Libro II

[22]

Sumario

     Telémaco refiere que habiendo sido cogido por la armada de Sesostris fue llevado a Egipto. Describe la belleza de aquel país y el sabio gobierno de su monarca; que Mentor fue conducido a Etiopía como esclavo y que Telémaco se vio reducido a guardar un rebaño en el desierto de Oasis; que Termosiris, sacerdote de Apolo, le prestó consuelos enseñándole a imitar a este dios, y haber sido pastor del rey Admeto; que las maravillas ejecutadas por Telémaco le persuadieron de su inocencia, le llamó, le ofreció permitirle regresar a Ítaca; pero que su muerte le sumergió de nuevo en la desgracia; que le encerraron en una torre, desde la cual vio perecer al rey Bochoris en una refriega contra los sediciosos. [23]
 

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Libro II

     La altivez de los tirios había excitado la indignación del gran Sesostris, que reina en Egipto después de haber conquistado tantas provincias. Envanecidos aquellos pueblos con las riquezas adquiridas por su comercio, y animados con la fortaleza y situación marítima de la inexpugnable ciudad de Tiro, se resistieron a pagar a Sesostris el tributo que les impuso cuando regresaba de sus conquistas, y auxiliaron con tropas a su hermano que intentó asesinarle en medio del regocijo y profusión de un sarao.

     Deseoso Sesostris de humillar su altivez, había resuelto impedirles el comercio en todos los mares, y cruzaban por todas partes sus bajeles en busca de los fenicios. Encontramos una escuadra egipcia cuando empezábamos a perder de vista las montañas de Sicilia, y cuando el puerto y la tierra huían de nosotros al parecer para [24] ocultarse entre las nubes. Acercose a nosotros cual una ciudad flotante, y al reconocerla quisieron alejarse los fenicios; mas no era ya tiempo. Sus bajeles eran más veleros que los nuestros, los favorecía el viento, y llevaban mayor número de remeros: nos abordaron, ocuparon el navío, y nos condujeron prisioneros a Egipto.
 

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     En vano les manifesté que no éramos fenicios, pues apenas me escucharon: consideráronnos como esclavos, con quienes trafican los fenicios, y sólo se ocuparon de la utilidad de la presa. Descubrimos las aguas del mar mezcladas ya con las del Nilo, y después de haber visto las costas de Egipto casi tan bajas como el mar, llegamos a la isla de Faros, inmediata a la ciudad de No, desde donde subimos por aquel caudaloso río hasta Menfis.
 

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     Si el dolor consiguiente a la esclavitud no nos hubiese hecho insensibles al placer, hubiera encantado [25] nuestros ojos la vista de aquel fértil país, semejante a un delicioso jardín regado por innumerables canales. No era posible dirigirla a sus riberas sin descubrir populosas ciudades, casas de campo, terrenos que sin descansar jamás se cubren todos los años de doradas mieses, praderas pobladas de ganados, labradores cuyas trojes no son suficientes para encerrar los frutos abundantes de aquella tierra, y pastores que hacían resonar en las quebradas de los valles vecinos los sonidos agradables de sus rústicos instrumentos.
 

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     «¡Feliz, decía Mentor, el pueblo a quien rige un sabio monarca, pues vive dichoso en la abundancia amando al autor de su felicidad! Así, oh Telémaco, debéis reinar para bien de vuestros pueblos, si algún día os colocan los dioses en el trono de Ítaca. Amadlos como a vuestros hijos, y gustaréis el placer de que os amen, y hacedles conocer que nunca pueden vivir contentos y en paz sin recordar ser deudores de estos beneficios al rey sabio y prudente que supo proporcionárselos. El monarca que sólo piensa en ser temido y en humillar a sus vasallos para que vivan más sumisos, es el azote de la especie humana: se le teme como desea; mas también se le aborrece y detesta, y tiene que temer de aquellos más que estos de su tiranía.»
 

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     «¡Ah!, respondía yo a Mentor, en vano es recordar las máximas que debe seguir un soberano, pues ya acabó Ítaca para nosotros, no volveremos a ver nuestra patria, ni tampoco a Penélope; y aunque regrese Ulises a su reino cubierto de gloria, no tendrá el placer de abrazar a su hijo Telémaco, así como yo careceré también del de obedecerle para aprender a reinar. Muramos, querido Mentor, muramos pues los dioses no se apiadan de nosotros.» [26]
 

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     Esto decía yo, interrumpiendo mi voz sollozos repetidos. Pero Mentor, que preveía los males antes de llegar, no sabía temerlos cuando se presentaba la ocasión de sufrirlos. «Hijo indigno del sabio Ulises, exclamó; ¡cómo, pues, os dejáis vencer de las desgracias! Día llegará en que volváis a ver a Ítaca y también a Penélope; veréis con todo el esplendor de su primitiva gloria al que no habéis conocido, al invencible Ulises, que en medio de infortunios mucho mayores que los vuestros, jamás se abatió, él os enseña a no abatiros; y si supiese desde los remotos países a donde le arrojaron las tempestades que su hijo no sabe imitar su valor y sufrimiento, se llenaría de oprobio, y le sería esta nueva mucho más sensible aún que las desventuras que sufre ha tanto tiempo.»
 

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     Después de haber hablado así Mentor, me hizo notar el gozo y la abundancia en que viven todos los habitantes de las veintidós mil poblaciones que se cuentan en las llanuras de Egipto. La buena policía, la justicia administrada con igualdad al pobre y al rico, la bien dirigida educación de los niños a quienes acostumbran a la obediencia, al trabajo, a la sobriedad, y al amor a las ciencias y a las artes; la exactitud en las ceremonias religiosas; y el interés, el honor y la fidelidad hacia los hombres, y la veneración hacia los dioses que inspiran los padres a sus hijos. No se cansaba de ponderar tan sabio orden de administración, y a cada instante me decía: «¡Felices los pueblos que así gobierna un rey sabio; pero más feliz todavía el monarca que hace dichosos a tantos pueblos, y encuentra la felicidad en su propia virtud, pues sujeta a los hombres por medio de un vínculo cien veces más fuerte que el del temor; esto es, por el amor de sus vasallos, que no sólo le obedecen sino que desean [27] obedecerle, y reinando en los corazones de todos temen perderle y darían por él sus vidas!»
 

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     Examinaba yo cuanto me decía Mentor, y sentía reanimarse mi valor a proporción que le escuchaba. Apenas llegamos a Menfis, ciudad opulenta y magnífica, mandó el gobernador pasásemos a Tebas para presentarnos a Sesostris, que gusta de examinar las cosas por sí mismo, y se hallaba irritado contra los tirios. Volvimos a emprender la navegación por el Nilo, y subimos hasta Tebas, ciudad famosa por sus cien puertas, donde reside aquel poderoso rey, la cual nos pareció muy extensa y de mayor población que las más florecientes de Grecia. Hállase allí la policía en estado de perfección por el aseo de sus calles, por el mucho surtido de aguas, comodidad de baños, adelantamiento en las artes y seguridad pública; sus plazas están adornadas con fuentes y obeliscos; los templos son de mármol y de una arquitectura sencilla, pero majestuosa. El palacio del príncipe ocupa tanto como una gran ciudad, y en él sólo se ven columnas preciosas, pirámides, obeliscos, estatuas colosales, y muebles de oro y plata.
 

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     Los que nos habían apresado dijeron a Sesostris haberlo sido en un bajel fenicio. Escucha éste diariamente y a horas señaladas a todos los que tienen quejas que dar, o que comunicarle avisos, y no desprecia ni rehúsa a ninguno, pues vive persuadido de que es rey para hacer bien a sus vasallos, a quienes ama como hijos. En cuanto a los extranjeros los recibe con benevolencia y quiere verlos, persuadido de que siempre se aprende de ellos alguna cosa útil, instruyéndose de las costumbres y máximas de pueblos lejanos.

     Esta recomendable curiosidad de Sesostris dio margen a que nos presentasen a él. Hallábase sobre un trono de [28] marfil, y empuñaba el cetro de oro. Es ya anciano, pero agradable y lleno de majestad y dulzura. Administra justicia a sus pueblos con tal paciencia y sabiduría que pudiera admirarse sin adulación; y después de haber ocupado el día en arreglar los negocios y administrar una rigurosa justicia, se solaza durante la noche escuchando hombres sabios u honrados, a quienes sabe elegir antes de dispensarles su confianza. En el discurso de su vida sólo puede censurársele por haber triunfado con excesivo aparato de los reyes vencidos, y fiádose de uno de sus vasallos cuyo carácter describiré más adelante. Llamó su atención mi juventud, me preguntó mi nombre y patria, y quedamos admirados al oírle: la prudencia dictaba sus palabras.
 

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     «Poderoso rey, le respondí, no ignoráis el sitio de [29] Troya que ha durado diez años, ni la ruina de aquella ciudad que tanta sangre ha costado a la Grecia. Ulises mi padre ha sido uno de los principales reyes que la han arrasado, y vaga por los mares sin encontrar la isla de Ítaca que forma sus dominios. Yo le busco, y una desgracia igual a la suya me ha arrastrado a la esclavitud. Volvedme a mi padre y a mi patria, y quieran los dioses conservar a vuestros hijos, y dejarles disfrutar el gozo de vivir regidos por un padre tan bueno.»
 

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     Compadeciose de mí, pero quiso saber si era cierto lo que le decía, y a este fin nos entregó a uno de sus ministros, encargándole se informase de los que nos habían apresado acerca de si éramos griegos o fenicios. «Si son fenicios, le dijo, preciso es castigarlos con mayor rigor por ser enemigos, y haber intentado engañarnos valiéndose de una mentira. Si griegos, quiero se les trate bien y que regresen a su patria en uno de mis bajeles, porque estimo a la Grecia; muchos egipcios han dictado leyes en ella; conozco la virtud de Hércules y la gloria de Aquiles, y admiro cuanto me han referido de la prudencia del desdichado Ulises: sobre todo, deseo proteger la virtud desgraciada.»
 

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     El ministro encargado de este examen posee un corazón tan artificioso y corrompido, cuanto es el de Sesostris generoso y sincero. Llámase Metofis, y nos hizo varias preguntas procurando sorprendernos; mas advirtiendo que Mentor respondía con más sagacidad que yo, le miró con aversión y desconfianza, porque los malos se irritan siempre contra los buenos, y nos separó, desde cuyo momento ignoro lo que haya ocurrido a Mentor.
 

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     Fue para mí esta separación un golpe mortal. Prometíase Metofis que examinándonos separadamente podríamos contradecirnos; y sobre todo que alucinándome [30] con lisonjeras promesas, llegaría a confesar lo que ocultase Mentor. Por último, no buscaba la verdad de buena fe, y deseaba hallar algún pretexto para decir al rey que éramos fenicios, con el objeto de hacernos esclavos. En efecto, sin embargo de nuestra inocencia, y a pesar de la sabiduría de Sesostris halló un medio para engañarle.

     ¡Cuántos peligros rodean a los reyes! Aun los más sabios son engañados muchas veces, porque en torno suyo se hallan siempre hombres falaces y codiciosos. Huyen de ellos los buenos, porque ni adulan ni solicitan, esperan ser buscados, y los reyes no saben hacerlo. Los malos, por el contrario, son atrevidos, engañosos, solícitos para insinuarse y agradar, diestros para fingir, y están dispuestos a hacerlo todo contra el honor y la conciencia para satisfacer las pasiones de los que reinan. ¡Ah! ¡qué infelices son los reyes por estar expuestos a los artificios del malo! Si no desoyen la lisonja, si no aman a los que les dicen la verdad, cierta es su perdición. He aquí las reflexiones que yo hacia en medio de mi desgracia, recordando cuanto había oído decir a Mentor.

     Enviome Metofis hacia las montañas del desierto de Oasis, en compañía de otros esclavos, para que con ellos me ocupase en guardar sus numerosos rebaños.
 

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     «Y bien, interrumpió Calipso, ¿qué hicisteis entonces, vos que preferisteis en Sicilia la muerte a la esclavitud?»

     «Iba en aumento mi desgracia, respondió Telémaco, carecía hasta del miserable consuelo de elegir entre la esclavitud y la muerte. Fue preciso que me viese esclavo, y que agotase todos los rigores de la fortuna. Ninguna esperanza me quedaba, y ni aun podía decir una sola palabra para procurar mi libertad. Después me ha dicho Mentor haberle vendido a los etíopes y conducídole a Etiopía.» [31]
 

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     Llegué a aquellos espantosos desiertos en que sólo se ven arenas encendidas en la llanura, y nieves eternas que producen un continuo invierno en las cumbres de las montañas, encuentran los ganados entre las breñas, y en la parte media del declive de las escarpadas rocas, el pasto que necesitan, y son tan profundos los valles que apenas luce en ellos el encendido Apolo.
 

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     Allí no hallé otra cosa que pastores tan rústicos como el país. Lastimábame de mi suerte durante la noche, y pasaba el día en pos de mi rebaño para libertarme del furor brutal de un esclavo que se prometía la libertad manifestándose celoso por los intereses de su señor, acusando incesantemente a sus compañeros, llamábase Butis, y fue preciso sucumbir a su rigor. Estrechado por el dolor, olvidé un día el rebaño y me recosté sobre la yerba[32] cerca de una caverna, y allí aguardaba la muerte no pudiendo sobrellevar mi desgracia.
 

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     De improviso noté que se estremecía la montaña, que las corpulentas encinas y elevados pinos se precipitaban al parecer desde las cumbres, que los vientos suspendían su acelerado curso, y llegó a mi oído una voz profunda y pavorosa que articuló estas palabras: «Hijo del sabio Ulises, imita el ejemplo de tu padre, y sé como él, grande por tu sufrimiento. Los príncipes venturosos no siempre son dignos de serlo, porque los corrompe la molicie y los embriaga la vanidad. ¡Cuán dichoso serás si sufres resignado la desgracia y jamás la olvidas! Volverás a Ítaca, y tu gloria competirá con los astros; pero cuando te veas superior a los demás hombres, recuerda que has sido débil, pobre y afligido como ellos, y complácete en consolarlos: ama a tu pueblo, detesta la lisonja, y sabe que nunca serás grande si no llegas a ser moderado y animoso para vencer tus pasiones.»
 

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     Estas palabras celestiales penetraron hasta lo íntimo de mi corazón, y reanimaron en él el gozo y el valor; mas no experimenté aquel pavor que hace erizar el cabello y hiela la sangre en las venas cuando los dioses se dejan oír de los mortales, levánteme con tranquilidad, y adoré a Minerva postrado y con las manos alzadas hacia el cielo, por haber creído que a ella debía este oráculo. Desde aquel momento me sentí superior a la desgracia: la sabiduría ilustraba mi entendimiento, y ya era capaz de moderar mis pasiones y contener la impetuosidad de mi juventud. Me hice amar de todos los pastores del desierto, y mi agrado, sufrimiento y exactitud vencieron al cruel Butis, que se había complacido en atormentarme, y cuya autoridad reconocían todos los esclavos.
 

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     Para hacer más soportable la esclavitud y la soledad [33] me procuré libros, pues me hallaba en extremo triste por no encontrar consejos prudentes que pudiesen alimentar mi entendimiento y confortar mi corazón. «¡Felices, decía yo, aquellos que disgustados de los placeres violentos llegan a vivir satisfechos con el goce de ocupaciones inocentes! ¡Y felices también los que se instruyen y recrean cultivando el vasto campo de las ciencias! A donde quiera que los conduzca una fortuna adversa llevan recursos contra su desgracia, siéndoles desconocido el disgusto que experimentan los demás hombres en el centro mismo de los placeres. ¡Afortunado el que hallando su encanto en la lectura no se ve como yo privado de ella!»
 

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     Mientras que así discurría, iba internándome en un espeso bosque, en donde vi cierto anciano que tenía en la mano un libro. Su frente era espaciosa, aunque surcada de arrugas, cubríale el pecho la blanca barba; su estatura era alta y majestuosa, y su tez aún fresca y sonrosada los ojos penetrantes; suave la voz e insinuantes las palabras, nunca vi anciano tan venerable. Llamábase Termosiris, y era sacerdote de Apolo, a quien servía en un templo de mármol, consagrado a este dios por los reyes de Egipto en aquel bosque. El libro que tenía en las manos era una colección de himnos en loor de los dioses.

     Acercose a mí afectuosamente, y comenzamos a hablar. Refería de tal manera las cosas pasadas que parecía estarlas viendo, mas con tal concisión que nunca me cansaron sus narraciones, y preveía lo futuro por la sabiduría profunda que le hacía conocer a los hombres y los designios de que son capaces; pero a pesar de su prudencia era jovial, complaciente, y no podía encontrarse en la más florida juventud tanta gracia como la que se notaba en aquel hombre en medio de sus muchos años; [34] al mismo tiempo amaba a los jóvenes dóciles e inclinados a la virtud. Bien pronto me amó con ternura: llamábame su hijo, y me dio libros para entretenerme y consolarme. «Sin duda, le decía yo muchas veces, los dioses que me han arrebatado a Mentor, se apiadan de mí dándome en vos un nuevo apoyo.» Inspiraban los dioses a aquel hombre, semejante a Orfeo y a Lino. Recitábame los versos que había hecho y los de los más célebres poetas, y cuando revestido de su larga y blanca túnica tomaba la lira de marfil y cantaba el poder de los dioses, la virtud de los héroes y la sabiduría del hombre que prefiere la gloria a los placeres, postrábanse los tigres y leones ante él para halagarle y lamer su planta, abandonaban los sátiros los bosques para danzar en torno suyo, parecían sensibles los troncos, y que conmovidas las peñas se precipitaban desde la cima de los montes al compás de sus canoros acentos.
 

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  Me excitaba a que cobrase ánimo, pues no podían [35] abandonar los dioses a Ulises ni a su hijo, y a que siguiese el ejemplo de Apolo enseñando a los pastores a cultivar las musas. Apolo, me decía, indignado de que Júpiter le turbase el cielo con sus rayos en los días más serenos, quiso vengarse hiriendo con sus flechas a los cíclopes que los forjaban. Desde entonces cesó el Etna de vomitar torrentes de fuego, ya no se oyeron los fuertes golpes de sus terribles martillos, que cayendo con violencia en los yunques estremecían las profundas cavernas de la tierra y los abismos del mar; y empezó a enrobinarse el hierro, a causa de no trabajarle los cíclopes. Abandonó Vulcano su fragua, y aunque cojo, subió presuroso al Olimpo cubierto de polvo y de sudor, quejose amargamente a presencia de todos los dioses, e irritándose Júpiter arrojó a Apolo de los cielos precipitándole en la tierra, entre tanto seguía su hermoso carro el acostumbrado curso, y proporcionaba a los hombres la oscuridad y la luz, dividiendo la noche del día, y marcando el inalterable período de las estaciones.

     Privado Apolo de sus rayos, viose precisado a ser pastor, y apacentó los rebaños del rey Admeto. Tañía la flauta, y todos los pastores concurrían a escucharle a la orilla de una clara fuente que nacía risueña bajo la apacible sombra de copudos olmos. Todos ellos vivieron hasta entonces cual feroces bestias, sin otra ocupación que apacentar los ganados, esquilar las ovejas, y elaborar el queso, de modo que el país parecía un horrible desierto.
 

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     Mas bien pronto les hizo conocer Apolo las delicias de la vida campestre. Cantaba la hermosura de las flores que produce la primavera, los aromas que exhalan, y la amena verdura que cubre la tierra en pos de aquella estación florida, describía las hermosas noches del verano,[36] refrescadas por el soplo de los céfiros para consolar al hombre, y el plateado rocío que mitiga la sed de la madre común. Eran objeto de sus canciones las doradas mieses con que recompensa el otoño las afanosas tareas del labrador, y la sosegada calma del invierno durante el cual se divierte la tierna juventud danzando en derredor de la hoguera; y por último representábales ora los sombríos bosques que cubren los montes y profundos valles, ora los ríos que con mil rodeos discurren por las praderas gozándose al regarlas, y también enseñó a los pastores los encantos de la vida campestre para los que saben gozar de la sencillez y gracias de la naturaleza.

     Considerábanse los pastores más felices que los monarcas, y reinaban en sus humildes chozas los placeres puros que huyen de los palacios. Los juegos, la risa y la jovialidad acompañaban su inocencia. Eran diarias las fiestas, y sólo escuchaban el trinado gorjeo de las aves, el agradable soplo de los céfiros que movían dulcemente las hojas del árbol, el ruido de las aguas que se precipitaban desde las elevadas rocas, o el melodioso canto que inspiraban las musas a los pastores compañeros de Apolo. Aprendieron de éste a ganar el premio en la carrera y a herir con sus flechas al gamo y al ciervo. Envidiaron los dioses la felicidad de los pastores pareciéndoles la vida que gozaban superior a su misma gloria, y volvió Apolo al Olimpo.
 

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    «Hijo mío, añadía, la historia de Apolo debe instruiros, pues os halláis en el mismo estado. Romped esta tierra inculta; haced como él que brote flores el desierto; conozcan los pastores los encantos de la armonía; dulcificad sus corazones salvajes; enseñadles la virtud, y lleguen a conocer cuán agradable es la soledad, cuyos inocentes placeres nadie puede quitarles. Vendrá un día, [37] hijo mío, vendrá un día en que los afanes propios de los que reinan os harán desear la vida pastoril.»
 

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     Después de haber hablado así Termosiris, me dio una flauta, cuyos agradables sonidos se repitieron en los ecos de los montes, y atrajeron en torno mío a los pastores vecinos. Los acentos de mi voz encerraban una armonía celestial; sentíame superior a mí mismo para cantar las bellezas con que la naturaleza ha hermoseado los campos, y pasábamos días enteros y parte de las noches cantando juntos. Todos los pastores olvidaron sus cabañas y ganados, y permanecían como absortos en derredor mío mientras yo les daba lecciones; al parecer nada tenían ya de salvaje los desiertos; todo era en ellos agradable y risueño, pues civilizados los habitantes civilizábase la tierra por imitarlos.
 

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     Reuníamonos frecuentemente en el templo que servía el sacerdote Termosiris para hacer sacrificios a Apolo. Iban los pastores coronados de laureles en honor de este dios, y las pastoras danzando con guirnaldas de flores y cestas sobre su cabeza, que contenían los dones sagrados; y después del sacrificio celebrábamos un festín campestre, siendo los más regalados manjares leche de las cabras y ovejas que ordeñábamos nosotros mismos, y frutas recientes cogidas por nuestra propia mano, como el dátil, el higo y la uva; sentábamonos sobre la florida yerba, y dábannos los frondosos árboles sombra más grata que los dorados techos de opulentos palacios.
 

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     Pero nada extendió mi fama entre los pastores, como un león hambriento que acometió a mi rebaño y comenzó a causar horribles estragos. Corrí a él sin otras armas que el cayado. Erizó la melena, enseñó el carnívoro diente y la terrible garra, y abriendo los encendidos ojos hacia los ijares con la cola. Tendile en tierra, y la débil [38] cota de malla que cubría mi pecho, según la costumbre de los pastores de Egipto, impidió me despedazase. Tres veces quedó tendido en tierra, y otras tantas se levantó, sus rugidos estremecían los bosques; por último, le ahogué entre mis brazos, y los pastores testigos del vencimiento quisieron me adornase con sus despojos vistiendo la hermosa piel de aquella fiera.
 

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     La fama de esta hazaña, y el cambio en el carácter y costumbres de los pastores, se difundió por todo Egipto y llegó a oídos de Sesostris, a quien dijeron que uno de los dos cautivos apresados como fenicios, había hecho aparecer de nuevo el siglo de oro en aquellos desiertos casi inhabitables, y quiso verme, porque era aficionado a las musas e interesaba a su corazón cuanto podía instruir a los hombres. Me presenté a él, me oyó con agrado, y averiguó haber sido engañado por la codicia de [39] Metofis, a quien condenó a una prisión perpetua privándole además de las riquezas que injustamente poseía. Desdichados, decía, aquellos que se encuentran en una condición superior a la de los demás hombres. Las más veces no pueden descubrir la verdad por sí mismos. Rodeados de personas que impiden llegue a los ojos del que manda, se interesan en engañarle ocultando su ambición bajo aparente celo. Dicen aman al rey; mas en realidad aman sólo las riquezas que les da, y tan escaso es su amor que le adulan y engañan sólo para obtener su favor.
 

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     Desde entonces me trató Sesostris con particular estimación, y resolvió regresase a Ítaca con tropas y bajeles para libertar a Penélope de todos sus amantes. Ya estaba dispuesta la armada y pensábamos embarcarnos. Admiraba yo la instabilidad de la fortuna que ensalza de repente a los más abatidos; y con esta experiencia me prometía volviese Ulises a su reino después de padecimientos prolongados, y que podría hallar a Mentor aunque le hubiesen conducido a los países más remotos de la Etiopía.

     Pero mientras retardaba yo mi partida con la esperanza de lograr nuevas del uno y del otro, murió repentinamente Sesostris, que era muy anciano, quedando yo expuesto a nuevas calamidades.
 

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     Esta pérdida causó el mayor desconsuelo a todo el Egipto. Lamentábanse de ella las familias cual pudieran hacerlo de la de su mejor amigo, de su protector, de su padre. Alzaban las manos al cielo los ancianos exclamando: «¡Jamás hubo en Egipto mejor rey, ni le habrá semejante! ¡Oh dioses! o no haberle dado a los hombres, o no privarles nunca de él. ¿Por qué sobrevivimos al gran Sesostris?» Murieron las esperanzas de Egipto, decían los [40] jóvenes: «felices nuestros padres que han vivido bajo el suave imperio de tan buen rey; más desdichados nosotros que sólo le hemos conocido para lamentar su pérdida.» Y sus criados lloraban amarga e incesantemente. Por espacio de cuarenta días corrieron de tropel los moradores de los más lejanos pueblos para asistir a sus funerales, deseosos de ver el cadáver de Sesostris para grabar en la memoria su imagen; y muchos de ellos quisieran ser encerrados con él en el sepulcro.
 

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     Hizo su pérdida más dolorosa todavía el carácter de su hijo Bochoris, que ni era humano con los extranjeros, ni protegía las ciencias, ni amaba la virtud ni la gloria. La grandeza de su padre contribuyó a hacerle indigno del cetro, pues educado en la molicie y de carácter altivo despreciaba a los hombres por creerlos nacidos sólo para él, y ser de otra naturaleza que ellos; ocupándose únicamente de satisfacer sus pasiones, dilapidando los inmensos tesoros reunidos por su padre a costa de fatigas, afligiendo a los pueblos, chupando la sangre de los desgraciados, y siguiendo por último los perniciosos consejos de inexpertos jóvenes que le rodeaban, mientras alejaba de sí con desprecio a los prudentes ancianos que obtuvieron la confianza de aquel. Era un monstruo, no un rey. Lamentábase todo el Egipto, y sin embargo de que la memoria de Sesostris era a los egipcios tan cara y les hacía soportar las crueldades de su hijo, corría este a su perdición, pues no podía ocupar el trono por mucho tiempo un príncipe tan indigno de él.
 

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     Ninguna esperanza tenía de regresar a Ítaca. Permanecí en una torre situada a las orillas del mar cerca de Pelucio, en donde debía haberse verificado mi embarque, si no lo hubiese impedido la muerte de Sesostris. Logró Metofis la libertad y el favor del nuevo rey, y me [41] hizo encerrar en aquella torre para satisfacer su encono por haber sido causa de su desgracia. Pasaba allí los días y las noches en la mayor aflicción, pareciéndome un sueño la predicción de Termosiris y lo que había escuchado a la entrada de la caverna; me hallaba en un abismo de dolor. Contemplaba las olas que venían a estrellarse al pie de la torre, y los bajeles que agitados por las borrascas corrían el peligro de perecer en las rocas que la servían de cimiento; y lejos de compadecer a los que tan próximos se veían al naufragio envidiaba su suerte. En breve, decía yo, hallarán término sus desgracias, o arribarán a su patria; ¡pero triste de mí, que no puedo esperar lo uno ni lo otro!
 

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     Cuando así me consumía inútilmente, descubrí una grande armada, cuyos mástiles y entenas parecían un [42] dilatado bosque. El mar se veía cubierto de velas hinchadas por el viento, y el incesante golpe de innumerables remos convertía en espuma la superficie de las aguas. Por donde quiera llegaba a mis oídos una confusa gritería; corrían espantados varios egipcios para tomar las armas, mientras corrían otros en busca de la armada. Pronto conocí que los bajeles que la componían, parte eran fenicios y parte de la isla de Chipre; porque mis desgracias me habían suministrado experiencia acerca de la navegación. Pareciome no estar de acuerdo los egipcios, y sin dificultad juzgué que las violencias del insensato Bochoris habrían sublevado sus vasallos encendiendo la guerra civil. Desde lo más elevado de la torre fui testigo de un combate encarnizado.

     Aquellos egipcios, que habían llamado en su auxilio a los extranjeros, favorecieron el desembarco y en seguida acometieron a sus compatriotas, a cuya cabeza venía el rey. Animábalos éste con su ejemplo, y semejante al dios Marte corrían en torno suyo ríos de sangre, teñíanse en ella las ruedas de su carro, que apenas podían rodar sobre los montones de cadáveres mutilados. Aquel joven rey, bien formado, vigoroso, de aspecto altivo y fiero, tenía pintados en sus ojos el furor y la desesperación, y cual un caballo desbocado guiaba el azar su valor sin que le moderase la prudencia. Ni sabía reparar sus faltas, ni dar órdenes precisas, ni preveía los males que le amenazaban, ni conducía sus escuadrones a donde lo exigía la necesidad. Mas no porque le faltase disposición, no: su valor y su talento eran iguales; sino porque jamás había recibido las lecciones de la desgracia, y su corazón se hallaba emponzoñado por la adulación de sus maestros. Embriagado con el poder y la fortuna, pensaba que debía ceder todo a sus impetuosos deseos, y le [43] irritaba la menor resistencia. Entonces ya no raciocinaba, y como fuera de sí, le convertía su propio orgullo en una bestia feroz, abandonándole la razón y la bondad hasta verse obligados sus más fieles servidores a huir de su lado; pues sólo escuchaba a los que adulaban sus pasiones. Por esta razón adoptaba siempre resoluciones violentas, contrarias a sus verdaderos intereses, y detestaban su imprudente conducta todos los hombres de bien.
 

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     Sostúvose por largo tiempo su valor contra una multitud de enemigos; mas sucumbió. Yo le vi perecer: el dardo de un guerrero fenicio atravesó su pecho, quedaron abandonadas las riendas de los caballos, cayó del carro y espiró; cortó su cabeza un soldado de Chipre, y alzándola del suelo cogida de la cabellera la presentó como en triunfo al ejército victorioso.
 

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     Mientras viva no se borrará de mi memoria la vista de aquella cabeza ensangrentada, con los ojos cerrados, el rostro desfigurado y pálido, la boca entreabierta como si quisiese acabar la palabra comenzada, y aquel aire [44] altivo y amenazador que no pudo borrar la misma muerte. Sí, toda mi vida estará ante mis ojos, y si los dioses me elevasen al trono algún día, no olvidaré, después de tan funesto ejemplo, que un rey no es digno del cetro, ni le hace dichoso el poder, si no le somete a la razón. ¡Ah! ¡qué desventura es para el hombre destinado a hacer la felicidad pública, el ser superior a los demás hombres sólo para causar su desgracia!

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