Libro IV


Sumario

     Calipso interrumpe a Telémaco para que descanse. Repréndele a solas porque había hecho tan exacta narración de sus aventuras y le aconseja que las acabe de contar, pues que ya las había empezado. Telémaco refiere que durante su navegación desde Tiro tuvo un sueño en que vio a Venus y a Cupido contra quienes le protegía Minerva, que después le pareció haber visto también a Mentor que le exhortaba a que huyese de aquella isla, que al despertar notó que se había levantado una borrasca en la que sin duda hubiera perecido si él mismo no hubiera tomado el timón del navío, porque los chipriotas se habían embriagado de modo que no estaban en estado de dirigirle, que a su arribo a la isla vio con horror los ejemplos más contagiosos, pero que hallándose también en ella el sirio Hazaël, de quien Mentor había venido a ser esclavo, le devolvió a este su sabio director y los embarcó en su navío para llevarlos a Creta, en cuya travesía vieron el hermoso espectáculo de Amfitrite en su carro tirado de caballos marinos.
 

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Libro IV

     Inmóvil había permanecido Calipso arrebatada de gozo escuchando las aventuras de Telémaco; mas le interrumpió recordándole la necesidad de descanso. «Tiempo es, le dijo, de que vayáis a disfrutar las dulzuras del sueño después de tantos trabajos. Aquí nada debéis temer, todo os es propicio. Regocijaos y disfrutad la paz y todos los demás beneficios de que van a colmaros los dioses; y mañana cuando la Aurora descubra con su purpúrea mano las puertas doradas del oriente, y cuando los caballos de Febo salgan de las aguas para difundir la luz del día ahuyentando las estrellas que reverberan en el éter, volveremos a emprender la historia de vuestros infortunios. ¡Caro Telémaco, nunca Ulises os igualó en valor y sabiduría! Aquiles vencedor de Héctor, Teseo después de su salida del averno, hasta el grande Alcides que purgó la tierra de tantos monstruos, no mostraron  jamás tal esfuerzo y valor como vos. Ojalá que rendido al dulce sueño se os haga corta la noche; mas ¡ay! ¡cuán larga será para mí! ¡cuánto se retardará el placer de veros, de escucharos y de haceros referir de nuevo lo que ya sé y lo que aún no me habéis referido! Retiraos con el sabio Mentor a quien os han restituido los dioses; id a esa gruta retirada en donde todo se halla preparado para que descanséis. Quiera Morfeo derramar los más dulces encantos sobre vuestros cansados párpados, que circule por vuestros fatigados miembros un bálsamo divino, y que se presenten a vuestra fantasía las más placenteras imágenes, que volando risueñas en torno vuestro embriaguen de placer los sentidos, alejando cuanto pueda sacaros de los brazos del sueño.»
 

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     Ella misma condujo a Telémaco a una gruta separada de la suya, que no era menos rústica, ni menos agradable. Corría desde el extremo de ella una fuente, cuyo murmullo convidaba al sueño, y allí habían preparado las ninfas dos lechos de tierna y olorosa verdura, y extendido sobre ellos dos hermosas pieles, una de león para Telémaco y otra de oso para Mentor.
 

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     «Os habéis dejado llevar, dijo éste a Telémaco antes que el sueño cerrase sus ojos, de la satisfacción de referir vuestras aventuras y encantado a Calipso describiendo los peligros de que os han sacado el valor y la astucia, y con ello no habéis hecho otra cosa que inflamar más y más su corazón preparándoos una esclavitud más duradera. ¿Cómo esperáis que os deje salir de esta isla habiéndola encantado vuestra narración? El amor de una gloria vana os ha hecho olvidar la prudencia. Prometió decir los sucesos ocurridos a Ulises y cuál haya sido su destino mas ha encontrado medio de hablar mucho sin decir nada, comprometiéndoos a explicar cuanto deseaba saber. He aquí los ardides de las mujeres lisonjeras y apasionadas. ¿Cuándo tendréis, ¡oh Telémaco!, cordura y discreción para que la vanidad no dicte vuestras palabras? ¿Cuándo sabréis callar lo que os sea ventajoso y no debáis decir? Admiran todos vuestra prudencia en una edad en que es disimulable no tenerla; pero yo nada puedo disimularos, porque soy el único que os conoce y que os ama bastante para dejar de advertiros vuestros yerros. ¡Cuán distante os halláis todavía de la cordura de vuestro padre Ulises!
 

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     ¿Cómo, pues, dijo Telémaco, podía yo negarme a referir a Calipso mis desgracias? No, replicó Mentor, debíais hacerlo, mas únicamente de aquello que pudiera excitar su compasión. Dijerais que os habíais visto, ora errante, ora cautivo en Sicilia y en Egipto, esto era suficiente; lo demás sólo ha servido para dar pábulo al veneno que abrasa sus entrañas. ¡Quieran los dioses preservar de él vuestro corazón!
 

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     ¿Qué haré pues? exclamó Telémaco con docilidad. «No es ya tiempo, respondió Mentor, de ocultar el resto de vuestras aventuras, pues sabe Calipso demasiado para dejarse engañar en lo que aún ignora, y vuestra reserva sólo serviría para irritarla. Terminad mañana la relación de cuanto han hecho los dioses en beneficio vuestro, y sed más cauto en adelante para hablar de lo que pueda atraeros alguna alabanza.»
 
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     Recibió Telémaco amistosamente tan acertado consejo; y entregáronse al descanso.
 

     Apenas acababa el encendido Febo de difundir sus primeros rayos sobre el horizonte, cuando oyó Mentor los acentos de la diosa que llamaba a las ninfas en el bosque, y despertó a Telémaco diciéndole: «Tiempo es ya de abandonar el sueño. Vamos a ver a Calipso; pero desconfiad de sus lisonjeras palabras, no descubráis vuestro corazón, temed la ponzoña de sus alabanzas. Ayer os encumbró sobre la gloria de Ulises, sobre la del invencible Aquiles, del famoso Teseo y hasta del inmortal Hércules. ¿No conocéis el exceso de tal ponderación? ¿Creísteis lo que os dijo? Pues sabed que tampoco ella lo cree. Os alaba porque os considera débil y demasiado vano para dejaros seducir, celebrando con exageración vuestras acciones.»
 

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     Dicho esto pasaron a donde los esperaba la diosa. Sonriose al verlos ocultando bajo esta apariencia de gozo el temor que la inquietaba, pues preveía que conducido Telémaco por Mentor huiría de ella como Ulises. Apresuraos, Telémaco; dijo, a satisfacer mi curiosidad, durante la noche he creído veros partir de Fenicia para buscar nuevo destino en la isla de Chipre, decidnos, pues, el término de este viaje, no perdamos un momento; y en seguida sentáronse a la agradable sombra de un espeso bosque, sobre la hermosa yerba tapizada de fragantes violetas.
 

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     Sin cesar dirigía Calipso la vista a Telémaco pintándose en sus ojos el amor y la ternura; pero al mismo tiempo se llenaba de indignación notando observaba Mentor con el mayor cuidado todas sus acciones. Entre tanto guardaban silencio las ninfas, y prestaban atención colocadas en forma de medio círculo para ver y escuchar más fácilmente, y todos inmóviles tenían fija la vista en el gallardo joven.

     Bajó éste los párpados, y suspirando con mucha gracia continuó así el hilo de su narración.
 

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     No bien hinchó las velas un viento favorable, cuando desapareció a nuestros ojos la tierra de Fenicia. Como iba en compañía de los chipriotas, cuyas costumbres ignoraba, resolví callar, notarlo todo y observar las reglas que dicta la prudencia para captarme su estimación; mas durante mi silencio se apoderó de mí un sueño agradable, que embotó mis sentidos sumergiéndome en una calma, en un gozo profundo que embriagó mi corazón.
 

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     Al momento creí ver a Venus hendiendo las nubes sobre un etéreo carro, tirado por dos palomas. Tenía aquella admirable belleza, aquella floreciente juventud, aquellas gracias seductoras que aparecieron en ella y deslumbraron al mismo Júpiter cuando salió de las espumas del Océano. Descendió sobre mí volando con rapidez, me puso la mano sobre el hombro, y llamándome por mi nombre, me dijo risueña estas palabras: «Joven griego, vas a entrar en mi reino, en breve llegarás a aquella isla afortunada en donde nacen en pos de mí los placeres, la risa y los regocijos. Allí quemarás aromas en mis aras y yo te sumergiré en un piélago de delicias, abre tu corazón a lisonjeras esperanzas, y guárdate de resistir a la más poderosa de las deidades que quiere hacerte dichoso.»
 
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     Al mismo tiempo vi al niño Cupido, que agitando las ligeras alas volaba placentero en torno de su madre. Aunque brillaban en su rostro la ternura, las gracias y la candidez de la infancia, había en sus penetrantes ojos cierta cosa que me causaba temor. Reíase al mirarme, pero su risa era maligna, engañosa y cruel. Sacó de la aljaba de oro la más aguda de sus flechas, tendió el arco y ya iba a herirme, cuando se dejó ver Minerva repentinamente y me cubrió con su egida. No tenía el rostro de esta diosa aquella afeminada hermosura, aquella languidez amorosa que había advertido en el rostro y actitudes de Venus. Por el contrario, era sencilla su belleza, modesta y sin compostura, y en ella todo grave, vigoroso, noble y majestuoso. No pudiendo la flecha de Cupido  penetrar la egida, cayó al suelo, e indignado suspiró amargamente y quedó avergonzado al verse vencido. ¡Huye de aquí, gritó Minerva, huye, niño audaz! nunca vencerás sino a los cobardes que prefieren los vergonzosos placeres a la sabiduría, a la virtud y a la gloria.

     Irritado el Amor al oír estas palabras, desapareció volando, y remontándose Venus hacia el Olimpo, vi por largo tiempo el carro y las palomas en una nube de oro y azul; mas al fin la perdí de vista. Bajé los ojos a la tierra y ya no hallé a Minerva.
 

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     Pareciome haber sido trasportado a un delicioso jardín tal como describen los campos Elíseos, en donde vi a Mentor que me dijo estas palabras: «Huid de esta tierra cruel, de esta corrompida isla en donde sólo se respira sensualidad. La más sólida virtud debe temblar en ella, y sólo puede salvarse huyendo. Al verle quise abrazarle, mas sentí que no podían moverse mis pies, que desfallecían mis rodillas, y que procurando alcanzar con las manos a Mentor, buscaban una sombra vana que jamás podía encontrar. Estos esfuerzos ahuyentaron el sueño, y conocí que aquella misteriosa visión era un aviso celestial, sintiéndome animoso contra los placeres; y desconfiando de mí mismo, detesté la vida sensual de los chipriotas; pero lo que afligió mi corazón fue haber creído no existía ya Mentor, y que después de atravesar las aguas de la Estigia habitaba la dichosa mansión de las almas justas.
 

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     Esta idea me hizo derramar un torrente de lágrimas. Preguntáronme por qué lloraba, y yo les respondí: «demasiado debe llorar un desventurado extranjero que vaga errante sin esperanza de volver a su patria.» Entregáronse todos los chipriotas que iban a bordo de la nave a una inconsiderada alegría. Los remeros, enemigos del trabajo, dormían sobre los remos; coronado de flores el piloto, abandonaba el timón; tenía en la mano una gran copa de vino que casi había consumido, y agitados los demás por los furores de Baco entonaban cánticos capaces de causar horror a cuantos aman la virtud, en loor de Venus y de Cupido.

     Mientras que así olvidaban los peligros que ofrece el mar, se oscureció el cielo y agitó las aguas una repentina borrasca. Desencadenados los vientos bramaban con furor soplando contra las velas, y estrellábanse las espumosas olas en los costados de la nave, que crujía al recibir multiplicados golpes. Ora nos remontábamos sobre las irritadas olas, ora parecía elevarse las aguas sobre la nave para precipitamos en su seno. Descubríamos cerca de nosotros quebradas rocas, contra las cuales embestían con horrísono estruendo las aguas; y entonces  conocí por experiencia que los hombres corrompidos por los placeres, carecen de ánimo en los peligros, como tantas veces lo había oído decir a Mentor. Consternados los chipriotas lloraban cual mujeres; sólo se oían lamentos, lastimeros ayes por dejar las delicias de la vida, y promesas a los dioses de algún sacrificio si arribaban al puerto. Pero ninguno tenía el ánimo necesario para mandar ni ejecutar las maniobras, y creí que salvando mi vida debía salvar también la de los demás. Empuñé el timón, pues perturbado el piloto por el vino, cual si estuviera en una bacanal, no se hallaba en estado de conocer el peligro que corría la nave; alenté a los asustados marineros, les hice amainar las velas, remaron esforzadamente, y aunque vimos de cerca los horrores de la muerte, burlamos todos los escollos.
 

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     Mirábanme con asombro los que me eran deudores de la vida, a quienes pareció un sueño el éxito de la azarosa borrasca. Arribamos a la isla de Chipre en el mes de la primavera, consagrado a Venus, pues decían aquellos naturales ser la época más propia de esta divinidad; porque al parecer se anima la naturaleza produciendo los placeres del mismo modo que las flores.
 

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     Llegado a la isla sentí un aire agradable que a la vez laxaba la fibra inclinando a la pereza, e inspiraba alegría y liviandad; y noté hallarse casi inculta la campiña, sin embargo de ser aquella tierra naturalmente fértil, lo cual me hizo conocer eran sus naturales poco laboriosos. Por todas partes vi al bello sexo que adornado con desenvoltura se dirigía al templo de Venus entonando cánticos en loor de esta diosa, y en cuyos rostros sobresalían a un tiempo la belleza, las gracias, el gozo y la sensualidad; mas su gracia era afectada, pues no se descubría aquella noble sencillez, aquel insinuante pudor que forma la  mayor hermosura. Su aire muelle y afeminado, el artificio estudiado de sus rostros, los vanos adornos, paso lánguido, miradas que parecían buscar al sexo opuesto, rivalidad por inspirar vehementes pasiones, y en una palabra, todo era en ellas despreciable, y esforzándose para agradar, dejaban de agradarme.
 

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     Condujéronme al templo de Citeres dedicado a Venus, en el cual y en los de Idalia y Pafos se la adora particularmente, aunque tiene otros muchos en aquella isla. Era el templo de mármol, y su forma de un perfecto peristilo, sus columnas de tal grosura y elevación que hacían majestuoso el edificio. Sobre el arquitrabe y el friso sobresalían en cada una de sus fachadas grandes medallones, en donde se veían esculpidas de bajo-relieve las aventuras más agradables de aquella deidad; y a todas horas había a la puerta del templo multitud de personas que llegaban a él a presentar sus ofrendas.

     Jamás se degüella víctima alguna en el recinto de aquel lugar sagrado, ni se quema tampoco como en otros templos la grasa de los toros, ni se derrama su sangre, y solamente se presentan ante el altar las víctimas que se ofrecen, sin que pueda hacerse de ninguna que no sea nueva, blanca, y sin defecto ni mancha, cubiertas siempre de bandas de púrpura bordadas de oro, dorados sus cuernos y adornados de ramilletes de olorosas flores, y después de haber sido presentadas delante del altar, las conducen a un sitio retirado en donde las degüellan para que sirvan en los festines de los sacerdotes de la diosa.
 

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     Ofrecen también toda clase de aguas olorosas y vino más dulce que el néctar. Los sacerdotes visten largas túnicas blancas con cinturones de oro y franjas de la misma clase en la falda de ellas. Día y noche queman en los altares los más exquisitos perfumes del oriente, los  cuales forman una densa nube que se eleva hacia el cielo. Penden festones de las columnas del templo, son de oro todos los vasos que sirven para los sacrificios, y ciñe su recinto un bosque sagrado de mirtos. Sólo pueden presentar las víctimas a los sacerdotes y atreverse a encender el fuego en los altares, los varones jóvenes o las hembras de extraordinaria belleza; mas deshonran aquel magnífico templo la disolución y la impudencia.
 

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     Causábame horror al principio cuanto veía; pero insensiblemente fui acostumbrándome a ello. El vicio no me asustaba, y cuantos me acompañaban me inspiraban cierta especie de inclinación a la sensualidad. Burlábanse de mi inocencia y pudor, y mi reserva era el escarnio de aquellos habitantes disolutos. Nada dejaron de hacer para excitar en mí todas las pasiones: tendíanme lazos para despertar en mi corazón el gusto a los placeres. Sentíame más débil cada día, y apenas bastaba a sostenerme la buena educación que había recibido; pero mis buenos propósitos se evaporaban, viéndome sin fuerzas para resistir el mal que me rodeaba por todas partes, y aún me ruborizaba de ser virtuoso, a la manera que es arrastrado por la corriente el que nadando en un caudaloso río rompe las aguas al principio, logra vencer su acelerado curso, mas llegando a la escarpada ribera ni puede salir a ella ni mantenerse, y abandonándole las fuerzas poco a poco quedan sin acción sus fatigados miembros y perece anegado.

     Del mismo modo desfallecía el corazón y comenzaban a oscurecerse mis ojos, sin que pudiese recobrar la razón, ni recordar la memoria y virtudes de mi padre, habiendo acabado de desalentarme el sueño en que me pareció ver al sabio Mentor en los campos Elíseos. Apoderábase de mí una languidez interior agradable; amaba la ponzoña lisonjera que corría por mis venas y penetraba hasta la médula de mis huesos. Sin embargo, lanzaba todavía profundos suspiros, vertía amargas lágrimas, rugía como un furioso león. «¡Oh desventurada juventud!, decía, ¡Oh dioses que os burláis cruelmente de los hombres! ¿por qué les hacéis pasar por esta edad que puede llamarse locura y fiebre ardiente? ¡Ah! ¡por qué no veo mi cabeza encanecida, agobiado mi cuerpo y próximo a la tumba cual Laërtes mi abuelo! la muerte sería para mí menos terrible que la flaqueza vergonzosa en que me hallo.»
 

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     Conocía así templarse mi dolor después de hablar, y que embriagado mi corazón de una pasión frenética casi olvidaba, el pudor; mas después veíame sumido en un abismo de remordimientos. Mientras duraba esta agitación, vagaba de una parte a otra del bosque sagrado cual la cierva que herida por el cazador atraviesa corriendo la dilatada selva buscando el alivio de su dolor, mas habiendo penetrado la flecha en su costado corre con ella el cruel instrumento de su muerte. Del mismo modo corría yo en vano procurando olvidarme de mí mismo; mas nada remediaba la herida de mi corazón.
 

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     Así me encontraba cuando vi a bastante distancia y entre la espesa sombra del bosque al sabio Mentor; pero pareciome tan pálido su rostro, tan triste y austero que no experimenté ningún placer. «¿Sois vos, exclamé, o caro amigo, mi única esperanza? ¿sois vos? ¡Qué! ¿sois vos mismo, o viene a engañar mis ojos una visión falaz? ¿sois vos Mentor? ¿es todavía vuestra sombra sensible a mis desgracias? ¿no os halláis en el número de las almas afortunadas que gozan la recompensa de su virtud, y a quienes dan los dioses goces puros en una paz eterna en los campos Elíseos? Hablad, Mentor, ¿vivís todavía?

     ¿Seré tan feliz que aun pueda poseeros, o bien sois una sombra vana?» Diciendo estas palabras corría yo hacia él enajenado, pudiendo apenas respirar. Esperábame él tranquilamente y sin dar un paso hacia mí. ¡Oh dioses! ¡vosotros sabéis cuál fue mi júbilo cuando mis manos le tocaron! «¡No, no es una vana sombra, yo toco, yo abrazo a mi querido Mentor!» Así exclamé; y entre tanto hallaban mis lágrimas su rostro, permanecía abrazado a su cuello sin poder articular palabra, y él me miraba triste y poseído de una afectuosa compasión.
 

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     Finalmente le dije: «¿De dónde venís? ¡en qué peligros me he visto durante vuestra ausencia! ¿y qué seria de mí sin vos en esta ocasión? ¡Huid!, me respondió con voz terrible sin satisfacer a mis preguntas; ¡huid con  presteza! Aquí sólo produce veneno la tierra; el aire que se respira está emponzoñado; y corrompidos los hombres, sólo se comunican para transmitir un veneno mortal. La vil e infame sensualidad, que es la más horrible de las plagas que abortó la caja de Pandora, enerva los corazones y destierra todas las virtudes. ¡Huid! ¿qué os detiene? ni aun volváis el rostro cuando os alejéis de esta execrable isla, borrad de vuestra memoria hasta el menor recuerdo de ella.»
 

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     Dijo, y al momento advertí disiparse una especie de nube densa que me dejó ver con toda su pureza la verdadera luz, y renacer en mi corazón la alegría; pero alegría bien diferente de la sensual y voluptuosa que había embotado mis sentidos, pues esta producía en mí la inquietud y enajenamiento, interrumpidos de accesos de furor y de agudos remordimientos, y aquella, por el contrario, satisfacía mi razón proporcionándome un no sé qué de felicidad celestial, permanente e inalterable, de tal naturaleza que arrebataba mi alma sirviéndome de mayor consuelo a proporción que se introducía en ella. Entonces me arrancó el gozo las lágrimas y conocí cuán agradable es llorar por tal causa. «¡Felices, exclamé, aquellos a quienes se muestra la virtud con toda su belleza! ¡Podrá conocerse sin apreciarla! ¡podrá apreciarse sin ser feliz!»
 

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     «Debo dejaros, interrumpió Mentor, parto, no puedo detenerme.» «¿Adónde vais?» le repliqué. «¿A qué tierra por inhabitable que sea no os seguiré? No penséis apartaros de mí, antes moriré siguiendo vuestras huellas»; y al decirle estas palabras le estrechaba en mis brazos con todas mis fuerzas. «En vano es, me dijo, pretendáis detenerme, porque el cruel Metofis me vendió a los árabes o etíopes, y habiendo pasado estos a Damasco en la Siria  para traficar, quisieron deshacerse de mí pensando adquirir una suma considerable de Hazaël, que deseaba hallar un esclavo griego para instruirse de las costumbres de la Grecia y de nuestras ciencias, y en efecto me compró Hazaël por crecido precio. Lo que le he referido acerca de nuestras costumbres, le ha excitado a pasar a la isla de Creta para aprender las sabias leyes de Minos. Los vientos nos han obligado a recalar en la de Chipre, y ha venido al templo para presentar sus ofrendas en tanto que comienza a soplar el que nos sea favorable; hele allí; ya sale; los vientos nos llaman; ya se hinchan nuestras velas: adiós, caro Telémaco; un esclavo que teme a los dioses debe seguir fielmente a su señor. Ellos impiden que sea libre mi voluntad, si lo fuese, también saben que sólo sería vuestro. Adiós, acordaos de los trabajos de Ulises y de las lágrimas de Penélope; acordaos de los justos dioses. ¡Oh deidades, protectoras de la inocencia, en qué país me es forzoso abandonar a Telémaco!»
 

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     «¡No, no, exclamé, mi querido Mentor, no dependerá de vos el dejarme aquí, moriré antes que partáis solo. ¿No conocerá la piedad ese sirio de quien sois esclavo? ¿le habrán nutrido las fieras en su infancia? ¿querrá arrancaros de entre mis brazos? O habrá de darme la muerte, o permitirá que os siga. ¡Me exhortáis a huir y os negáis a que huya con vos! Hablaré a Hazaël; tal vez compadecerá mi juventud y mis lágrimas. Pues aprecia la sabiduría y va a buscarla tan lejos, no puede ser insensible su corazón, me arrojaré a sus pies, estrecharé sus rodillas, y no le dejaré partir hasta que me haya concedido la gracia de seguiros. Mi querido Mentor, seré esclavo por acompañaros, me ofreceré a serlo suyo; y si lo rehúsa, se decidirá mi suerte, me arrebataré la vida.»
 
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     A este tiempo llamó Hazaël a Mentor; postréme ante él, y le sorprendió ver en tal postura a un desconocido. ¿Qué queréis? me dijo. La vida, respondí, pues no podré conservarla si no me permitís seguir a Mentor, que es esclavo vuestro. Soy el hijo del grande Ulises, rey el más sabio de los de Grecia que han destruido la soberbia ciudad de Troya, célebre en toda el Asia. No os hablo de mi nacimiento por orgullo, sino para que mis desgracias os exciten a la piedad. He buscado a Ulises por la dilatada extensión de los mares, en compañía de este hombre que era mi segundo padre. Para colmo de mis infortunios me le ha arrebatado la fortuna y le ha hecho esclavo vuestro, permitid que yo lo sea también. Si es cierto que amáis la justicia, y que corréis a Creta para aprender las leyes del sabio rey Minos, hallen acogida en  vuestro corazón mis lágrimas y mis suspiros. Aquí tenéis al heredero de un reino, que se ve reducido a pedir la esclavitud como su único remedio. En otro tiempo quise morir en Sicilia por evitarla; mas ¡ay! mis primeras desgracias eran sólo anuncios de los ultrajes que me preparaba el destino, y en prueba de ello me encuentro ahora temeroso de no ser recibido en el número de vuestros esclavos. ¡Ved, oh dioses, mis males! ¡Oh Hazaël! acordaos de Minos, cuya sabiduría admiráis, y que ha de juzgarnos un día en el oscuro reino de Plutón.

     «No ignoro la sabiduría y virtudes de Ulises, me dijo Hazaël, mirándome bondadosamente y extendiendo su brazo para alzarme, varias veces me ha referido Mentor la gloria que adquirió entre los griegos; además de que su nombre se ha extendido entre todos los pueblos de oriente con celebridad. Seguidme, hijo de Ulises; yo os serviré de padre hasta que hayáis encontrado al que os dio el ser, pues aun cuando fuese insensible a la gloria de éste, a sus infortunios y a los vuestros, la amistad de Mentor me empeñaría en cuidar de vos. Cierto es que lo he adquirido como esclavo, mas le conservo como un amigo fiel; y la suma que desembolsé al adquirirle me ha proporcionado el mejor amigo, a él debo la sabiduría y el amor a la virtud que arde en mi pecho. Ya es libre; también lo sois vos, sólo os pido a ambos el afecto de vuestro corazón.»

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     Pasé de repente del más acerbo dolor al más vivo gozo que pueden experimentar los mortales. Veíame libre del mayor peligro; aproximábame a mi país y encontraba auxilios para regresar a él; gustaba las delicias, el consuelo de estar cerca de un hombre que me amaba ya por amar la virtud; en fin, lo hallé todo al encontrar de nuevo a Mentor para no dejarle jamás.
 
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     Adelantose Hazaël hacia la orilla y le seguimos, entramos en la nave, azotaron los remeros las pacíficas olas; dio impulso a nuestras velas una ligera brisa, que animando el bajel le movió suavemente, y en breve desapareció la isla de Chipre. Hallábase Hazaël impaciente por penetrar mis sentimientos, y me preguntó cuál era mi opinión acerca de las costumbres de aquella isla. Díjele con ingenuidad los peligros que corriera en ella mi juventud, y la lucha interior que había sufrido. Complaciose notando mi horror al vicio, y dijo estas palabras: «¡Oh Venus, conozco vuestro poder y el de vuestro hijo, he quemado inciensos en vuestros altares; pero permitid deteste la infame sensualidad de los habitantes de la isla de Chipre, y la impudencia con que celebran vuestras fiestas!»
 

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     En seguida hablaron él y Mentor de aquella primera causa que creó cielo y tierra; de aquella luz perpetua e inalterable que todo lo alumbra sin dividirse; de aquella universal y suprema verdad que ilumina los espíritus como el sol los cuerpos. El que jamás ha visto, decía, aquella pura luz, puede compararse con el ciego de nacimiento, pues pasa la vida en una oscura noche, semejante a los pueblos que no alumbra el sol durante algunos meses del año, considérase sabio y es insensato; cree verlo todo y todo se le oculta; muere sin haber visto nada; y descubre cuando más, tinieblas, falsos resplandores, vanas sombras, y fantasmas que nada tienen de realidad. Así son arrastrados los hombres por el placer de los sentidos y las delicias de la imaginación. Ninguno sobre la tierra puede llamarse tal verdaderamente, sino el que busca, aprecia y sigue a la razón, que nos inspira cuando pensamos rectamente y nos reprende si caemos en el error. A ella lo debemos todo; y es como un  grande océano de luz, de donde salen a manera de pequeños arroyos los entendimientos humanos para volver a él, y perderse en el inmenso caudal de su origen.
 

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     Sin embargo de que aún no comprendía yo perfectamente la profunda sabiduría de este discurso, halléle puro y sublime, inflamábase mi corazón, y brillaba al parecer la hermosa verdad en todas sus palabras. Continuaron hablando del origen de los dioses, de los héroes y poetas, del siglo de oro, del diluvio, de las primeras historias de la especie humana, del Leteo o río del olvido en donde se anegan las almas de los muertos, de las penas eternas preparadas al impío en la oscura mansión del Tártaro, y de aquella paz dichosa que goza el justo en los campos Elíseos sin temor de perderla.

     Mientras hablaban Hazaël y Mentor, descubrimos muchos delfines cubiertos de una escama que parecía de oro y azul, los cuales elevaban las aguas en torbellinos de espuma. En pos de ellos venían los tritones sonando las trompas con sus retorcidas caracolas en torno del carro de Anfitrite, arrastrado por dos caballos marinos más blancos que la nieve, que cortando las aguas señalaban su camino por el surco que seguía su dirección; arrojaban fuego sus ojos, humo sus bocas. Era el carro de la diosa una concha de maravillosa estructura, blanca cual el marfil y sus ruedas de oro, cuyo acelerado movimiento parecía ser un vuelo sobre la superficie de las pacíficas aguas. Nadaban en derredor del carro varias ninfas coronadas de flores, cuyas hermosas cabelleras descendían sobre la espalda flotando a merced del viento. Empuñaba la diosa en una mano el cetro de oro con que manda las aguas, y con la otra sujetaba al pequeño dios Palemon su hijo, que sentado sobre la rodilla pendía de su pezón. Resplandecía en su rostro la serenidad, y una especie de majestad agradable que ahuyentaba los vientos inquietos y las oscuras nubes. Guiaban los tritones con riendas doradas a los caballos, y flotaba encima del carro una vela de púrpura, medio hinchada por el soplo de multitud de ligeros céfiros que se esforzaban a arrojar su aliento. En el espacio de los aires veíase a Eolo presuroso e inquieto, cuyo aspecto melancólico, frente arrugada, largas y pobladas cejas, y vista encendida y sombría, rechazaban las nubes e imponían silencio a los fieros aquilones. Ballenas enormes, y otros monstruos marinos, salían acelerados de las grutas profundas que les sirven de guarida deseosos de ver a la diosa, y alteraba las aguas el soplo repetido de su prodigiosa nariz.