Sumario
Calipso interrumpe a Telémaco para que descanse. Repréndele
a solas porque había hecho tan exacta narración de sus aventuras
y le aconseja que las acabe de contar, pues que ya las había empezado.
Telémaco refiere que durante su navegación desde Tiro tuvo
un sueño en que vio a Venus y a Cupido contra quienes le protegía
Minerva, que después le pareció haber visto también
a Mentor que le exhortaba a que huyese de aquella isla, que al despertar
notó que se había levantado una borrasca en la que sin duda
hubiera perecido si él mismo no hubiera tomado el timón del
navío, porque los chipriotas se habían embriagado de modo
que no estaban en estado de dirigirle, que a su arribo a la isla vio con
horror los ejemplos más contagiosos, pero que hallándose
también en ella el sirio Hazaël, de quien Mentor había
venido a ser esclavo, le devolvió a este su sabio director y los
embarcó en su navío para llevarlos a Creta, en cuya travesía
vieron el hermoso espectáculo de Amfitrite en su carro tirado de
caballos marinos.
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Libro IV
Inmóvil había permanecido Calipso arrebatada de gozo escuchando
las aventuras de Telémaco; mas le interrumpió recordándole
la necesidad de descanso. «Tiempo es, le dijo, de que vayáis
a disfrutar las dulzuras del sueño después de tantos trabajos.
Aquí nada debéis temer, todo os es propicio. Regocijaos y
disfrutad la paz y todos los demás beneficios de que van a colmaros
los dioses; y mañana cuando la Aurora descubra con su purpúrea
mano las puertas doradas del oriente, y cuando los caballos de Febo salgan
de las aguas para difundir la luz del día ahuyentando las estrellas
que reverberan en el éter, volveremos a emprender la historia de
vuestros infortunios. ¡Caro Telémaco, nunca Ulises os igualó
en valor y sabiduría! Aquiles vencedor de Héctor, Teseo después
de su salida del averno, hasta el grande Alcides que purgó la tierra
de tantos monstruos, no mostraron jamás tal esfuerzo y valor
como vos. Ojalá que rendido al dulce sueño se os haga corta
la noche; mas ¡ay! ¡cuán larga será para mí!
¡cuánto se retardará el placer de veros, de escucharos
y de haceros referir de nuevo lo que ya sé y lo que aún no
me habéis referido! Retiraos con el sabio Mentor a quien os han
restituido los dioses; id a esa gruta retirada en donde todo se halla preparado
para que descanséis. Quiera Morfeo derramar los más dulces
encantos sobre vuestros cansados párpados, que circule por vuestros
fatigados miembros un bálsamo divino, y que se presenten a vuestra
fantasía las más placenteras imágenes, que volando
risueñas en torno vuestro embriaguen de placer los sentidos, alejando
cuanto pueda sacaros de los brazos del sueño.»
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Ella misma condujo a Telémaco a una gruta separada de la suya, que
no era menos rústica, ni menos agradable. Corría desde el
extremo de ella una fuente, cuyo murmullo convidaba al sueño, y
allí habían preparado las ninfas dos lechos de tierna y olorosa
verdura, y extendido sobre ellos dos hermosas pieles, una de león
para Telémaco y otra de oso para Mentor.
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«Os habéis dejado llevar, dijo éste a Telémaco
antes que el sueño cerrase sus ojos, de la satisfacción de
referir vuestras aventuras y encantado a Calipso describiendo los peligros
de que os han sacado el valor y la astucia, y con ello no habéis
hecho otra cosa que inflamar más y más su corazón
preparándoos una esclavitud más duradera. ¿Cómo
esperáis que os deje salir de esta isla habiéndola encantado
vuestra narración? El amor de una gloria vana os ha hecho olvidar
la prudencia. Prometió decir los sucesos ocurridos a Ulises y cuál
haya sido su destino mas ha encontrado medio de hablar mucho sin decir
nada, comprometiéndoos a explicar cuanto deseaba saber. He aquí
los ardides de las mujeres lisonjeras y apasionadas. ¿Cuándo
tendréis, ¡oh Telémaco!, cordura y discreción
para que la vanidad no dicte vuestras palabras? ¿Cuándo sabréis
callar lo que os sea ventajoso y no debáis decir? Admiran todos
vuestra prudencia en una edad en que es disimulable no tenerla; pero yo
nada puedo disimularos, porque soy el único que os conoce y que
os ama bastante para dejar de advertiros vuestros yerros. ¡Cuán
distante os halláis todavía de la cordura de vuestro padre
Ulises!
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¿Cómo, pues, dijo Telémaco, podía yo negarme
a referir a Calipso mis desgracias? No, replicó Mentor, debíais
hacerlo, mas únicamente de aquello que pudiera excitar su compasión.
Dijerais que os habíais visto, ora errante, ora cautivo en Sicilia
y en Egipto, esto era suficiente; lo demás sólo ha servido
para dar pábulo al veneno que abrasa sus entrañas. ¡Quieran
los dioses preservar de él vuestro corazón!
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Apenas acababa el encendido Febo de difundir sus primeros rayos sobre el
horizonte, cuando oyó Mentor los acentos de la diosa que llamaba
a las ninfas en el bosque, y despertó a Telémaco diciéndole:
«Tiempo es ya de abandonar el sueño. Vamos a ver a Calipso;
pero desconfiad de sus lisonjeras palabras, no descubráis vuestro
corazón, temed la ponzoña de sus alabanzas. Ayer os encumbró
sobre la gloria de Ulises, sobre la del invencible Aquiles, del famoso
Teseo y hasta del inmortal Hércules. ¿No conocéis
el exceso de tal ponderación? ¿Creísteis lo que os
dijo? Pues sabed que tampoco ella lo cree. Os alaba porque os considera
débil y demasiado vano para dejaros seducir, celebrando con exageración
vuestras acciones.»
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Dicho esto pasaron a donde los esperaba la diosa. Sonriose al verlos ocultando
bajo esta apariencia de gozo el temor que la inquietaba, pues preveía
que conducido Telémaco por Mentor huiría de ella como Ulises.
Apresuraos, Telémaco; dijo, a satisfacer mi curiosidad, durante
la noche he creído veros partir de Fenicia para buscar nuevo destino
en la isla de Chipre, decidnos, pues, el término de este viaje,
no perdamos un momento; y en seguida sentáronse a la agradable sombra
de un espeso bosque, sobre la hermosa yerba tapizada de fragantes violetas.
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Sin cesar dirigía Calipso la vista a Telémaco pintándose en sus ojos el amor y la ternura; pero al mismo tiempo se llenaba de indignación notando observaba Mentor con el mayor cuidado todas sus acciones. Entre tanto guardaban silencio las ninfas, y prestaban atención colocadas en forma de medio círculo para ver y escuchar más fácilmente, y todos inmóviles tenían fija la vista en el gallardo joven.
Bajó éste los párpados, y suspirando con mucha gracia
continuó así el hilo de su narración.
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No bien hinchó las velas un viento favorable, cuando desapareció
a nuestros ojos la tierra de Fenicia. Como iba en compañía
de los chipriotas, cuyas costumbres ignoraba, resolví callar, notarlo
todo y observar las reglas que dicta la prudencia para captarme su estimación;
mas durante mi silencio se apoderó de mí un sueño
agradable, que embotó mis sentidos sumergiéndome en una calma,
en un gozo profundo que embriagó mi corazón.
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Irritado el Amor al oír estas palabras, desapareció volando,
y remontándose Venus hacia el Olimpo, vi por largo tiempo el carro
y las palomas en una nube de oro y azul; mas al fin la perdí de
vista. Bajé los ojos a la tierra y ya no hallé a Minerva.
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Pareciome haber sido trasportado a un delicioso jardín tal como
describen los campos Elíseos, en donde vi a Mentor que me dijo estas
palabras: «Huid de esta tierra cruel, de esta corrompida isla en
donde sólo se respira sensualidad. La más sólida virtud
debe temblar en ella, y sólo puede salvarse huyendo. Al verle quise
abrazarle, mas sentí que no podían moverse mis pies, que
desfallecían mis rodillas, y que procurando alcanzar con las manos
a Mentor, buscaban una sombra vana que jamás podía encontrar.
Estos esfuerzos ahuyentaron el sueño, y conocí que aquella
misteriosa visión era un aviso celestial, sintiéndome animoso
contra los placeres; y desconfiando de mí mismo, detesté
la vida sensual de los chipriotas; pero lo que afligió mi corazón
fue haber creído no existía ya Mentor, y que después
de atravesar las aguas de la Estigia habitaba la dichosa mansión
de las almas justas.
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Esta idea me hizo derramar un torrente de lágrimas. Preguntáronme por qué lloraba, y yo les respondí: «demasiado debe llorar un desventurado extranjero que vaga errante sin esperanza de volver a su patria.» Entregáronse todos los chipriotas que iban a bordo de la nave a una inconsiderada alegría. Los remeros, enemigos del trabajo, dormían sobre los remos; coronado de flores el piloto, abandonaba el timón; tenía en la mano una gran copa de vino que casi había consumido, y agitados los demás por los furores de Baco entonaban cánticos capaces de causar horror a cuantos aman la virtud, en loor de Venus y de Cupido.
Mientras que así olvidaban los peligros que ofrece el mar, se oscureció
el cielo y agitó las aguas una repentina borrasca. Desencadenados
los vientos bramaban con furor soplando contra las velas, y estrellábanse
las espumosas olas en los costados de la nave, que crujía al recibir
multiplicados golpes. Ora nos remontábamos sobre las irritadas olas,
ora parecía elevarse las aguas sobre la nave para precipitamos en
su seno. Descubríamos cerca de nosotros quebradas rocas, contra
las cuales embestían con horrísono estruendo las aguas; y
entonces conocí por experiencia que los hombres corrompidos
por los placeres, carecen de ánimo en los peligros, como tantas
veces lo había oído decir a Mentor. Consternados los chipriotas
lloraban cual mujeres; sólo se oían lamentos, lastimeros
ayes por dejar las delicias de la vida, y promesas a los dioses de algún
sacrificio si arribaban al puerto. Pero ninguno tenía el ánimo
necesario para mandar ni ejecutar las maniobras, y creí que salvando
mi vida debía salvar también la de los demás. Empuñé
el timón, pues perturbado el piloto por el vino, cual si estuviera
en una bacanal, no se hallaba en estado de conocer el peligro que corría
la nave; alenté a los asustados marineros, les hice amainar las
velas, remaron esforzadamente, y aunque vimos de cerca los horrores de
la muerte, burlamos todos los escollos.
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Mirábanme con asombro los que me eran deudores de la vida, a quienes
pareció un sueño el éxito de la azarosa borrasca.
Arribamos a la isla de Chipre en el mes de la primavera, consagrado a Venus,
pues decían aquellos naturales ser la época más propia
de esta divinidad; porque al parecer se anima la naturaleza produciendo
los placeres del mismo modo que las flores.
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Llegado a la isla sentí un aire agradable que a la vez laxaba la
fibra inclinando a la pereza, e inspiraba alegría y liviandad; y
noté hallarse casi inculta la campiña, sin embargo de ser
aquella tierra naturalmente fértil, lo cual me hizo conocer eran
sus naturales poco laboriosos. Por todas partes vi al bello sexo que adornado
con desenvoltura se dirigía al templo de Venus entonando cánticos
en loor de esta diosa, y en cuyos rostros sobresalían a un tiempo
la belleza, las gracias, el gozo y la sensualidad; mas su gracia era afectada,
pues no se descubría aquella noble sencillez, aquel insinuante pudor
que forma la mayor hermosura. Su aire muelle y afeminado, el artificio
estudiado de sus rostros, los vanos adornos, paso lánguido, miradas
que parecían buscar al sexo opuesto, rivalidad por inspirar vehementes
pasiones, y en una palabra, todo era en ellas despreciable, y esforzándose
para agradar, dejaban de agradarme.
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Condujéronme al templo de Citeres dedicado a Venus, en el cual y en los de Idalia y Pafos se la adora particularmente, aunque tiene otros muchos en aquella isla. Era el templo de mármol, y su forma de un perfecto peristilo, sus columnas de tal grosura y elevación que hacían majestuoso el edificio. Sobre el arquitrabe y el friso sobresalían en cada una de sus fachadas grandes medallones, en donde se veían esculpidas de bajo-relieve las aventuras más agradables de aquella deidad; y a todas horas había a la puerta del templo multitud de personas que llegaban a él a presentar sus ofrendas.
Jamás se degüella víctima alguna en el recinto de aquel
lugar sagrado, ni se quema tampoco como en otros templos la grasa de los
toros, ni se derrama su sangre, y solamente se presentan ante el altar
las víctimas que se ofrecen, sin que pueda hacerse de ninguna que
no sea nueva, blanca, y sin defecto ni mancha, cubiertas siempre de bandas
de púrpura bordadas de oro, dorados sus cuernos y adornados de ramilletes
de olorosas flores, y después de haber sido presentadas delante
del altar, las conducen a un sitio retirado en donde las degüellan
para que sirvan en los festines de los sacerdotes de la diosa.
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Ofrecen también toda clase de aguas olorosas y vino más dulce
que el néctar. Los sacerdotes visten largas túnicas blancas
con cinturones de oro y franjas de la misma clase en la falda de ellas.
Día y noche queman en los altares los más exquisitos perfumes
del oriente, los cuales forman una densa nube que se eleva hacia
el cielo. Penden festones de las columnas del templo, son de oro todos
los vasos que sirven para los sacrificios, y ciñe su recinto un
bosque sagrado de mirtos. Sólo pueden presentar las víctimas
a los sacerdotes y atreverse a encender el fuego en los altares, los varones
jóvenes o las hembras de extraordinaria belleza; mas deshonran aquel
magnífico templo la disolución y la impudencia.
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Causábame horror al principio cuanto veía; pero insensiblemente fui acostumbrándome a ello. El vicio no me asustaba, y cuantos me acompañaban me inspiraban cierta especie de inclinación a la sensualidad. Burlábanse de mi inocencia y pudor, y mi reserva era el escarnio de aquellos habitantes disolutos. Nada dejaron de hacer para excitar en mí todas las pasiones: tendíanme lazos para despertar en mi corazón el gusto a los placeres. Sentíame más débil cada día, y apenas bastaba a sostenerme la buena educación que había recibido; pero mis buenos propósitos se evaporaban, viéndome sin fuerzas para resistir el mal que me rodeaba por todas partes, y aún me ruborizaba de ser virtuoso, a la manera que es arrastrado por la corriente el que nadando en un caudaloso río rompe las aguas al principio, logra vencer su acelerado curso, mas llegando a la escarpada ribera ni puede salir a ella ni mantenerse, y abandonándole las fuerzas poco a poco quedan sin acción sus fatigados miembros y perece anegado.
Del mismo modo desfallecía el corazón y comenzaban a oscurecerse
mis ojos, sin que pudiese recobrar la razón, ni recordar la memoria
y virtudes de mi padre, habiendo acabado de desalentarme el sueño
en que me pareció ver al sabio Mentor en los campos Elíseos.
Apoderábase de mí una languidez interior agradable; amaba
la ponzoña lisonjera que corría por mis venas y penetraba
hasta la médula de mis huesos. Sin embargo, lanzaba todavía
profundos suspiros, vertía amargas lágrimas, rugía
como un furioso león. «¡Oh desventurada juventud!, decía,
¡Oh dioses que os burláis cruelmente de los hombres! ¿por
qué les hacéis pasar por esta edad que puede llamarse locura
y fiebre ardiente? ¡Ah! ¡por qué no veo mi cabeza encanecida,
agobiado mi cuerpo y próximo a la tumba cual Laërtes mi abuelo!
la muerte sería para mí menos terrible que la flaqueza vergonzosa
en que me hallo.»
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Conocía así templarse mi dolor después de hablar,
y que embriagado mi corazón de una pasión frenética
casi olvidaba, el pudor; mas después veíame sumido en un
abismo de remordimientos. Mientras duraba esta agitación, vagaba
de una parte a otra del bosque sagrado cual la cierva que herida por el
cazador atraviesa corriendo la dilatada selva buscando el alivio de su
dolor, mas habiendo penetrado la flecha en su costado corre con ella el
cruel instrumento de su muerte. Del mismo modo corría yo en vano
procurando olvidarme de mí mismo; mas nada remediaba la herida de
mi corazón.
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Así me encontraba cuando vi a bastante distancia y entre la espesa sombra del bosque al sabio Mentor; pero pareciome tan pálido su rostro, tan triste y austero que no experimenté ningún placer. «¿Sois vos, exclamé, o caro amigo, mi única esperanza? ¿sois vos? ¡Qué! ¿sois vos mismo, o viene a engañar mis ojos una visión falaz? ¿sois vos Mentor? ¿es todavía vuestra sombra sensible a mis desgracias? ¿no os halláis en el número de las almas afortunadas que gozan la recompensa de su virtud, y a quienes dan los dioses goces puros en una paz eterna en los campos Elíseos? Hablad, Mentor, ¿vivís todavía?
¿Seré tan feliz que aun pueda poseeros, o bien sois una sombra
vana?» Diciendo estas palabras corría yo hacia él enajenado,
pudiendo apenas respirar. Esperábame él tranquilamente y
sin dar un paso hacia mí. ¡Oh dioses! ¡vosotros sabéis
cuál fue mi júbilo cuando mis manos le tocaron! «¡No,
no es una vana sombra, yo toco, yo abrazo a mi querido Mentor!» Así
exclamé; y entre tanto hallaban mis lágrimas su rostro, permanecía
abrazado a su cuello sin poder articular palabra, y él me miraba
triste y poseído de una afectuosa compasión.
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Finalmente le dije: «¿De dónde venís? ¡en
qué peligros me he visto durante vuestra ausencia! ¿y qué
seria de mí sin vos en esta ocasión? ¡Huid!, me respondió
con voz terrible sin satisfacer a mis preguntas; ¡huid con
presteza! Aquí sólo produce veneno la tierra; el aire que
se respira está emponzoñado; y corrompidos los hombres, sólo
se comunican para transmitir un veneno mortal. La vil e infame sensualidad,
que es la más horrible de las plagas que abortó la caja de
Pandora, enerva los corazones y destierra todas las virtudes. ¡Huid!
¿qué os detiene? ni aun volváis el rostro cuando os
alejéis de esta execrable isla, borrad de vuestra memoria hasta
el menor recuerdo de ella.»
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Dijo, y al momento advertí disiparse una especie de nube densa que
me dejó ver con toda su pureza la verdadera luz, y renacer en mi
corazón la alegría; pero alegría bien diferente de
la sensual y voluptuosa que había embotado mis sentidos, pues esta
producía en mí la inquietud y enajenamiento, interrumpidos
de accesos de furor y de agudos remordimientos, y aquella, por el contrario,
satisfacía mi razón proporcionándome un no sé
qué de felicidad celestial, permanente e inalterable, de tal naturaleza
que arrebataba mi alma sirviéndome de mayor consuelo a proporción
que se introducía en ella. Entonces me arrancó el gozo las
lágrimas y conocí cuán agradable es llorar por tal
causa. «¡Felices, exclamé, aquellos a quienes se muestra
la virtud con toda su belleza! ¡Podrá conocerse sin apreciarla!
¡podrá apreciarse sin ser feliz!»
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«Debo dejaros, interrumpió Mentor, parto, no puedo detenerme.»
«¿Adónde vais?» le repliqué. «¿A
qué tierra por inhabitable que sea no os seguiré? No penséis
apartaros de mí, antes moriré siguiendo vuestras huellas»;
y al decirle estas palabras le estrechaba en mis brazos con todas mis fuerzas.
«En vano es, me dijo, pretendáis detenerme, porque el cruel
Metofis me vendió a los árabes o etíopes, y habiendo
pasado estos a Damasco en la Siria para traficar, quisieron deshacerse
de mí pensando adquirir una suma considerable de Hazaël, que
deseaba hallar un esclavo griego para instruirse de las costumbres de la
Grecia y de nuestras ciencias, y en efecto me compró Hazaël
por crecido precio. Lo que le he referido acerca de nuestras costumbres,
le ha excitado a pasar a la isla de Creta para aprender las sabias leyes
de Minos. Los vientos nos han obligado a recalar en la de Chipre, y ha
venido al templo para presentar sus ofrendas en tanto que comienza a soplar
el que nos sea favorable; hele allí; ya sale; los vientos nos llaman;
ya se hinchan nuestras velas: adiós, caro Telémaco; un esclavo
que teme a los dioses debe seguir fielmente a su señor. Ellos impiden
que sea libre mi voluntad, si lo fuese, también saben que sólo
sería vuestro. Adiós, acordaos de los trabajos de Ulises
y de las lágrimas de Penélope; acordaos de los justos dioses.
¡Oh deidades, protectoras de la inocencia, en qué país
me es forzoso abandonar a Telémaco!»
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A este tiempo llamó Hazaël a Mentor; postréme ante él,
y le sorprendió ver en tal postura a un desconocido. ¿Qué
queréis? me dijo. La vida, respondí, pues no podré
conservarla si no me permitís seguir a Mentor, que es esclavo vuestro.
Soy el hijo del grande Ulises, rey el más sabio de los de Grecia
que han destruido la soberbia ciudad de Troya, célebre en toda el
Asia. No os hablo de mi nacimiento por orgullo, sino para que mis desgracias
os exciten a la piedad. He buscado a Ulises por la dilatada extensión
de los mares, en compañía de este hombre que era mi segundo
padre. Para colmo de mis infortunios me le ha arrebatado la fortuna y le
ha hecho esclavo vuestro, permitid que yo lo sea también. Si es
cierto que amáis la justicia, y que corréis a Creta para
aprender las leyes del sabio rey Minos, hallen acogida en vuestro
corazón mis lágrimas y mis suspiros. Aquí tenéis
al heredero de un reino, que se ve reducido a pedir la esclavitud como
su único remedio. En otro tiempo quise morir en Sicilia por evitarla;
mas ¡ay! mis primeras desgracias eran sólo anuncios de los
ultrajes que me preparaba el destino, y en prueba de ello me encuentro
ahora temeroso de no ser recibido en el número de vuestros esclavos.
¡Ved, oh dioses, mis males! ¡Oh Hazaël! acordaos de Minos,
cuya sabiduría admiráis, y que ha de juzgarnos un día
en el oscuro reino de Plutón.
«No ignoro la sabiduría y virtudes de Ulises, me dijo Hazaël, mirándome bondadosamente y extendiendo su brazo para alzarme, varias veces me ha referido Mentor la gloria que adquirió entre los griegos; además de que su nombre se ha extendido entre todos los pueblos de oriente con celebridad. Seguidme, hijo de Ulises; yo os serviré de padre hasta que hayáis encontrado al que os dio el ser, pues aun cuando fuese insensible a la gloria de éste, a sus infortunios y a los vuestros, la amistad de Mentor me empeñaría en cuidar de vos. Cierto es que lo he adquirido como esclavo, mas le conservo como un amigo fiel; y la suma que desembolsé al adquirirle me ha proporcionado el mejor amigo, a él debo la sabiduría y el amor a la virtud que arde en mi pecho. Ya es libre; también lo sois vos, sólo os pido a ambos el afecto de vuestro corazón.»
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Adelantose Hazaël hacia la orilla y le seguimos, entramos en la nave,
azotaron los remeros las pacíficas olas; dio impulso a nuestras
velas una ligera brisa, que animando el bajel le movió suavemente,
y en breve desapareció la isla de Chipre. Hallábase Hazaël
impaciente por penetrar mis sentimientos, y me preguntó cuál
era mi opinión acerca de las costumbres de aquella isla. Díjele
con ingenuidad los peligros que corriera en ella mi juventud, y la lucha
interior que había sufrido. Complaciose notando mi horror al vicio,
y dijo estas palabras: «¡Oh Venus, conozco vuestro poder y
el de vuestro hijo, he quemado inciensos en vuestros altares; pero permitid
deteste la infame sensualidad de los habitantes de la isla de Chipre, y
la impudencia con que celebran vuestras fiestas!»
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En seguida hablaron él y Mentor de aquella primera causa que creó
cielo y tierra; de aquella luz perpetua e inalterable que todo lo alumbra
sin dividirse; de aquella universal y suprema verdad que ilumina los espíritus
como el sol los cuerpos. El que jamás ha visto, decía, aquella
pura luz, puede compararse con el ciego de nacimiento, pues pasa la vida
en una oscura noche, semejante a los pueblos que no alumbra el sol durante
algunos meses del año, considérase sabio y es insensato;
cree verlo todo y todo se le oculta; muere sin haber visto nada; y descubre
cuando más, tinieblas, falsos resplandores, vanas sombras, y fantasmas
que nada tienen de realidad. Así son arrastrados los hombres por
el placer de los sentidos y las delicias de la imaginación. Ninguno
sobre la tierra puede llamarse tal verdaderamente, sino el que busca, aprecia
y sigue a la razón, que nos inspira cuando pensamos rectamente y
nos reprende si caemos en el error. A ella lo debemos todo; y es como un
grande océano de luz, de donde salen a manera de pequeños
arroyos los entendimientos humanos para volver a él, y perderse
en el inmenso caudal de su origen.
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Sin embargo de que aún no comprendía yo perfectamente la
profunda sabiduría de este discurso, halléle puro y sublime,
inflamábase mi corazón, y brillaba al parecer la hermosa
verdad en todas sus palabras. Continuaron hablando del origen de los dioses,
de los héroes y poetas, del siglo de oro, del diluvio, de las primeras
historias de la especie humana, del Leteo o río del olvido en donde
se anegan las almas de los muertos, de las penas eternas preparadas al
impío en la oscura mansión del Tártaro, y de aquella
paz dichosa que goza el justo en los campos Elíseos sin temor de
perderla.
Mientras hablaban Hazaël y Mentor, descubrimos muchos delfines cubiertos de una escama que parecía de oro y azul, los cuales elevaban las aguas en torbellinos de espuma. En pos de ellos venían los tritones sonando las trompas con sus retorcidas caracolas en torno del carro de Anfitrite, arrastrado por dos caballos marinos más blancos que la nieve, que cortando las aguas señalaban su camino por el surco que seguía su dirección; arrojaban fuego sus ojos, humo sus bocas. Era el carro de la diosa una concha de maravillosa estructura, blanca cual el marfil y sus ruedas de oro, cuyo acelerado movimiento parecía ser un vuelo sobre la superficie de las pacíficas aguas. Nadaban en derredor del carro varias ninfas coronadas de flores, cuyas hermosas cabelleras descendían sobre la espalda flotando a merced del viento. Empuñaba la diosa en una mano el cetro de oro con que manda las aguas, y con la otra sujetaba al pequeño dios Palemon su hijo, que sentado sobre la rodilla pendía de su pezón. Resplandecía en su rostro la serenidad, y una especie de majestad agradable que ahuyentaba los vientos inquietos y las oscuras nubes. Guiaban los tritones con riendas doradas a los caballos, y flotaba encima del carro una vela de púrpura, medio hinchada por el soplo de multitud de ligeros céfiros que se esforzaban a arrojar su aliento. En el espacio de los aires veíase a Eolo presuroso e inquieto, cuyo aspecto melancólico, frente arrugada, largas y pobladas cejas, y vista encendida y sombría, rechazaban las nubes e imponían silencio a los fieros aquilones. Ballenas enormes, y otros monstruos marinos, salían acelerados de las grutas profundas que les sirven de guarida deseosos de ver a la diosa, y alteraba las aguas el soplo repetido de su prodigiosa nariz.