Libro III

Sumario

     Refiere Telémaco que el sucesor de Bochoris volvió todos los prisioneros tirios, que el mismo fue conducido a Tiro en el navío de Narbal, comandante de la armada tiria, y la pintura que éste le hizo de Pigmalión su rey, temible por su avaricia. Refiere también que Narbal le instruyó en los reglamentos de comercio de Tiro y que ya iba a embarcarse en un navío de Chipre para dirigirse por esta isla a la de Ítaca cuando descubrió Pigmalión que era extranjero y quiso ponerle preso, que estuvo entonces a pique de perecer; pero que Astarbe, dama del tirano, le libertó haciendo morir en su lugar a un joven que la tenía irritada porque había despreciado su amor.
 

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Libro III

     Escuchaba Calipso con admiración tan sabios discursos; pero lo que más le maravillaba era la ingenuidad con que Telémaco refería las faltas que había cometido por precipitación y olvidando la docilidad que debía al sabio Mentor, hallando una nobleza maravillosa en aquel joven que se acusaba a sí mismo, y que había aprovechado su imprudencia para hacerse prudente, cauto y moderado. Continuad, le decía, mi querido Telémaco; deseo saber con ansia de qué modo salisteis de Egipto, y a dónde encontrasteis al sabio Mentor cuya pérdida os fue tan justamente sensible.
 

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Los egipcios más virtuosos y fieles a su rey, prosiguió Telémaco, tenían menos fuerza, y al verle muerto cedieron a sus enemigos, y alzose otro rey llamado Termutis. Retiráronse los fenicios y las tropas de la isla de Chipre después de haber ajustado alianza con el nuevo [48] rey. Diose libertad a todos los prisioneros fenicios, y yo también la obtuve considerándome como tal. Salí de la torre, me embarqué con los demás, y comenzó la esperanza a reanimar mi corazón. Hinchaba las velas un favorable viento, azotaban los remeros las espumosas olas, hallábase el mar cubierto de bajeles, gritaban gozosos los marineros, alejábanse de nosotros las costas de Egipto, y desaparecían a nuestros ojos las montañas y colinas; por último ya veíamos únicamente cielo y agua, y entre tanto alzábase el sol, cuyos reflejos salían al parecer del centro de las aguas, doraban sus rayos las cumbres de las montañas que apenas se percibían en el horizonte, y cubierta toda la bóveda celeste de un oscuro azul, nos anunciaba un próspero viaje.
 

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Aunque había obtenido la libertad como fenicio, no era conocido de los que me acompañaban. Narbal, que mandaba el bajel en que yo iba, me preguntó mi nombre y patria. «¿De qué ciudad de la Fenicia sois?» me dijo. «De ninguna, le respondí; pero los egipcios me apresaron en una nave fenicia, bajo este nombre he padecido mucho tiempo, y bajo el mismo me han dado libertad.» «¿De qué país sois pues?» replicó Narbal y yo le hablé así: «Soy Telémaco, hijo de Ulises, rey de Ítaca en Grecia. Mi padre se ha hecho célebre entre todos los reyes que asediaron la ciudad de Troya; mas los dioses no le han permitido regresar a su patria, le he buscado en varios países, y la fortuna me ha perseguido como a él, ved en mí un desgraciado que suspira únicamente por volver a su país y hallar a su padre.»
 

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Mirome Narbal lleno de admiración, creyendo descubrir en mí alguna cosa de las que conceden los dioses para hacer dichosos a los que quieren proteger, y que no son comunes a los demás. Era naturalmente generoso y  sincero; excitó su compasión mi desgracia, y me trató con la mayor confianza, inspirado sin duda por los dioses para salvarme de un gran peligro.
 

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«Telémaco, me dijo, no dudo de lo que me decís, ni debo dudar de ello, porque no me permiten desconfiar de vos la aflicción y la virtud que se ven retratadas en vuestro semblante, y aún creo que los dioses, a quienes siempre he procurado servir, os protegen inclinándome a que os ame cual un hijo. Os daré un consejo saludable, y en recompensa sólo exijo de vos el secreto.» «No temáis, le respondí, tenga que violentarme para callar lo que me confiéis, aunque joven, ya es en mí vieja la costumbre de no decir mis secretos, y aún mucho más la de no burlar la confianza del que deposita los suyos en mi pecho.» «¿Y cómo habéis podido, volvió a decirme, contraer ese hábito siendo tan joven? Mucho celebraría me dijeseis los medios que os han hecho adquirir tan recomendable cualidad, que es el fundamento de la prudencia, y sin la cual son inútiles los más esclarecidos talentos.»
 
 
 

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     «Al partir Ulises, le respondí, para ir al sitio de Troya, me sentó sobre sus rodillas y me estrechó entre sus brazos, según me han referido, y después de besarme con ternura, me dijo estas palabras, aunque no podía yo entenderlas por mis pocos años: «Hijo mío, no permitan los dioses que vuelva a verte jamás; antes la guadaña de la parca corte el hilo de tu vida ahora que apenas comienzas a existir, a la manera que el segador corta con su hoz la tierna flor que empieza a crecer; que mis enemigos te despedacen a los ojos de tu madre y a los míos, si ha de llegar día en que corrompido por el vicio abandones la virtud. ¡Oh amigos míos!, continuó; os dejo este hijo que tan caro me es, cuidad de su infancia, si me amáis, alejadle de la perniciosa adulación enseñadle a  vencerse, cual al tierno arbusto cuyas ramas se doblan, para darles dirección. Sobre todo, nada olvidéis para hacerle justo, benéfico, sincero y fiel para guardar un secreto porque cualquiera que sea capaz de mentir, es indigno de que se le considere como hombre, y el que no sabe callar no es digno del cetro.»

     Os he referido estas palabras, porque han cuidado de repetírmelas, y penetrando hasta el fondo de mi corazón, yo también las repito muchas veces.

     Cuidaron los amigos de mi padre de acostumbrarme desde niño al secreto, y aún me hallaba en la infancia cuando ya me confiaban sus penas al ver expuesta a mi madre a la temeridad de los muchos que deseaban enlazarse con ella, y tratáronme desde entonces como a un hombre prudente y formado, ocupándome en asuntos de importancia e instruyéndome de cuanto practicaban para alejar a aquellos obstinados pretendientes. Complacíame tal confianza, y me consideraba ya como hombre experimentado; pero nunca abusé de ella, ni salió de mi boca una sola palabra que pudiese descubrir el menor secreto. Por el contrario, procuraban aquellos muchas veces les dijese cuanto hubiese visto u oído, con la esperanza de que por ser niño no sabría callarlo; mas respondíales sin mentir ocultándoles lo que no debían saber.
 
 
 

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«Ya veis, Telémaco, me dijo entonces Narbal, el poder de los fenicios, son temibles a todas las naciones vecinas por el crecido número de sus bajeles, y porque el comercio que hacen, hasta las columnas de Hércules, les proporciona riquezas mucho mayores que las de los pueblos más florecientes. El gran Sesostris, que nunca hubiera podido vencernos por mar, halló dificultades en vencernos por tierra con los numerosos ejércitos que conquistaron todo el oriente, y nos impuso un tributo que hemos pagado poco tiempo, pues nos hallábamos demasiado ricos y poderosos para sufrir con paciencia el yugo de la dependencia, y recobramos nuestra libertad. La muerte ha impedido a Sesostris terminar la guerra. Cierto es que debíamos temerlo todo de su prudencia, más aún que de su poder; pero pasando éste a las manos de su hijo, conocimos haber llegado el término de nuestros temores. En efecto, lejos de invadir de nuevo los egipcios nuestro territorio para sojuzgarnos segunda vez, se han visto precisados a llamarnos en su auxilio para libertarles del ominoso yugo de su impío rey, y hemos sido sus libertadores. ¡Qué nueva gloria para la libertad y opulencia de los fenicios!»

     Pero mientras les damos libertad somos esclavos. ¡Oh Telémaco! temed caer entre las manos de nuestro rey Pigmalión; en aquellas manos crueles, manchadas con  la sangre de Sichêo, esposo de su hermana Dido, que deseosa de venganza huyó de Tiro con muchas naves, seguida de casi todos los que aprecian la virtud y la libertad para establecerse en la costa de África, fundando la famosa ciudad de Cartago. Pigmalión se hace cada vez más odioso por la insaciable sed de riquezas que le atormenta, el poseerlas es un delito en Tiro, pues el que las posee se hace sospechoso a sus ojos codiciosos, persigue al rico y desconfía del pobre.

     Mas para él, es mayor delito la virtud; pues conoce que los buenos no pueden soportar sus injusticias, y condenado por la virtud se exaspera e irrita contra los virtuosos. Todo agita, inquieta y atormenta su corazón; teme a su propia sombra, no reposa de día ni de noche, y los dioses le colman de tesoros, que no se atreve a disfrutar, sin duda para confundirle, así es que lo mismo que busca para ser dichoso, le hace infeliz, siente dar, y temiendo perder no se sacia de adquirir.

     Rara vez se le ve, hállase solo, triste, abatido en el retiro de su palacio, sin que osen acercarse a él sus amigos para evitar sospeche de ellos. El palacio está siempre circuido de una terrible guardia, armada de picas y de espadas desnudas. Habita encerrado en treinta aposentos que se comunican unos con otros, y todos ellos tienen gruesas puertas de hierro, cada una con seis cerrojos; pero jamás puede saberse en cuál se entrega al descanso, y aun aseguran no ocupa uno mismo dos noches seguidas, temeroso de que le asesinen. Le son desconocidos los placeres inocentes, y hasta la amistad que es todavía más grata; y cuando le dicen que se entregue al gozo, conoce huye de él, rehusando albergarse en su corazón. En sus ojos hundidos brilla un fuego feroz, vagan inquietos sin cesar de un objeto a otro, causale desasosiego  el menor ruido, píntase la palidez en su rostro, y descúbrese el remordimiento en su arrugada frente. Siempre taciturno y suspirando lanza del pecho profundos ayes, y no puede ocultar los remordimientos que despedazan sus entrañas. Disgústanle los más exquisitos manjares, y lejos de fundar esperanzas en sus hijos, son para él objeto de terror, porque los considera sus más peligrosos enemigos. En su vida ha gozado un momento de tranquilidad, consérvase a fuerza de sangre, derramando la de aquellos a quienes teme. ¡Insensato! ¿No ve que su crueldad producirá su muerte? Tal vez alguno de sus domésticos, tan suspicaz y desconfiado como él, se apresurará a librar al mundo de semejante monstruo.

     Por mi parte temo a los dioses, a costa de cualquier sacrificio permaneceré fiel al rey que me han dado: será  preferible para mí decrete él mi muerte que arrebatarle yo la vida, y también que olvide la obligación de defenderle. Mas vos, Telémaco, guardaos de decirle que sois hijo de Ulises, porque os encerraría en una prisión con la esperanza de la considerable suma que daría por vuestro rescate a su regreso a Ítaca.»
 
 
 

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Seguí el consejo de Narbal después que llegamos a Tiro, y hallé confirmada la verdad de cuanto me había referido, sin que pudiese comprender de qué modo llegaría un hombre a hacerse tan despreciable como parecía Pigmalión a mis ojos.

     Sorprendido del espantoso cuadro que se me ofrecía, nuevo para mí, exclamaba: «He aquí un hombre que ha procurado ser feliz; ha creído llegar a serlo en el centro de las riquezas, y revestido de un poder absoluto, posee cuanto puede desear, sin embargo vive miserable a causa de sus tesoros y de su autoridad. Si fuese pastor, cual yo en otro tiempo, viviría tan feliz como yo lo era entonces; gozaría sin remordimiento los placeres inocentes del campo; no temería el puñal ni la ponzoña; amaría a los hombres y sería también amado, carecería de las riquezas que le son tan inútiles como el barro, pues no osa tocarlas; pero gozaría libremente los frutos hermosos de la tierra, y no experimentaría ninguna necesidad verdadera. Este hombre obra en todo según desea, mas es preciso que no lo haga, pues le conducen sus impetuosas pasiones arrastrado siempre por la codicia, por el temor y por la sospecha; y mientras se le cree señor de los demás hombres, no lo es ni aun de sí mismo, porque tiene tantos dueños y tantos verdugos cuantos son sus violentos deseos.»
 
 
 

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Así juzgaba de Pigmalión sin conocerle pues no se le veía, sólo era lícito mirar aquellas elevadas torres, rodeadas día y noche de guardias, donde se había encerrado con sus tesoros cual un preso, y al mirarlas no se hacía sin temor. Comparaba a este invisible rey con el amable Sesostris, tan accesible, tan afectuoso, tan solícito de conocer a los extranjeros, tan atento para escuchar a todos y para extraer del corazón humano la verdad que se oculta siempre a los reyes. Sesostris, decía yo, ni temía ni debía temer nada; presentábase a sus vasallos como a sus hijos; Pigmalión todo lo teme y debe temerlo. Este mal rey se ve a todas horas amenazado de un fin funesto, aun dentro de su propio palacio y rodeado de sus guardias. Por el contrario, Sesostris vivía seguro entre la multitud, cual un buen padre de familias en su hogar y en medio de sus hijos.
 
 
 

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Mandó Pigmalión regresasen a la isla de Chipre las tropas que habían venido a auxiliar a las suyas a consecuencia de la alianza de ambos pueblos, y aprovechó Narbal esta ocasión para darme libertad, haciéndome pasar revista entre los soldados chipriotas, porque aquel sospechaba hasta de las cosas de menos importancia.

     Es defecto ordinario en los príncipes demasiado fáciles y descuidados depositar una confianza ciega en favoritos corrompidos y falaces, mas el de Pigmalión era desconfiar de los más honrados: no sabía conocer la ingenuidad y rectitud de los que obraban sin doblez y por esta razón nunca vio a su lado hombres de bien, pues estos no buscan a un rey corrompido. Además, desde que se halló en el trono advirtió tal fingimiento y perfidia en los que le servían, y tantos vicios horribles disfrazados con las apariencias de virtud, que consideraba a los hombres, sin distinción, como si estuviesen enmascarados. Suponía que no existe sobre la tierra virtud sincera, y por consecuencia de tal error, considerábalos  a todos iguales. Cuando hallaba un hombre falso y corrompido no cuidaba de buscar otro, juzgando no le hallaría mejor; y parecíanle los buenos peores que los malos más declarados, porque los creía tan malos como ellos y más engañosos.
 
 
 
 

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  Mas volviendo a mí, confundiéronme con los chipriotas, y burlé la penetrante suspicacia del rey. Temblaba Narbal temeroso de que fuese descubierto, porque a él y a mí nos hubiera costado la vida. Deseaba con impaciencia que partiese, más detuviéronme largo tiempo en Tiro los vientos contrarios.
 
 
 

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   Aproveché esta detención para instruirme de las costumbres de los fenicios, tan célebres en todas las naciones conocidas. Admiraba la situación ventajosa de aquella gran ciudad, edificada sobre una isla. La costa inmediata es deliciosa por su fertilidad, por los frutos exquisitos que produce, por las muchas y contiguas poblaciones que se ven en ella, y últimamente por la benignidad de su clima; pues defendida por las montañas de los abrasados vientos del mediodía la refresca el norte que sopla por la parte del mar. Hállase aquel país al pie del Líbano, cuya alta cima atraviesa las nubes y se empina para tocar con los astros. Hielos eternos cubren la cresta y precipítanse ríos de nieve desde las rocas que coronan la cumbre. Debajo de ella crece un dilatado bosque de cedros tan viejos al parecer como la tierra que los sustenta, alzando atrevidos sus pobladas copas hacia el cielo, a su sombra hallan los ganados pastos abundantes en el declive de la montaña; y allí se ven vagar el toro y la oveja con sus crías paciendo a la vez y retozando, deslízanse por entre la yerba cristalinos arroyos, y reinan por último a un mismo tiempo la primavera y el otoño en la parte baja formando un delicioso jardín que produce a la par flores y frutas; y ni el bravo aquilón ni los infestados soplos del mediodía que todo lo secan y abrasan, han osado jamás borrar los vivos colores que adornan aquel hermoso vergel.
 
 
 

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Cerca de aquella hermosa costa se halla la isla en que está situada la ciudad de Tiro, que parece flotar sobre las aguas y señorear los mares. A ella arriban los mercaderes de toda la tierra, y sus habitantes hacen el comercio más extenso del universo. Al entrar en ella parece llegar, no a la capital de una nación, sino a la metrópoli común, al centro del comercio universal. Tiene dos grandes muelles, que a manera de dos brazos, se extienden hacia el mar y ciñen un anchuroso puerto al abrigo de los vientos, en el cual se ve un bosque de mástiles, pues sus bajeles son tan numerosos que apenas puede descubrirse el agua en que flotan. Todos los moradores se dedican al comercio, y sus riquezas no los distraen del trabajo necesario para aumentarlas. Encuéntrase allí por todas partes el delicado lino de Egipto y la admirable púrpura de Tiro dos veces teñida, cuyo doble tinte no puede borrar el tiempo, úsanle para las telas finas de  lana, que recamadas de oro y plata adquieren un nuevo realce. El comercio de los fenicios se extiende hasta Gades, y penetrando en el vasto océano han abrazado toda la tierra. También han hecho largas navegaciones en el mar Rojo, y por este camino van a buscar a islas desconocidas el oro, los aromas, y varios animales que no se hallan en ninguna otra parte.
 
 
 

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No me cansaba yo de considerar el cuadro que presentaba aquella gran capital, donde todo era actividad, todo era vida, todo movimiento. No se veían, como en otras ciudades de Grecia, ociosos y noveleros que corren a los sitios públicos a adquirir noticias, o pasean los muelles para ver a los extranjeros que arriban. Ocupábanse los hombres en descargar las naves, trasportar las mercaderías o venderlas, colocarlas en los almacenes, llevar cuenta exacta de sus créditos contra los negociantes de otros países, y las mujeres en doblar piezas de ricas telas, hilar lanas, o hacer diseños para los bordados.
 
 
 

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«¿Cuál es la causa, pregunté a Narbal, de que los fenicios se hayan hecho dueños del comercio de toda la tierra, y de que por este medio se enriquezcan a costa de los demás pueblos?» «La situación de Tiro, me respondió, es como veis a propósito para el comercio. Nuestra patria tiene la gloria de haber inventado la navegación, pues si hemos de dar crédito a lo que nos refiere la más remota antigüedad, los tirios fueron los primeros que humillaron las olas mucho tiempo antes de la época de Tifis, y de los Argonautas tan ponderados en Grecia. Los tirios, digo, fueron los primeros que osaron confiarse a un frágil leño al capricho de las olas y de los vientos, para sondar los abismos del mar, para observar los astros lejos de su patria, según la ciencia de los egipcios y babilonios, y que reunieron en fin tantos pueblos que habían separado los mares. Son industriosos, sufridos, laboriosos, aseados, sobrios y económicos; su policía es exacta, viven en la más estrecha armonía, y jamás pueblo alguno fue más constante y sincero, más fiel y seguro, ni más cómodo para los extranjeros.

     He aquí, sin buscar otra, la causa de que sea suyo el imperio de los mares, y de que florezca en su puerto tan útil comercio. Si se introdujesen entre ellos la rivalidad y la discordia; si comenzasen a afeminarse con los deleites y la ociosidad; si desdeñasen el trabajo y la economía las primeras personas de la nación; si cesasen de ser honradas en Tiro las artes; si desapareciese la buena fe para con los extranjeros; si sufriesen la menor alteración las reglas establecidas para su libre comercio; si descuidasen las manufacturas y suspendiesen los grandes desembolsos necesarios para la perfección de cada una de las mercancías, bien pronto veríais declinar el poder que admiráis.»
 
 
 

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«Pero explicadme, le dije, los medios a propósito para establecer yo un día en Ítaca igual comercio.» «Haced, contestó, lo que aquí se hace, recibid bien y sin dificultad a todos los extranjeros; hallen en vuestros puertos absoluta libertad, seguridad, comodidades, y no os dejéis nunca arrastrar por la codicia y la vanidad, pues el verdadero medio de ganar mucho, es no aspirar nunca a ganar demasiado, y saber aprovechar la oportunidad de perder. Procurad que os amen los extranjeros, toleradles algunas cosas, y guardaos de excitar su envidia, sed constante en observar las reglas de comercio, pues son tan fáciles y sencillas, acostumbrad a vuestros pueblos a que las guarden inviolablemente, castigad con severidad el fraude, el descuido, y hasta el lujo de los mercaderes, que arruina el comercio al mismo tiempo que a ellos.

     Sobre todo absteneos de poner trabas al comercio para conducirle a vuestros fines; porque no debe el príncipe mezclarse en él, temeroso de estrecharle, dejando toda la utilidad a los vasallos que sufren las penalidades que le son anejas, de otra manera se desalentarán estos, al paso que reportará el estado bastantes ventajas con las enormes riquezas que traerán. El comercio es semejante a algunos manantiales que se agotan si se intenta alterar su corriente. La utilidad y las comodidades atraen a los negociantes, y si hacéis el comercio incómodo o poco útil, se retirarán insensiblemente y no volverán, porque aprovechándose otros pueblos de vuestra imprudencia, los atraerán a sus puertos y se acostumbrarán aquellos a pasar sin el que hacían en los vuestros. Sin embargo, es preciso convenir en que la gloria de Tiro hace algún tiempo que se ve oscurecida. ¡Oh mi querido Telémaco, si hubieseis sido testigo de ella antes del reinado de Pigmalión, os hubiera admirado mucho más! Aquí no halláis ahora otra cosa que reliquias tristes de una gran amenaza ruina. ¡Desventurada Tiro! ¡En qué manos has venido a caer! ¡En otro tiempo te traía el mar tributos de todos los pueblos de la tierra!

     Mas Pigmalión todo lo teme de los extranjeros y de sus vasallos, y en vez de abrir sus puertos, según costumbre antigua, a todas las naciones más lejanas concediéndoles libertad absoluta, quiere saber el número de bajeles que arriban, de dónde, el nombre de los pasajeros, el objeto de su comercio, la clases y precio de sus mercancías, y el tiempo que deben permanecer en ellos. Y aun hace cosas peores, pues obra con engaño para sorprender a los negociantes y confiscar las mercancías  inquietando a los que juzga más opulentos, estableciendo impuestos nuevos bajo diversos pretextos. Quiere negociar, y todo el mundo teme hacerlo con él, y así desfallece el comercio y olvidan poco a poco los extranjeros el camino de Tiro, tan grato para ellos en otro tiempo; y si Pigmalión no cambia de conducta, bien pronto pasarán nuestra gloria y poder a otro pueblo mejor gobernado que nosotros.»
 
 
 

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Pregunté enseguida a Narbal cómo se habían hecho los tirios tan poderosos por mar, pues deseaba no ignorar cosa alguna de las que pueden ser útiles para gobernar un estado. «Los bosques del Líbano, me respondió, nos proveen de maderas para las naves, a cuyo objeto las reservamos cuidadosamente, pues jamás se cortan sino para usos de utilidad pública, y tenemos además la ventaja de hábiles operarios para la construcción.»

     «¿Y cómo habéis podido encontrar esos operarios?», repliqué.
 
 
 

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«Han ido formándose poco a poco en el país, me respondió; porque cuando hallan recompensa los aventajados en las artes puede asegurarse que en breve haya quien las lleve al mayor grado de perfección, dedicándose a ellas los que poseen grandes talentos con el estímulo de considerables recompensas. Aquí se honra a cuantos sobresalen en las artes y ciencias útiles a la navegación, se dispensan consideraciones al buen geómetra; se aprecia mucho al hábil astrónomo; se colma de bienes al piloto que aventaja a los demás; no se desprecia al buen carpintero, al contrario, se le paga y trata bien, halla recompensas ciertas y proporcionadas a sus servicios el diestro remero, se le alimenta y asiste cuando se halla enfermo, se cuida de su familia en su ausencia, se indemniza a esta si aquel perece en el naufragio, regresa a sus hogares después de haber servido por determinado tiempo, y por este medio se hallan cuantos son necesarios. Complácese el padre en dedicar al hijo a tan buena ocupación, y se apresura a instruirle en el manejo del remo desde la primera edad, a tender el cable y despreciar las borrascas. Así se conduce a los hombres sin violencia por el camino de las recompensas y del buen orden, y es en vano que la autoridad sola quiera producir el bien, porque no basta para ello la obediencia de los inferiores, preciso es ganar los corazones, y que hallen los hombres ventajas en aquellas mismas cosas en que haya de aprovechar su industria.»
 
 
 

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  Después de haber hablado así Narbal, me condujo a los almacenes, arsenales y demás destinado a la construcción naval; exigía yo la explicación de cada cosa, y escribía cuanto me era nuevo, recelando olvidar alguna circunstancia útil.
 
 
 

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  Sin embargo, como me amaba y conocía a Pigmalión, esperaba con impaciencia mi partida, temeroso de que fuese descubierto por los espías del rey, que día y noche discurrían por la ciudad; mas los vientos me impedían realizarla. Cuando nos ocupábamos en reconocer detenidamente el puerto e instruirnos de varios negociantes, se acercó a nosotros un ministro de Pigmalión que dijo a Narbal: «El rey acaba de saber por uno de los capitanes de las naves que han regresado con vos de Egipto, que habéis conducido un extranjero que pasa por chipriota, quiere que sea detenido y que se averigüe con certeza de qué países, con vuestra cabeza responderéis de su persona.» Hallábame yo a alguna distancia ocupado en observar las proporciones empleadas por los tirios en la construcción de una nave casi nueva, que por guardarlas exactamente en todas sus partes decían ser la más velera que se había visto en el puerto, y me informaba del que había dirigido su construcción.
 
 
 
 

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    Sobrecogido y lleno de sorpresa Narbal, respondió: «Voy a buscar a ese extranjero que es de la isla de Chipre.» Mas luego que le perdió de vista corrió a avisarme del peligro en que me hallaba. «Ya lo había yo previsto, me dijo, mi querido Telémaco, estamos perdidos. El rey, a quien atormenta día y noche la desconfianza, sospecha que no sois de la isla de Chipre; manda se os arreste, y que yo perezca si no os pongo en sus manos. ¿Qué haremos? ¡Dioses, inspiradnos para salir de este peligro! No habrá otro remedio, Telémaco, que conduciros al palacio del rey, sostened que sois chipriota, natural de Amatonte, e hijo de un estatuario de Venus, yo diré que he conocido a vuestro padre, y acaso os dejará partir sin  más investigaciones, no hallo otro medio de salvar vuestra vida y la mía.»
 
 
 

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   «Dejad perezca un desgraciado a quien el destino persigue, respondí a Narbal, me es preciso morir, y os debo demasiado para envolveros en mi infortunio. No puedo resolverme a mentir, ni soy chipriota, ni diré tampoco que lo soy. Los dioses ven mi sinceridad, y a ellos toca conservar mi vida si les place; mas no pretendo salvarla por medio de una mentira.»
 
 
 

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  «Telémaco, replicó Narbal, esta nada tiene que no sea inocente, ni aun los dioses pueden condenarla, sin perjudicar a nadie, salva a dos inocentes, y engaña al rey sin otro objeto que impedirle un crimen. Lleváis al extremo el amor a la virtud y el temor de ofenderá la religión.»
 
 
 

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  «Basta, le dije yo, que la mentira lo sea, para considerarla indigna de un hombre que habla en presencia de los dioses y que todo lo consagra a la verdad, el que la empaña ofende a aquellos y a sí mismo, pues habla contra su conciencia. No me propongáis, Narbal, lo que es indigno de vos y de mí. Si los dioses se compadecen de nosotros, ellos nos libertarán, si quieren que perezcamos, seremos víctimas de la verdad y dejaremos un ejemplo a los hombres de haber preferido la virtud sin mancha a una vida prolongada, la mía ya es demasiado larga para ser tan desventurado. Por vos sólo se aflige mi corazón, mi querido Narbal. ¿Por qué ha de seros tan funesta la amistad que habéis dispensado a un infeliz extranjero?»
 
 
 

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  Así permanecíamos largo tiempo cuando vimos acercarse, presuroso a otro ministro del rey, que venía de parte de Astarbe.

     Era ésta bella como una diosa, a las gracias del cuerpo  reunía los talentos: jovial, lisonjera, insinuante, pero estos atractivos engañosos ocultaban un corazón cruel y maligno como el de las sirenas; pues poseía el arte de disfrazar sus sentimientos por medio de la ficción y el artificio. Su belleza, su talento, su encantadora voz y su armoniosa lira, habían ganado el corazón de Pigmalión, que ofuscado por un amor violento hacia ella, abandonó a la reina Topha, su esposa. Sólo pensaba en satisfacer los deseos de la ambiciosa Astarbe, cuyo amor no le era menos funesto que su infame codicia. Pero sin embargo de amarla tanto, causábale a ella el rey desprecio y disgusto, ocultando sus verdaderos sentimientos y aparentando desear vivir sólo para él mientras era éste insufrible a sus ojos.
 
 
 

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   Había en Tiro un joven de Lidia llamado Malachôn, de maravillosa hermosura; pero afeminado, delicado y encenagado en todos los placeres, cuidaba sólo de conservar la finura de su tez, peinar el rizado cabello que descendía sobre la espalda, perfumarse, llevar con garbo los vestidos, y cantar sus amores acompañado de la lira. Viole Astarbe y le amó con frenesí. Despreciola él, porque amaba a otra y porque temía además exponerse al cruel resentimiento del rey, ofendiose ésta al verse despreciada, y en el exceso de su desesperación imaginó podía lograr pasase Malachôn por el extranjero a quien buscaban de orden del rey, y que decían haber llegado a Tiro en compañía de Narbal.

     En efecto, persuadió a Pigmalión y corrompió a cuantos podían haberle desengañado, pues como este no apreciaba a los hombres virtuosos, ni sabía conocerlos, estaba rodeado de personas interesadas, artificiosas y dispuestas a ejecutar sus órdenes injustas y sanguinarias, las  cuales temían la autoridad de Astarbe, y contribuían a engañar al rey temerosos de desagradar a aquella mujer altiva, que gozaba toda su confianza; y así, aunque conocido Malachôn por lidio en toda la ciudad, fue reputado por el joven extranjero que Narbal condujera de Egipto, y se le puso en prisión.
 
 
 
 

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Recelando Astarbe se presentase Narbal al rey y descubriese su impostura, envió apresuradamente a aquel ministro que le dijo estas palabras: «Astarbe os prohíbe descubráis al rey quien es el extranjero que habéis conducido de Egipto, sólo exige guardéis silencio, y obrará de modo que el rey quede satisfecho de vos. Sin embargo, daos prisa a que se embarque con los chipriotas a fin de que no sea visto en la ciudad.» Prometió callar Narbal lleno de gozo al ver podría salvar por este medio su vida y la mía; y satisfecho aquel ministro de haber logrado lo que deseaba, fue a dar cuenta a Astarbe de su comisión.
 
 
 

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  Admiramos la bondad de los dioses que recompensaban nuestra sinceridad, y cuidan solícitos de aquellos que todo lo arriesgan por la virtud.

     Mirábamos con horror a un monarca entregado a la codicia y la sensualidad. El que con tanto exceso, decíamos, teme ser engañado, merece serlo y lo es casi siempre groseramente. Desconfía de los hombres de bien y deposita su confianza en los malvados, y sólo él ignora lo que pasa. Ved a Pigmalión que es juguete de una mujer liviana. No obstante, los dioses hacen a la mentira instrumento de salvación para los buenos que prefieren la verdad a la vida.
 
 
 

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   Notamos haber cambiado los vientos y que eran ya favorables para navegar a Chipre. «Los dioses manifiestan su voluntad, exclamó Narbal, quieren salvaros, Telémaco, huid de esta tierra de maldición y de crueldad. ¡Ojalá pudiera seguíros a las más desconocidas riberas para vivir y morir a vuestro lado! Mas un destino adverso me une a mi desdichada patria, y es preciso padecer con ella, tal vez me veré obligado a sepultarme entre sus ruinas, no importa, con tal que diga siempre la verdad y ame mi corazón la justicia. En cuanto a vos, caro Telémaco, quieran los dioses guiaros y concederos hasta el último instante de vuestra vida la virtud, don el más precioso de todos los dones. Vivid, regresad a Ítaca, consolad a Penélope y libradla de sus temerarios amantes. Vean vuestros ojos, estrechen vuestros brazos al sabio Ulises, y halle él en vos un hijo que le iguale en sabiduría; pero en medio de vuestra felicidad acordaos del desventurado Narbal y conservadle siempre en vuestro corazón.»

     Al acabar estas palabras le estrechaba silencioso en mis brazos, porque los sollozos enmudecían mi voz y bañábale con mis lágrimas. Me acompañó hasta el navío,  permaneció en la orilla del mar, y partí sin que dejásemos de mirarnos mutuamente mientras pudimos vernos.



 
 

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