Refiere Telémaco que al llegar a Creta supo que Idomeneo, rey de
aquella isla, había sacrificado a su hijo único por cumplir
un voto indiscreto, que los cretenses, queriendo vengar la muerte del hijo
habían obligado al padre a abandonar el país, y que después
de largas deliberaciones se hallaban a la sazón congregados para
elegir otro rey. Asimismo refiere que los cretenses le recibieron en aquella
asamblea, que ganó el premio de diferentes juegos, que resolvió
los problemas de Minos, y que vista su sabiduría por los ancianos
jueces de la isla y el pueblo le quisieron hacer su soberano.
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Libro V
Después de haber admirado lo que acabo de describir, comenzaron a ofrecerse a nuestros ojos las montañas de Creta, que aún distinguíamos con bastante trabajo de las nubes y olas del mar. En breve descubrimos la cima del monte Ida, que descollaba sobre las otras montañas de la isla, cual eleva su poblada cabeza el viejo ciervo sobre los cervatillos que le siguen; y poco a poco fuimos viendo distintamente sus costas, que presentaban la perspectiva de un anfiteatro, pareciéndonos tan cultivada, tan fértil y adornada con frutos de todas especies por la laboriosidad de sus habitantes, cuanto inculta y descuidada la de Chipre.
Por todas partes descubríamos opulentas ciudades y poblaciones bien
edificadas que competían con ellas. No veíamos ningún
campo donde no se hallase impresa la mano del diligente labrador, por donde
quiera había dejado hondos surcos el corvo arado, siendo desconocidas
allí todas las plantas que alimenta la tierra inútilmente.
Ora recreaban nuestra vista hondos valles en que pacían piaras de
toros, por hallar pastos abundantes en las orillas de arroyos cristalinos;
ora numerosos rebaños que se apacentaban en el declive de una colina;
ora dilatadas campiñas cubiertas de doradas mieses, presentes ricos
de la fecunda Ceres; ora en fin coronadas las montañas de frondosos
pámpanos y roja uva, que ofrecía a los vendimiadores los
agradables beneficios de Baco para templar las penalidades y fatigas del
hombre.
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Díjonos Mentor haber estado en Creta en otro tiempo, y nos explicó
cuanto le era conocido. «Esta isla, dijo, admirada de todos los extranjeros,
y célebre por sus cien ciudades, alimenta con comodidad a los innumerables
habitantes que la pueblan; pues nunca se cansa la tierra de derramar sus
frutos sobre los que la cultivan, ni pueden agotarse sus fecundas entrañas.
Cuanto mayor es el número de brazos en un país, si son laboriosos,
tanto mayor es la abundancia, nunca se excita la envidia entre ellos, porque
la tierra multiplica cual buena madre sus dones en proporción del
número de hijos, que por el trabajo se hacen acreedores a los frutos
de ella. La ambición y la codicia de los hombres son los únicos
manantiales de su desgracia; aspiran a poseerlo todo, y se hacen infelices
por desear lo superfluo, si deseasen vivir sencillamente; si se contentasen
con satisfacer sus necesidades verdaderas, verían por donde quiera
la abundancia y el gozo, la paz y la fraternidad.»
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Así pensaba Minos, el mejor y más sabio de los reyes: «cuanto
veáis de más admirable en esta isla es fruto de sus leyes,
pues la educación que prescribe a los niños da salud y robustez
a sus cuerpos, acostumbrándolos desde el principio a una vida sencilla,
frugal y laboriosa; y suponiendo que la sensualidad debilita el cuerpo
y el alma, les proponen como único placer el ser invencibles por
la virtud y adquirir mucha gloria. Aquí no sólo se hace consistir
el valor en despreciar la muerte en los peligros de la guerra, sino también
las mayores riquezas y los deleites vergonzosos; y se castigan tres vicios
que alienta la impunidad en los demás pueblos, a saber: la ingratitud,
la simulación y la codicia.»
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El lujo y la molicie no se castigan en Creta, porque son desconocidos.
Trabajan todos, y ninguno piensa en enriquecerse, considerando cada cual
recompensado su trabajo con una vida pacífica y arreglada, que deja
gozar en paz la abundancia de lo que es verdaderamente necesario para vivir.
No se permiten muebles preciosos, festines, vestidos magníficos,
ni opulentos palacios. Visten ropas de lana fina y hermosos colores; pero
sin bordados ni adornos. Las comidas son sobrias, beben poco vino, y consiste
su principal alimento en buen pan, frutas que ofrecen los árboles
casi espontáneamente, leche de los ganados, y cuando más
alguna carne sin salsas ni condimento, cuidando de conservar las mejores
reses para que ocupadas en la agricultura florezca ésta. Respiran
las casas el mayor asco, son cómodas y alegres, pero sin adornos
de lujo; no porque se desconozca la sublime arquitectura, sino porque la
reservan para los templos de los dioses, y no osarían los hombres
levantar para usos profanos edificios semejantes a los que están
destinados a los seres inmortales. He aquí los grandes bienes que
forman la riqueza de los cretenses: salud, robustez, valor, paz y fraternidad
entre las familias, libertad de los ciudadanos, abundancia de lo necesario,
desprecio de lo superfluo, costumbre de trabajar y horror a la ociosidad,
emulación por la virtud, sumisión a las leyes y temor
a los justos dioses.
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«¿En qué consiste, le pregunté, la autoridad de un rey?» «En que todo lo puede, me contestó, sobre sus vasallos, aunque nada hay en lo humano superior a las leyes, en que es absoluto para hacer bien, y se hallan ligadas sus augustas manos para el mal a que tal vez pudieran arrastrarle el error u otras causas, en que a su autoridad están confiados los pueblos que rige, cual un rico depósito; pero con la condición de que haya de ser el padre de sus vasallos, porque el objeto de las leyes es que un hombre solo haga la felicidad de muchos hombres con su moderación y sabiduría; no que estos contribuyan a lisonjear el orgullo y molicie de uno solo sumidos en la miseria e infame esclavitud. Ni debe tampoco gozar más que cualquiera otro hombre, a excepción de aquello que es necesario para aliviarle de sus penosas funciones, o para imprimir en sus vasallos el respeto debido siempre al protector de las leyes. Por el contrario, ha de ser más sobrio, más enemigo de la molicie, y estar más exento del fausto y altivez que el común de los hombres; siendo mayor su sabiduría, su virtud y su gloria. Fuera de sus dominios el defensor de su pueblo, poniéndose a la cabeza de los ejércitos; y en lo interior el juez de sus vasallos para hacerlos buenos, sabios y felices. A este fin le han elevado los dioses a la dignidad real; para que sea el director, el apoyo de sus vasallos para que consagre a estos sus tareas, su solicitud y su afecto; y en tanto es digno del cetro un soberano, en cuanto se olvida de sí mismo para sacrificarse por el público bien.»
No quiso Minos que reinasen sus hijos después de él, sino
con la condición de que obrarían según sus máximas;
pues para él era más caro su pueblo que su familia. Con tal
sabiduría ha hecho a Creta más poderosa y feliz, borrando
con esta moderación la gloria de todos los conquistadores que intentan
hacer a los pueblos instrumentos de su propia grandeza, es decir, de su
vanidad; y su justicia le ha hecho digno de ser en el averno supremo juez
de los muertos.
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En tanto que así hablaba Mentor, arribamos a la isla, en donde vimos
el famoso laberinto, obra de las ingeniosas manos de Dédalo, que
era una imitación del gran laberinto que habíamos visto ya
en Egipto. Mientras considerábamos aquel curioso edificio, notamos
ocupada la playa por el pueblo, que corría de tropel a un sitio
bastante inmediato a la orilla del mar; preguntamos la causa, y voy a referiros
lo que nos contó un cretense llamado Nausicrates.
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«Idomeneo, nos dijo éste, hijo de Deucalión y nieto
de Minos, había concurrido al sitio de Troya como los demás
reyes de la Grecia, y después de la ruina de aquella ciudad regresaba
a Creta; mas sobrevino una tempestad tan violenta que el piloto de su nave
y todos los demás que eran muy experimentados en la náutica,
creyeron inevitable el naufragio. Veíanse todos próximos
a la muerte y abiertos los abismos de las aguas para sumergirlos, lamentaban
su desgracia, sin esperanza ni aun del triste reposo concedido a los manes
que logran cruzar las aguas de la Estigia después de haber sido
sepultados. Alzó Idomeneo hacia el cielo las manos y la vista, e
invocando a Neptuno: «¡Oh poderoso dios! exclamó, tú
que tienes el imperio de las aguas, dígnate escuchar a un desgraciado:
si me dejas regresar a la isla de Creta, sin embargo del furor de los vientos,
inmolaré en holocausto de tu divinidad la primera cabeza que lleguen
a ver mis ojos.»
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Entre tanto apresurábase su hijo a abrazarle lleno de impaciencia
por volverle a ver: ¡desdichado! ignoraba que corría a su
perdición. Llegó el padre salvo al deseado puerto; daba gracias
a Neptuno por haber escuchado sus votos; mas en breve conoció cuán
funestos le eran. Presintiendo su desgracia arrepentíase de su indiscreto
voto, temía llegar al seno de su familia y ver de nuevo lo que le
era más caro. La cruel Némesis, deidad implacable que vela
para castigar a los hombres, y sobre todo a los reyes orgullosos, conducía
a Idomeneo con su invisible pero fatal mano. Llega, apenas se atreve a
levantar los ojos. Ve a su hijo, retrocede lleno de horror; y en vano procura
su vista encontrar otra cabeza menos querida que pueda servirle de víctima.
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Arrójase el hijo a los brazos del padre, y llena a todos de admiración
no corresponda éste a su ternura, le ve y comienza a correr su llanto.
«¡Oh padre mío! exclama, ¿cuál es la causa
de vuestra tristeza? ¿Podrá disgustaros después de
tan dilatada ausencia veros entre vuestros vasallos y llenar de júbilo
a vuestro hijo? ¿Qué ha hecho éste? ¡apartáis
la vista por no mirarle!» Traspasado de dolor Idomeneo nada respondía;
mas después de profundos y multiplicados suspiros: «¡Ah!
dijo, ¡qué te he prometido, Neptuno! ¡a qué precio
me has libertado del naufragio! vuélveme a las aguas, a las rocas
en donde debía estrellarme y acabar mi triste vida, deja vivir a
mi hijo. ¡Oh dios cruel! he aquí mi sangre, no se derrame
la suya», y al decir esto desnudó su espada para herirse;
mas le detuvieron los que se hallaban cerca de él.
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Asegurole el anciano Sofrónimo, intérprete de la voluntad
de los dioses, que podía aplacar a Neptuno sin sacrificar a su hijo.
«Imprudente, le dijo, ha sido vuestra promesa, no agrada a
los dioses que se les honre con crueldad; guardaos bien de añadir
a esta falta la de consumarla contra las leyes de la naturaleza. Presentad
a Neptuno cien toros blancos cual la nieve; corra la sangre de ellos en
derredor de su altar coronado de flores; quemad en honor suyo olorosos
inciensos.»
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Escuchaba esto Idomeneo silencioso y con la cabeza baja; brillaba el furor
en sus ojos; alterábase a cada momento el color de su rostro pálido
y desfigurado, y veíanse temblar sus miembros. «Vedme aquí,
padre mío, le decía su hijo entre tanto; vuestro hijo se
halla dispuesto a morir para aplacar a Neptuno; no excitéis su enojo,
yo muero contento, pues mi muerte asegura vuestra vida. Herid; no receléis
encontrar en mí un hijo indigno de vos que tema morir.»
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Entonces fuera de sí Idomeneo, y como poseído de las furias infernales, sorprendió a cuantos le observaban introduciendo la espada en el pecho de su hijo; sácala cubierta de sangre inocente para traspasar con ella sus propias entrañas, mas lograron impedirlo segunda vez los que le rodeaban.
Cae el hijo envuelto en su sangre, oscurecen sus ojos las sombras de la muerte procura abrirlos mas apenas son heridos de la luz no pueden soportarla. A la manera que el hermoso lirio cortado en su raíz por la aguda reja, desfallece y cae sin haber aún perdido el color blanco y hermoso que recreaba la vista, y sin que la tierra le nutra ya; así el hijo de Idomeneo, cual una tierna flor, pereció en la lozanía de su primera edad.
Quedó insensible el padre en el exceso de su dolor, sin saber dónde
se hallaba, qué hacia, ni debía hacer, y caminó vacilante
hacia la ciudad clamando por su hijo.
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Compadecido el pueblo del desgraciado hijo de Idomeneo, y lleno de horror
por la bárbara acción que acababa éste de ejecutar,
alzó la voz diciendo haberle entregado a las furias los justos dioses;
e introduciendo la discordia su ponzoña en los corazones de aquellos
habitantes, armáronse de palos y de piedras, llevados de su ciego
furor. Los cretenses, los sabios cretenses, olvidaron la prudencia que
tanto respetaran, y desconocieron al nieto del sabio Minos. Los adictos
a Idomeneo no encontraron para él otro medio de salvación
que conducirle de nuevo a la armada; y embarcándose con él
huyeron a merced de las aguas. Restablecida la calma en el corazón
de Idomeneo, manifestó su gratitud por haberle sacado de aquella
tierra regada con la sangre de su hijo, en donde no hubiera podido habitar,
y conduciéndolos el viento a la Hesperia fundaron un nuevo reino
en el país de los salentinos.
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Hallándose sin rey los cretenses, resolvieron elegir uno que mantuviese
la pureza de las leyes establecidas, para ello convocaron a los principales
ciudadanos de las cien ciudades de la isla celebraron varios sacrificios
reuniendo a todos los sabios más célebres de los países
vecinos para examinar la aptitud de los que parecieren dignos de gobernar;
prepararon juegos y ejercicios públicos para el combate de los candidatos,
pues deseaban dar la corona al que juzgasen vencedor, ora por los talentos
ora por la fuerza, a fin de lograr un rey esforzado y ágil, que
se hallase adornado de prudencia y sabiduría, y convocaron también
a todos los extranjeros.»
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Después de habernos referido Nausicrates tan maravillosa historia nos dijo: «Apresuraos, oh extranjeros, a concurrir a nuestra asamblea, combatiréis con los demás, y si los dioses conceden la victoria a uno de vosotros, reinará en la isla.» Seguímosle sin deseo de vencer, y sólo por la curiosidad de examinar tan extraordinario acontecimiento.
Llegamos a una especie de circo muy extenso, ceñido por un espeso bosque, en cuyo centro estaba preparada la arena para los combatientes, y en derredor de él había un grande anfiteatro formado de floridos céspedes, en donde se hallaba sentado por su orden innumerable concurso. Nos recibieron honrosamente, pues no hay sobre la tierra pueblo que ejerza la hospitalidad más generosa y religiosamente. Concediéronnos asiento y nos convidaron al combate; pero Mentor y Hazaël se excusaron, aquel por su avanzada edad, y éste por su quebrantada salud.
No me daba lugar a escusa alguna mi robustez y juventud; pero sin embargo
dirigí la vista a Mentor para descubrir su intención, y advirtiendo
deseaba que combatiese acepté la oferta que me hacían. Me
despojé de los vestidos, bañaron mis miembros con lustroso
y suave aceite, y me mezclé entre los combatientes. Decían
por todas partes era yo el hijo de Ulises, venido para alcanzar el premio,
y me reconocieron varios cretenses que habían estado en Ítaca
durante mi infancia.
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La lucha fue el primer combate, y venció a cuantos osaron presentarse
un rodio que contaría treinta y cinco años. Hallábase
todavía en el vigor de la juventud: eran sus brazos fornidos y nerviosos,
y descubríanse en ellos todos los músculos al menor movimiento
que hacían, su agilidad igualaba a su fuerza. No le parecí
yo digno de ser vencido, y mirando compasivo mis pocos años quiso
retirarse; pero presentándome ante él, nos asimos estrechándonos
tanto que nos era difícil respirar. El pecho del uno oprimía
el del otro, y pisándonos mutuamente el pie, enlazados nuestros
brazos cual dos serpientes, dirigíanse los esfuerzos de cada uno
a levantar de tierra al contrario. Ora procuraba sorprenderme inclinando
mi cuerpo a la derecha, ora haciéndolo con todas sus fuerzas hacia
la izquierda; pero mientras que por tales medios tanteaba las mías,
le estreché la cintura con tanta violencia que cayó en la
arena, arrastrándome al caer. Procuró en vano ponerse encima
de mí, pues le hice permanecer inmóvil debajo. «Victoria
al hijo de Ulises!», gritó el pueblo, y entonces ayudé
a levantarse al rodio confundido y avergonzado.
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Fue más difícil y peligroso el combate del cesto, pues había
adquirido gran reputación en él, el hijo de un rico ciudadano
de Samos. Venció a todos los demás; y sólo yo esperaba
vencerle. Diome al principio en la cabeza y después en el pecho
dos fuertes golpes, que me hicieron vomitar sangre y turbaron mi vista.
Vacilaba yo, pues me estrechaba tanto que podía apenas respirar;
mas reanimáronme las palabras de Mentor que exclamó: «¡Oh
hijo de Ulises! ¿serás vencido por ventura?» y dándome
la cólera nueva fuerza, burlé muchos golpes que me hubieran
aniquilado. Cuando el samio acababa de dirigirme uno, que no me alcanzó,
y tenía extendido el brazo e inclinado el cuerpo, alcé yo
el cesto para descargarle con más fuerza; quiso evitarlo, pero perdió
el equilibrio, proporcionándome la ocasión de hacerle caer,
así sucedió, y apenas le vi en tierra tendile el brazo para
ayudarle a levantarse, mas hízolo él solo cubierto de polvo
y sangre; su vergüenza fue grande; sin embargo, no osó renovar
el combate.
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Al momento comenzó la carrera de los carros, que se distribuyeron por suerte. Me cupo el menos ligero a causa de sus ruedas y poco vigor de los caballos. Emprendimos la carrera y se levantó una nube de polvo que cubrió el cielo. Al principio de ella dejé pasasen los demás, y un joven lacedemonio, llamado Crantor, los dejó atrás a todos. Seguíale de cerca un cretense nombrado Polícletes. Hipómaco, pariente de Idomeneo, y que aspiraba a sucederle, abandonó las riendas de sus caballos que humeaban cubiertos de sudor; iba inclinado sobre las flotantes crines de ellos, siendo tan veloz el movimiento de las ruedas de su carro, que parecían fijas cual las alas del águila cuando corta con rapidez los aires. Animáronse poco a poco mis caballos, dejé muy atrás a los que con tanto ardor habían comenzado la carrera; y castigando Hipómaco demasiado a los suyos, cayó el más vigoroso, dejando a su dueño sin la esperanza de reinar.
Inclinándose demasiado Polícletes sobre los que arrastraban
su carro no pudo mantenerse, y al impulso que dio un vaivén escapáronsele
las riendas de la mano, cayó, y no fue pequeña su fortuna
en evitar la muerte. Advirtiendo Crantor con indignación que me
hallaba muy cerca de él, aumentó sus esfuerzos, ora invocando
a los dioses, ora prometiéndoles ricas ofrendas, ora hablando a
sus caballos para animarlos. Recelaba pasase yo entre su carro y la meta,
porque mis caballos mejor manejados que los suyos se hallaban en estado
de aventajarle, y no le quedaba otro recurso que cerrarme el paso. Para
conseguirlo se aventuró a tropezar contra ella, y efectivamente
quebró una de las ruedas. Procuré dar con presteza la vuelta
para que este accidente no me impidiese llegar al término de la
carrera, a donde afortunadamente me vi a breves momentos, y segunda vez
gritó el pueblo: «¡Victoria al hijo de Ulises, pues
a él destinan los dioses para que reine sobre nosotros!»
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Nos reunimos después en un bosque sagrado en que no podían
penetrar los hombres profanos, y adonde fuimos conducidos por los cretenses
más sabios e ilustres, a quienes Minos había establecido
por jueces del pueblo y depositarios de las leyes; pero sólo admitieron
a los que habíamos combatido en los juegos. Abrieron el libro en
donde estaban reunidas las leyes de Minos. Al acercarme a aquellos ancianos
a quienes la edad hacia venerables, sin quitarles el vigor del alma, me
sentí lleno de respeto y vergüenza. Hallábanse sentados
por su orden, y permanecían inmóviles en sus asientos, tenían
unos blanco el cabello y carecían otros de él. Resplandecían
en sus rostros la gravedad, la prudencia y la calma. No se precipitaban
al hablar, ni decían otra cosa que lo que habían resuelto
decir. Cuando no era conforme su parecer, lo sostenían con moderación,
de modo que podía creerse eran todos de una misma opinión.
La dilatada experiencia de las cosas pasadas, y el hábito del trabajo
les suministraban grandes conocimientos sobre todo; pero lo que más
perfeccionaba su razón era la calma de ánimo, libre ya de
insensatas pasiones y de los caprichos de la juventud. Guiábales
solamente la sabiduría, y el fruto de sus ejercitadas virtudes les
proporcionaba el resultado de tener a raya las inclinaciones y de no escuchar
otra cosa que la razón. Admirábalos yo, y deseaba pasase
mi vida para llegar en breve a tan apreciable senectud; pues consideraba
infeliz la edad juvenil por ser impetuosa y distar tanto de la virtud pacífica
e ilustrada de aquellos ancianos.
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El primero de ellos abrió el libro de las leyes de Minos. Era grande,
y le custodiaban en una caja de oro que contenía además varios
perfumes. Besáronle todos con respeto, porque decían que
después de los dioses, de quienes proceden las buenas leyes, nada
hay tan sagrado a los ojos del hombre como las destinadas a hacerle bueno,
sabio y feliz, que aquellos que las tienen en su mano para gobernar a los
pueblos, deben dejarse siempre gobernar por ellas, que la ley y no el hombre
ha de reinar. Tal era el parecer de aquellos sabios; y en seguida propuso
el que presidía tres cuestiones, que debían ser resueltas
por las máximas de Minos.
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Fue la primera relativa a cuál sea el más libre entre todos los hombres. Respondieron unos que el rey que tiene sobre sus vasallos un poder absoluto, y triunfa de sus enemigos. Sostuvieron otros que el hombre que por su riqueza puede satisfacer todos sus deseos. Dijeron otros que el que jamás se casa, y viajando siempre por varios países no se sujeta a las leyes de ninguno. Imaginaron otros que el salvaje que se mantiene de la caza entre los bosques, independiente de las necesidades de la sociedad. Creyeron otros que el recién salido de la esclavitud, porque al verse exento de los rigores de ella, goza más que otro alguno las dulzuras de la libertad; y otros finalmente que el moribundo, porque la muerte le liberta de todo sin que ejerza poder sobre él el de todos los hombres reunidos.
No tuve dificultad en responder cuanto me tocó, porque no había
olvidado lo que tantas veces oí a Mentor. «El más libre
de todos los hombres, dije, es aquel que puede serlo en la esclavitud misma.
En cualquier país, en cualquier condición que viva, puede
ser libre con tal que sólo tema a los dioses; en una palabra, es
verdaderamente libre el que desnudo de temor y deseos se someta únicamente
a los dioses y a la razón.» Miráronse los ancianos
sonriéndose, y quedaron sorprendidos al ver que mi solución
era precisamente la de Minos.
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Propusieron después la segunda cuestión concebida en estos
términos: ¿Cuál es el más infeliz de todos
los hombres? Dijeron todos lo que les pareció, a saber: que el que
carece de bienes, de salud y de honor, que el que no cuenta con ningún
amigo, que el que tiene hijos ingratos e indignos de él; y por último
dijo un sabio de la isla de Lesbos: «El que cree serlo, porque la
desgracia depende menos de los padecimientos que se sufren que de la impaciencia
con que se acrecienta la desgracia misma.»
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Aplaudió toda la asamblea esta solución, y creyeron que el
lesbio obtendría el premio; mas preguntáronme y respondí
con arreglo a las máximas de Mentor. «Entre todos los hombres
ninguno más infeliz que un monarca que cree ser dichoso haciendo
miserables a sus vasallos, pues por su ceguedad es doblemente infeliz,
porque ni conoce su desgracia, ni puede evitarla al mismo tiempo que teme
conocerla. La verdad no puede llegar a él por entre la turba de
lisonjeros que le rodean, se ve tiranizado por sus pasiones; desconoce
sus deberes, y jamás ha gozado la satisfacción de producir
el bien, ni experimentado las delicias de la virtud. Vive infeliz y digno
de serlo, porque su desgracia se aumenta de día en día; corre
a su perdición, y los dioses se preparan a confundirle en un castigo
eterno.» Convino toda la asamblea en que yo había vencido
al sabio lesbio, y declararon los ancianos haber penetrado el verdadero
sentido de Minos.
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La tercera cuestión que propusieron fue esta: ¿Cuál
es preferible de dos reyes, uno conquistador e invencible en la guerra
y otro sin experiencia de ella, pero a propósito para gobernar con
sabiduría a sus vasallos en el seno de la paz? Respondió
la mayoría parte debía preferirse al primero; porque ¿de
qué sirve, decían, tener un rey que sepa gobernar con acierto
en la paz, si no sabe defender su territorio en la guerra? Le vencerán
sus enemigos haciendo esclavos a sus vasallos. Sostuvieron otros,
por el contrario, sería mejor un rey pacífico porque temiendo
la guerra la evitarla cuidadosamente; y otros dijeron que un rey conquistador
procuraría a la vez su gloria y la de sus pueblos, haciendo por
este medio a sus vasallos señores de las otras naciones, al paso
que el pacífico los tendría sumidos en vergonzosa ociosidad.
Quisieron saber mi parecer, y respondí de esta manera.
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«El rey que sólo sabe gobernar en la paz o en la guerra, y
que no es capaz de regir a sus pueblos en uno y otro estado, puede considerarse
que llena a medias sus deberes; mas si comparáis al que sólo
conoce la guerra con el que, sin ser práctico en ella, sabe sostenerla
por medio de sus caudillos cuando es necesaria, le hallaréis preferible
al otro. Un monarca dedicado absolutamente a la guerra, querrá hacerla
siempre para extender su dominación y su propia gloria, y así
arruinará a su pueblo. ¿Qué utilidad presta a una
nación el que su rey subyugue a las demás si es infeliz durante
su reinado? Además las guerras producen siempre grandes desórdenes,
y los mismos vencedores se corrompen en tales períodos de confusión.
Ved cuánto ha costado a la Grecia triunfar de Troya: carecer de
sus reyes por espacio de más de diez años. Cuando el fuego
de la guerra todo lo consume, debilítanse la agricultura y las artes,
y enérvase la acción de las leyes; porque aun los mejores
príncipes se ven obligados a causar grandes males para sostenerla,
tolerando la licencia y aprovechando los servicios de hombres malvados.
¡Cuántos de estos serían castigados en la paz, y cuya
audacia es preciso recompensar en el desorden de aquella! Nunca el pueblo
gobernado por un rey conquistador dejó de padecer por efecto de
su ambición, pues embriagado con el brillo de la gloria marcial,
arruina poco menos a la nación victoriosa que rige que a las vencidas.
El príncipe que carece de las cualidades necesarias para la paz,
no podrá hacer que sus vasallos gocen el fruto de una guerra terminada
felizmente, semejante al colono que defendiese su propiedad de la agresión
del vecino y que usurpase la de éste, pero sin saber cultivarla
ni sembrarla para recoger ningún fruto; pues parece haber nacido
para destruir, asolar y trastornar el mundo, y no para hacer feliz a su
pueblo gobernándole con sabiduría.
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Contraigámonos ahora al rey pacífico. Ciertamente no es a propósito para grandes conquistas, es decir, que no ha nacido para turbar la felicidad de su pueblo, deseoso de vencer a las demás naciones, que no ha sometido a su cetro la justicia; pero si lo es verdaderamente para gobernar en la paz, reúne todas las cualidades necesarias para poner en seguridad a sus pueblos contra las agresiones de sus enemigos. He aquí de qué manera: Justo, moderado, accesible a sus vecinos, jamás emprende contra ellos cosa alguna que pueda alterar la paz, fiel en las alianzas, le aman sus aliados, no les inspira recelo, y por lo mismo depositan en él una entera confianza. Si tienen algún vecino inquieto, altivo y ambicioso, únense a él para evitar que sea oprimido, pues como pacífico no les causa recelo al paso que temen al díscolo e inquieto. Su probidad, su buena fe, su moderación le hacen árbitro de todos los estados limítrofes; y mientras que el monarca emprendedor se hace odioso a sus iguales, y se ve expuesto incesantemente a coaliciones, tiene el que describimos la gloria de ser el padre, el tutor de todos los reyes. Tales son las ventajas que disfruta fuera de sus dominios.
Pero todavía son más sólidas las que goza en lo interior de ellos, pues sabiendo gobernar en la paz, supongo que ha de hacerlo por leyes sabias. Reprime el fausto, la ociosidad y todas las artes cuya utilidad se ciñe a lisonjear los vicios; haciendo florecer las que son útiles a las necesidades verdaderas de la vida, aplicando principalmente sus vasallos a la agricultura. Por medio de ella les proporciona la abundancia de las cosas necesarias; y este pueblo laborioso, sencillo en sus costumbres, habituado a vivir con poco, y adquiriendo fácilmente el sustento con el cultivo de la tierra, se multiplica prodigiosamente, presentando una población innumerable, sana, robusta, vigorosa, no debilitada por la sensualidad, ejercitada en la virtud, no apegada a las dulzuras de una vida infame y deliciosa, que sabe despreciar la muerte, y que antes moriría que perder la libertad que goza bajo el cetro de un rey sabio, dedicado a reinar para mantener el imperio de la razón. Ataque en buen hora sus dominios un pueblo belicoso, tal vez no le hallará bastante habituado a acampar, a ordenarse en batalla o a usar de las máquinas de guerra para formalizar el sitio de una plaza; mas le encontrará invencible por su multitud, valor, sufrimiento en las fatigas, hábito de soportar las privaciones, esfuerzo en los combates, y por una virtud que no sucumbirá ni aun a los más infelices acontecimientos. Además, si tal rey no fuese capaz de mandar por sí los ejércitos, pondrá a la cabeza de ellos caudillos que lo sean, de quienes sabrá aprovecharse sin deprimir su propia autoridad. Obtendrá socorros de sus aliados, preferirán sus vasallos la muerte a la dominación de otro rey violento e injusto, y los mismos dioses pelearán en su favor. ¡Ved cuántos recursos en medio de los mayores peligros!
Concluyo pues: el rey pacífico que ignora el arte de la guerra,
es monarca imperfecto, pues no sabe llenar uno de sus mayores deberes cual
es vencer a los enemigos; pero añado que es sin embargo infinitamente
superior al rey conquistador a quien faltan las cualidades necesarias en
la paz, y sólo es apto para la guerra.»
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Advertí en la asamblea muchas personas que no aprobaban esta opinión; porque la mayor parte de los hombres, alucinados con el brillo exterior de las cosas, dan la preferencia a las victorias y conquistas sobre lo que es sencillo y sólido como la paz y el buen orden de los pueblos; pero todos los ancianos declararon haber yo hablado como Minos.
«Veo cumplido, exclamó el primero de estos, un oráculo de Apolo sabido en toda la isla. Había consultado Minos a este dios para saber cuánto tiempo reinaría su dinastía, según las leyes que acababa de dictar; y respondiole Apolo: «Dejarán de reinar los tuyos cuando entre en la isla un extranjero para hacer reinar tus leyes.» Habíamos recelado viniese alguno a conquistar la isla de Creta; pero la desgracia de Idomeneo y la sabiduría del hijo de Ulises, que entiende cual ningún otro mortal las leyes de Minos, nos aclara el sentido del oráculo. ¿Por qué tardamos en colocar la corona sobre las sienes del que nos dan por rey los destinos?»
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