la desesperación, humedeciendo solamente algunas sus mejillas, ora en fin articulaba las palabras con voz trémula, ronca e interrumpida.

     Observaba la Mentor sin decir nada a Telémaco, considerándole como un enfermo desahuciado, aunque de cuando en cuando le miraba compasivo.
 

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     Conocía este cuán culpable e indigno era de la amistad de Mentor, y no osaba alzar la vista temiendo encontrar la de su amigo, cuyo silencio le condenaba. Quería algunas veces correr a sus brazos para darle una prueba de que no desconocía su error; mas ora le contenía la vergüenza, ora el temor de avanzar demasiado para huir del peligro, pues le parecía éste agradable, y no podía aún resolverse a vencer la vehemente pasión que le arrastraba.
 

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     Reunidos entre tanto en el Olimpo los dioses y diosas guardaban un profundo silencio, y con la vista fija sobre la isla de Calipso esperaban la victoria de Minerva o del Amor. Jugando éste con las ninfas había introducido en la isla un fuego devorador, mientras Minerva, bajo la figura de Mentor, se servía de los celos inseparables del Amor, contra el Amor mismo; y Jove, que había resuelto ser espectador de la lucha, permanecía neutral.
 

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     Euchâris que temía se escapase Telémaco de sus lazos empleaba mil artificios para detenerlo en ellos. Ya iba a partir con él a la segunda cacería, vestida cual Diana, embellecida con nuevas gracias que derramaron sobre ella Venus y Cupido, de suerte que su hermosura era superior aquel día a la de la diosa Calipso; cuando viéndola ésta de lejos, y mirándose al mismo tiempo en el trasparente líquido de una fuente clara, se avergonzó, y ocultándose en lo interior de su gruta comenzó a hablar sola diciendo:
 

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     «Inútil me ha sido el proyecto de inquietar a los dos  amantes manifestando mi voluntad de acompañarles a la cacería. ¿Y lo haré? ¿Iré para contribuir al triunfo de Euchâris, y para que mi belleza haga sobresalir la suya? ¿Será posible que al verme Telémaco se aumente su pasión hacia Euchâris? ¡Desventurada! ¿Qué he hecho? No, no iré; ni ellos tampoco: yo lo impediré. Buscaré a Mentor, le rogaré saque a Telémaco de la isla y le conduzca a la de Ítaca. Mas ¿qué digo? ¡ah! ¿qué será de mí después de la ausencia de Telémaco? ¿Dónde estoy? ¿Qué podré hacer? ¡Venus, cruel Venus, cómo me habéis engañado! ¡qué presente me habéis hecho! ¡Pernicioso niño, emponzoñado Amor, yo te abrí mi corazón con la esperanza de vivir feliz con Telémaco, y has introducido en él la desesperación y la inquietud! Las ninfas se han revelado contra mí, y el ser inmortal sirve sólo para hacer eterna mi desgracia. ¡Ah! si fuese libre para privarme de la vida hallaría término mi dolor. Pero toda vez que yo no puedo morir, preciso es muera Telémaco. Yo vengaré su ingratitud; heriré su pecho a los ojos de Euchâris. Mas ¡cómo me extravío! ¡Oh Calipso infeliz!¿qué intentas hacer? ¡Que perezca el inocente a quien has sumido en un abismo de infortunios! Yo encendí la llama fatal en el casto seno de Telémaco. ¡Qué inocencia! ¡qué virtud! ¡qué horror al vicio! ¡qué valor contra los placeres vergonzosos! ¿A qué emponzoñar su corazón? ¡Me hubiera abandonado! Mas ¿no será preciso que lo haga ahora también, o que sea yo testigo de su desprecio y de que vive sólo para mi rival? No, no; lo que sufro lo he merecido bien. Partid, Telémaco; id al otro lado de los mares: dejad sin consuelo a Calipso que no puede soportar la vida ni esperar la muerte: dejaría inconsolable, cubierta de oprobio y desesperación en compañía de la orgullosa Euchâris.»
 

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     Así hablaba sola en lo interior de la gruta; mas saliendo de ella con precipitación: «¿Adónde estáis, dijo, o Mentor? ¿De este modo sostenéis a Telémaco contra el vicio que le vence? Dormís mientras vela contra vos el Amor. Yo no puedo soportar por más tiempo la vil indiferencia que manifestáis. ¿Veréis tranquilo al hijo de Ulises deshonrar a su padre y olvidar el alto destino que le aguarda? ¿Es a vos o a mí a quien los padres de Telémaco han confiado su conducta? Busco yo los medios de curar la llaga de su corazón, y ¿no haréis nada vos para lograrlo? En lo interior y más apartado del bosque existen álamos robustos muy a propósito para la construcción de un bajel; de ellos se valió Ulises para construir el que le sirvió cuando salió de esta isla. En el mismo sitio encontraréis una profunda caverna en donde hay todos los instrumentos necesarios para cortar y unir las piezas de la nave.»
 

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     Apenas acabó de decir estas palabras se arrepintió de haberlas dicho; pero sin perder un instante Mentor, corrió a la caverna, halló las herramientas, cortó los árboles, y en un día construyó un bajel y le puso en estado de flotar, pues el poder e industria de Minerva no necesitan largo tiempo para ejecutar las más grandes obras.

     Era terrible el estado en que se hallaba Calipso, por una parte deseaba saber si adelantaba su trabajo Mentor, y por otra no podía resolverse a faltar a la cacería en que Telémaco y Euchâris gozarían entera libertad. No le permitían los celos que perdiese de vista a los dos amantes, y procuraba dirigirlos hacia el sitio en donde se hallaba Mentor ocupado en construir el bajel. Oía los golpes del hacha y del martillo, que la estremecían; mas al mismo tiempo recelaba que esta distracción la ocultase alguna señal o mirada de Telémaco a la ninfa Euchâris.
 

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     «¿No teméis, decía ésta entre tanto a Telémaco irónicamente, que os reprenda Mentor por haber venido sin él a la caza? ¡Oh cuán digno sois de lástima por vivir sujeto a tan severo preceptor! Nada es bastante para templar su austeridad; afecta ser enemigo de todos los placeres, y no puede tolerar que disfrutéis de ninguno; las cosas más inocentes os las reprende como crímenes. En buen hora dependieseis de él mientras no os hallabais en estado de conduciros; pero no debéis permitir que os trate cual un niño después de haber mostrado tanta sabiduría.»
 

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     Penetraban en el corazón de Telémaco estas artificiosas palabras, y le llenaban de enojo contra Mentor, cuyo yugo deseaba sacudir. Temía volverle a ver y nada respondía a Euchâris por el estado de turbación en que se hallaba. Por último, al fin de la tarde y después de esta continua agitación, llegaron a una parte del bosque, muy inmediata al sitio en donde había estado Mentor trabajando todo el día. Vio Calipso desde lejos acabado el bajel, y al momento cubriéronse sus ojos de una espesa nube semejante a las pálidas sombras de la muerte.

     Trémulas sus rodillas la sostenían con dificultad; corría por todo su cuerpo un sudor frío, y viose obligada a apoyarse en las ninfas que la rodeaban; tendiole Euchâris el brazo para sostenerla; mas le rechazó mirándola con indignación.
 

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     Cuando Telémaco vio la nave y no a Mentor, por haberse ya retirado después de concluido su trabajo, preguntó a Calipso a quién pertenecía y el objeto a que se destinaba. No pudo responderle ésta al principio; mas por último le dijo: «La he mandado construir para que parta Mentor, a fin de que nos embarace este amigo severo que se opone a vuestra dicha, y cuya envidia excitaría el veros gozar de la inmortalidad.»

     «¡Me abandona Mentor!, exclamó Telémaco, ¡qué será, pues, de mí! Si él me deja, sólo me quedáis vos, Euchâris.» Escapáronsele involuntariamente estas palabras en el exceso de su pasión, y aunque conoció el daño que había hecho al pronunciarlas, no le fue posible contenerse. Admiráronse todas las ninfas y guardaron silencio. Ruborizada Euchâris y con la vista en el suelo, permaneció detrás de ellas llena de turbación y procurando ocultarse; pero mientras que el rubor alteraba su rostro, gozábase interiormente. Apenas podía persuadirse Telémaco haber hablado con tanta indiscreción. Parecíale un sueño; mas sueño en que permanecía confuso y alterado.
 

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     Corría Calipso por el bosque sin dirección fija, más furiosa que la leona a quien arrebataron el fruto de sus entrañas, y sin saber a donde iba; hasta que hallándose a la entrada de la gruta en donde la aguardaba Mentor: «Salid, dijo, oh extranjeros que habéis venido a turbar mi reposo; huya lejos de mí ese insensato joven; y vos, anciano imprudente, vos experimentaréis la cólera de una deidad si no le sacáis inmediatamente de la isla. No quiero verle más, ni sufrir que ninguna de mis ninfas le hable ni le mire. Lo juro por las aguas de la Estigia, juramento que estremece a los mismos dioses; mas sepa Telémaco que no han terminado sus desgracias; ¡ingrato! saldrás de mi isla para ser blanco de nuevos infortunios. Quedaré vengada, te acordarás de Calipso; pero en vano. Irritado todavía Neptuno contra tu padre por haberle ofendido en Sicilia, y excitado por Venus a quien despreciaste en Chipre, te prepara nuevas tempestades. Verás a tu padre que aún existe; mas sin conocerlo. Te reunirás a él en Ítaca pero antes sufrirás una suerte cruel. Ve: yo invoco el poder celestial para mi venganza, y quieran los dioses que en medio de los mares, pendiente de la elevada punta de una roca y herido del rayo, invoques inútilmente a Calipso, a quien colmará de gozo tu suplicio.»
 

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     No bien acabó de hablar así cuando ya se hallaba inclinada a adoptar resoluciones contrarias. El amor excitaba el deseo de detener a Telémaco. «Viva, decía, permanezca en la isla, tal vez llegará a conocer mi pasión. Euchâris no podrá, como yo concederle la inmortalidad. ¡Oh alucinada Calipso! tu juramento ha hecho traición a tu voluntad, ya estás ligada; y las aguas de la Estigia por las cuales juraste, no te dejan esperanza. Nadie la escuchaba; pero veíanse retratadas las furias en su rostro, y exhalaba de su pecho al parecer los envenenados hálitos del negro Cócito.»
 

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     Llenose Telémaco de horror. Conociolo Calipso; porque ¿qué no adivina el amor celoso? y el horror que manifestaba Telémaco aumentó el furor de la diosa, que corría por el bosque con un dardo en la mano llamando a las ninfas y amenazándolas de que atravesaría con él a las que no la siguiesen, cual la bacante que llena de alaridos los aires, haciéndolos repetir por los ecos de las elevadas montañas de Tracia. Corrían aquellas despavoridas en tropa al oír sus amenazas, y acercose a ella la misma Euchâris vertiendo lágrimas y mirando de lejos a Telémaco, a quien no se atrevía a dirigir la palabra. Estremeciose Calipso al verla a su lado, y en vez de apaciguarla la sumisión de la ninfa, excitó de nuevo su furor advirtiendo que la aflicción aumentaba las gracias de su belleza.
 

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     Hallábase Telémaco entre tanto en compañía de Mentor. Abrazó sus rodillas, pues no se atrevía ni aun a mirarle, y comenzó a derramar copioso llanto; quería hablar, mas faltábanle la voz y las palabras, e ignoraba lo que hacía, lo que deseaba y lo que debía hacer. Por último, «¡oh mi verdadero padre!, exclamó, ¡oh Mentor! salvadme de tantos males. Ni puedo abandonaros ni seguiros. ¡Libertadme de mí mismo: dadme la muerte!»
 

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     Abrazole Mentor para consolarle, y le animó enseñándole a sufrirse a sí mismo sin lisonjear su pasión, diciéndole: «Hijo del sabio Ulises a quien tanto han protegido los dioses y a quien todavía protegen, por un efecto de su protección sufrís males tan horribles; pues el que no ha experimentado su flaqueza y la violencia de las pasiones, no puede llamarse sabio, porque no se conoce ni sabe desconfiar de sí mismo. Los dioses os han conducido hasta el borde del precipicio para que conozcáis su profundidad; pero sin dejaros caer en él. Conoced ahora lo que nunca hubierais conocido a no haberlo experimentado. En vano os hubieran hablado de las traiciones de Amor, que lisonjea para arrastrar a la perdición, y que bajo las apariencias del deleite oculta las más crueles amarguras. Se os presentó risueño, jovial y lleno de gracias y de encantos. Le visteis, arrebató vuestro corazón experimentando placer cuando os le arrebataba. Buscabais pretextos para desconocer la llaga que padecíais, y procurabais engañarme y engañaros vos mismo sin temor alguno. Ved los efectos de vuestra temeridad; pedís la muerte como la única esperanza que os queda. Agitada la diosa parece una furia infernal, abrásase Euchâris por un fuego devorador más cruel que las angustias de la muerte, y celosas todas las ninfas se hallan próximas a despedazarse; ¡he aquí los efectos del pérfido Amor, tan delicioso al parecer! Recobrad el valor. ¡Cuánto os protegen los dioses, pues os abren un camino fácil para huir del Amor y restituiros a la patria querida! La misma Calipso se ve obligada a arrojaros de la isla. La nave nos  aguarda: ¿por qué tardamos en dejar este suelo en donde no puede habitar la virtud?»
 

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     Mientras decía Mentor estas palabras conducía de la mano hacia la playa a Telémaco, y seguíale éste aunque con repugnancia y dirigiendo la vista a la espalda. Consideraba que Euchâris se alejaba de él, y no pudiendo descubrir su rostro miraba su hermoso cabello trenzado, sus vestidos flotantes y noble continente, y hubiera deseado poder besar sus huellas; y aun después que la perdió de vista, prestaba el oído imaginando escuchar su voz. Veíala aunque ausente, y pintada al vivo ante sus ojos, creía hablar con ella sin saber dónde se hallaba, ni poder escuchar a Mentor.
 

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     Por último, volviendo en sí, como si despertase de un profundo sueño, dijo a Mentor: «Me resuelvo a seguiros; pero no me he despedido de Euchâris, y preferiría la muerte a abandonarla con ingratitud. Esperad a que la dé un adiós eterno, permitid que al menos la diga: «¡Oh ninfa! los crueles dioses, envidiosos de mi felicidad, me obligan a partir; pero antes me privarán de la existencia que os borren de mi memoria. ¡Oh caro padre! o dejadme este último consuelo, que tan puro es, o arrancadme la vida en este mismo instante. No, ni quiero permanecer en esta isla, ni abandonarme al amor. Éste no ha triunfado de mi corazón, sólo me anima la amistad y la gratitud hacia Euchâris. Me basta decirla adiós una sola vez, y partiré con vos sin dilación.»
 

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     «¡Os compadezco!, respondió Mentor, vuestra pasión es tan frenética que no la conocéis. Os parece estar tranquilo ¿y pedís la muerte? Os atrevéis a decir que no iba triunfado de vuestro corazón el amor ¿y no podéis apartaros de la ninfa que amáis? No veis ni escucháis sino a ella; estáis sordo y ciego cual el enfermo a quien la calentura hace delirar, y niega estarlo. ¡Oh alucinado Telémaco! ¿estabais resuelto a renunciar a Penélope que os aguarda, a Ulises a quien volveréis a ver, a Ítaca en donde debéis reinar, a la gloria y altos destinos que os han prometido los dioses por tantas maravillas como han obrado en vuestro favor? ¡a todos estos beneficios renunciabais por vivir deshonrado con Euchâris! ¿Y aún diréis que no os arrastra el amor hacia ella? ¿Qué, pues, os inquieta? ¿por qué deseáis la muerte? ¿por qué hablasteis tan enajenado en presencia de Calipso? No os haré el cargo de mala fe; pero me lastimo de vuestra ceguedad. ¡Huid, Telémaco, huid! la fuga es el único medio de vencer el amor. Contra tan terrible enemigo, el verdadero valor consiste en temerle y huirle; pero huyendo sin reflexionar y sin detenerse a mirar hacia atrás. No habréis olvidado los cuidados que me costáis  desde la infancia y los peligros que habéis burlado por mis consejos, o seguidlos ahora o sufrid que os abandone. ¡Si supieseis cuán doloroso es para mí el veros correr a vuestra perdición, y cuánto he padecido mientras que no me atreví a hablaros de esta suerte! menos padecería la madre que os llevó en sus entrañas cuando os dio a luz. He callado y sufrido mi pena; he sofocado mis suspiros con la esperanza de que volvieseis a mí. ¡Oh hijo mío! ¡hijo mío querido! consolad mi corazón, volvedme lo que me es todavía más caro que mis propias entrañas, restituidme a Telémaco a quien he perdido, volveos a vos mismo. Si la sabiduría vence al amor, vivo y viviré feliz; mas si el amor os arrastra a pesar de la sabiduría, Mentor no podrá ya existir.
 

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     En tanto que así hablaba seguía andando hacia la orilla, y Telémaco que aún no se hallaba con el valor necesario para seguirle voluntariamente, lo estaba ya para dejarse llevar sin resistencia. Oculta Minerva bajo la figura de Mentor, cubría a Telémaco invisiblemente con su egida, y esparciendo en torno de él un rayo divino, excitó en su corazón el ánimo que no había experimentado desde que se hallaba en la isla. Por último llegaron a la parte más escarpada de la orilla del mar donde existía una roca batida siempre por sus espumosas olas, desde cuya elevación miraron si la nave preparada por Mentor se hallaba en el mismo sitio; mas observaron un triste acontecimiento.
 

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     Resentido el amor de que aquel anciano desconocido, no solamente fuera insensible a sus flechas sino de que le arrebatase también a Telémaco, lloraba despechado, y fue en busca de Calipso que vagaba por lo más sombrío del bosque. No pudo ésta verle sin estremecerse, sintiendo renovaba las llagas todas de su corazón. «¿Sois deidad, dijo el Amor, y os dejáis vencer por un débil mortal a quien tenéis cautivo en vuestra isla? ¿por qué le permitís salir de ella?» «¡Oh malhadado Amor!, respondió Calipso, no quiero escuchar tus perniciosos consejos, tú me has arrebatado la dulce paz en que vivía para precipitarme en un abismo de desgracias. Ya está hecho, juré por las aguas de la Estigia que dejaría partir a Telémaco. El mismo Jove, padre de los dioses, con todo su poder no osaría contrariar tan terrible juramento. Telémaco sale de mi isla; sal tú también, pernicioso niño pues me has hecho más daños que a él.»
 

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     Riose maligno el Amor, y enjugando sus lágrimas, dijo, «he aquí una gran dificultad. Dejadme obrar, no alteréis vuestro juramento, ni os opongáis a la partida de Telémaco; pero ni vuestras ninfas ni yo hemos jurado por las aguas de la Estigia dejarle partir. Yo les inspiraré el proyecto de incendiar la nave construida por Mentor con tal brevedad, y su actividad, que tanto os ha sorprendido, quedará sin efecto. Sorprenderase él también, y no le quedará arbitrio para arrebataros a ese joven.»
 

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     Hicieron renacer la alegría y la esperanza en el corazón de Calipso las lisonjeras palabras del Amor, produciendo igual efecto que la frescura del céfiro cuando sopla a orillas de un cristalino arroyo para aliviar las fatigas del ganado en la abrasada estación del verano. Serenose su rostro, templose el fuego de su vista, y alejáronse de ella por un momento la pesadumbre y cuidados que la devoraban, detúvose, y se sonrió Amor falaz, preparándola nuevo dolor mientras le acariciaba.
 

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     Gozoso el Amor de haberla persuadido, corrió a persuadir también a las ninfas, que vagaban dispersas por las montañas cual un rebaño de tímidas ovejas a quienes  alejó el lobo hambriento de los pastores que las custodiaban. Reuniolas el Amor y les dijo: «Todavía se halla Telémaco en vuestro poder, apresuraos a incendiar el bajel que ha construido el temerario Mentor para huir de la isla.» Encendieron antorchas al momento, y corrieron a la playa llenas de furor poblando el aire de alaridos, con el cabello flotante como lo hacían en las bacanales. Elévase la llama, consume el bajel construido de madera seca cubierta de brea, arrojando torbellinos de humo y fuego hasta las nubes.
 

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     Miraban Telémaco y Mentor aquella hoguera desde la roca en donde se hallaban, y percibían las voces de las ninfas, poco faltó a Telémaco para alegrarse, pues aún no estaba fortificado su corazón, y Mentor consideraba su pasión cual un fuego mal apagado que ardiendo oculto entre cenizas, arroja chispas de tiempo en tiempo. «Vedme aquí, dijo Telémaco, ligado de nuevo con las mismas ataduras, ninguna esperanza nos queda ya de salir de esta isla.»
 

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     Conoció Mentor que iba a caer de nuevo Telémaco en la flaqueza, y que por lo mismo no debía perder ni un momento; y descubriendo a lo lejos en medio de las aguas un bajel que no osaba aproximarse a la isla, pues todos los pilotos sabían que era inaccesible a los mortales, empujó a Telémaco, que se hallaba sentado en el borde de la roca, le precipitó en el mar y se arrojó en seguida. Sorprendido Telémaco de esta violenta caída tragó sus aguas, y quedó hecho juguete de las olas; pero volviendo en sí y viendo a su lado a Mentor, que le tendía el brazo para ayudarle a nadar, se ocupó sólo de alejarse de la isla fatal.
 

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     Las ninfas que habían creído retenerles en la isla lanzaron gritos de furor cuando advirtieron que no podían impedirles la fuga, e inconsolable Calipso entrose en la gruta, en cuyas bóvedas resonaban sus repetidos ayes, y el Amor que vio trocado su triunfo en vergonzosa derrota, elevose en los aires sacudiendo sus ligeras alas, y voló presuroso al bosque de Idalia en donde le aguardaba su cruel madre, y más cruel aún que ésta, se consoló riendo con ella de los males que había causado.
 

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     A proporción que Telémaco se alejaba de la isla, sentía con placer que renacían en su corazón el valor y el amor a la virtud. «Experimento, exclamaba hablando a Mentor, lo que me decíais y lo que no podía creer por falta de experiencia: no se triunfa del vicio sino huyendo de él. ¡Oh amado padre mío! ¡cuánto me han protegido los dioses concediéndome piadosos vuestro auxilio! Merecía verme privado de él y abandonado a mí mismo; mas ya no temo a las aguas, a los vientos, ni a las tempestades, sino a mis pasiones. El amor solo es más temible que todos los naufragios.

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