Sumario

     Viendo Mentor a Telémaco en el campo de los aliados, vase a juntar con él y contribuye con su presencia a que sean aceptadas las condiciones de paz que aquel les había propuesto en nombre de Idomeneo. Entran los reyes como amigos en Salento, ratifícanse los tratados, se dan recíprocos rehenes, y hacen un sacrificio entre la ciudad y el campo en confirmación de la alianza.
 

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Libro XI

     En tanto que los confederados enemigos de Salento se apresuraban a acercarse para observarlos y escuchar de cerca sus sabios discursos, se esforzaban Idomeneo y los suyos a leer con ojos ansiosos en sus acciones y rostros.

     Impaciente Telémaco separose de la multitud que le acompañaba, corrió a la puerta por donde había salido Mentor, y mandó abrirla. Creía Idomeneo tenerle a su lado, mas en breve se llenó de sorpresa viéndole correr fuera de la ciudad y llegar a donde se hallaba Néstor, que le conoció; y aunque con paso trémulo y tardío se adelantó a recibirle. Le abrazó Telémaco, permaneciendo así algún tiempo sin decirle cosa alguna; mas al fin exclamó: «¡Oh padre querido! no temo llamaros así, porque la desgracia de no hallar al que verdaderamente lo es, y las bondades con que me habéis favorecido, me dan derecho a servirme de nombre tan tierno, ¡padre! ¡caro padre mío! vuelvo a veros; ¡ojalá pudiera abrazar del mismo modo a Ulises! Si alguna cosa alcanzase a consolarme después de haberle perdido, sería sin duda el hallar en vos otro Ulises.»

     No pudo Néstor contener las lágrimas conmovido de gozo al ver las que corrían por las mejillas de Telémaco. La hermosura, afabilidad y noble calma de aquel joven desconocido, que cruzaba sin la menor precaución por entre número tan crecido de tropas enemigas, llenó de sorpresa a los confederados. «¿Es, preguntaban, el hijo de ese anciano que ha venido a hablar con Néstor? Sin duda, en los dos se descubre igual sabiduría, sin embargo de que se hallan en edades opuestas, en este comienza a florecer, y en el otro produce ya con abundancia los más sazonados frutos.»
 

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     Mentor, a quien llenó de satisfacción la ternura con que Néstor acababa de recibir a Telémaco, aprovechó tan feliz ocasión y le dijo: «Ved aquí al hijo de Ulises, tan caro a toda la Grecia y a vos mismo ¡sabio Néstor!, aquí le tenéis, yo os le entrego en rehenes y como prenda la más preciosa que se os puede dar de la fidelidad de las promesas de Idomeneo. Bien comprenderéis no puedo yo querer suceda la pérdida del hijo a la del padre, y que la desventurada Penélope pueda reconvenir a Mentor por haber sacrificado a su hijo a la ambición del nuevo rey de Salento. ¡Pueblos reunidos de tantas naciones diferentes! con esta prenda que ha venido a ofrecerse espontáneamente, y que os envían los dioses protectores de la paz, empezare a proponeros las condiciones de ella, para que sea sólida y duradera.»

     Al pronunciar la palabra paz, dejose oír un confuso rumor en todo el ejército. Temblaban de cólera aquellas diferentes tropas, creyendo desperdiciaban todo el tiempo que tardaban en comenzar la pelea, e imaginaban que los discursos entre los dos ancianos no tenían otro objeto que entibiar su furor y arrebatarles la presa; y los mandurienses con especialidad, se llenaban de impaciencia al considerar podría prometerse Idomeneo engañarles de nuevo. Intentaron varias veces interrumpir a Mentor recelando que sus palabras llenas de sabiduría hiciesen impresión en sus aliados; y empezaron a desconfiar de todos los caudillos griegos. Notándolo Mentor se apresuró a dar pábulo a su desconfianza para dividirlos.

     «Confieso, les dijo, que los mandurienses tienen motivos para quejarse y pedir alguna reparación de los daños que han sufrido; pero tampoco es justo que los griegos que establecen colonias en esta costa, sean sospechosos y odiosos a los antiguos habitantes del país, cuando por el contrario deben estar los griegos unidos entre sí para obligarlos a que les traten bien, basta sean moderados y que no intenten jamás usurparles sus tierras. Cierto es que Idomeneo ha tenido la desgracia de inspiraros recelos; pero es fácil que desaparezcan. Telémaco y yo nos ofrecemos por rehenes que respondan de la buena fe de Idomeneo, y permaneceremos en vuestro poder hasta que se haya cumplido enteramente todo lo que se os prometa. Lo que inflama vuestro furor, oh mandurienses, añadió alzando la voz, es que las tropas de los cretenses se han apoderado de los pasos de las montañas por sorpresa, y que esto les facilita la entrada en el país adonde os habéis retirado por dejarles las orillas del mar, a pesar vuestro, siempre que lo intenten; y esos pasos que han fortificado con altas torres, guarnecidas de soldados, son el verdadero móvil de la guerra. Respondedme: ¿hay otro alguno?»

     «¡Qué no hemos hecho para evitar la guerra!, dijo a esta sazón el caudillo de los mandurienses adelantándose algunos pasos. Los dioses son testigos de que no hemos renunciado a la paz sino después de perdida la esperanza de ella, a causa de la inquieta ambición de los cretenses, e imposibilidad en que nos han puesto de fiarnos de sus juramentos. ¡Nación insensata que nos ha reducido a nuestro pesar a la dura necesidad de adoptar contra ella el partido de la desesperación, y de no poder hallar nuestra seguridad sino en su ruina! Mientras se conserven los pasos de las montañas, viviremos persuadidos de que quieren usurparnos nuestras tierras y reducirnos a esclavitud. Si fuese cierto que no piensan en otra cosa que en vivir en paz con sus vecinos, se contentarían con lo que les hemos cedido sin dificultad, y no se empeñarían en conservar las entradas en un país contra cuya independencia no formarían ningún proyecto ambicioso. Pero no los conocéis bien ¡sabio anciano! Nosotros hemos llegado a conocerlos por desgracia. ¡Hombre favorecido por los dioses!, no retardéis esta guerra justa y necesaria, sin la cual jamás podrá la Hesperia prometerse una constante paz. ¡Nación ingrata, engañosa, cruel, que los dioses irritados han enviado para turbar nuestra paz y castigarnos de nuestros defectos! Mas después de habernos castigado nos vengaremos. ¡Oh dioses! no seréis menos justos contra nuestros enemigos que contra nosotros.»

     Conmoviose toda la asamblea al escuchar estas palabras; y parecía que Marte y Belona corrían por entre las filas encendiendo en los corazones el furor de las lides que Mentor procuraba disipar. Volvió este a tomarla palabra y les dijo:

     «Si sólo tuviese promesas que haceros, podríais negaros a confiar en ellas; pero os ofrezco cosas ciertas y presentes. Si no os satisface tenernos en rehenes a Telémaco y a mí, haré os den doce cretenses de los más valientes y nobles; pero es justo los deis también por vuestra parte, pues si bien deseáis la paz sinceramente, accede a ella Idomeneo sin temor ni bajeza. La desea como vosotros decís haberla deseado; por prudencia, por moderación, no por apego a una vida muelle ni por flaqueza al considerar los peligros con que la guerra amenaza a los hombres. Está dispuesto a vencer o morir, aunque sin dejar de serle más agradable la paz que la mayor victoria. Se avergonzaría si temiese ser vencido; pero teme ser injusto, y no se ruboriza de querer enmendar sus yerros. Os ofrece la paz con las armas en la mano; sin que aspire a proponeros las condiciones de ella con altivez, pues la desdeñaría si fuese forzada. Desea que todos queden contentos de ella, que ponga término a la rivalidad, sofoque los resentimientos, y cicatrice las llagas que abriera la desconfianza. En una palabra, las intenciones de Idomeneo son las que pudierais desear vosotros mismos, y sólo se trata de convenceros de ello, lo cual no será difícil si queréis escucharme con calma y sin preocupación.

     ¡Pueblos valientes, oídme pues!, y vosotros, prudentes caudillos, escuchad también lo que ofrezco a nombre de Idomeneo. No es justo entre en las tierras de sus vecinos, ni tampoco que estos puedan ejecutarlo en las suyas; y consiente en que los pasos que ha fortificado con torres elevadas, sean guardados por tropas neutrales. Néstor, Filoctetes, sois griegos, y sin embargo os habéis declarado contra Idomeneo en esta ocasión, de consiguiente no podéis ser sospechosos como demasiado afectos a sus intereses. Si lo que os mueve es el interés común de la paz y de la independencia de la Hesperia, sed depositarios y custodios de los pasos que promueven la guerra pues no sois menos interesados en impedir que los antiguos pobladores de Hesperia destruyan a Salento, nueva colonia de griegos semejante a las que habéis fundado, que en no dar lugar a que Idomeneo usurpe los dominios de sus vecinos. Mantened el equilibrio entre los unos y los otros, y reservaos la gloria de ser jueces y medianeros en vez de llevar el hierro y el fuego al seno de un pueblo que debe seros caro. Me diréis que estas condiciones os parecerían ventajosas si pudieseis aseguraros de que las cumplirá Idomeneo de buena fe; mas voy a satisfaceros.

     Hasta que se hayan depositado en vuestras manos todos los pasos fortificados, habrá para seguridad recíproca los rehenes que os he indicado; y cuando la salud de toda la Hesperia, la de Salento y la del mismo Idomeneo se halle en vuestras manos, ¿estaréis satisfechos? ¿De quién podréis desconfiar entonces? ¿Será de vosotros mismos? No os atrevéis a fiaros de Idomeneo, y éste es tan incapaz de engañaros que quiere fiarse de vosotros. Sí, quiere confiaros el reposo, la vida, la independencia de su pueblo y la suya propia. Si es cierto que sólo deseabais una paz ventajosa, ya la tenéis para quitaros todo pretexto de retroceder. Mas no imaginéis, vuelvo a decir, reduzca a Idomeneo el temor a haceros estas proposiciones, la prudencia, la justicia le empeñan en tomar este partido, sin el recelo de que atribuyáis a debilidad lo que es efecto de virtud. Cierto es cometió yerros en un principio; pero hoy fija su gloria en conocerlos por medio de las ofertas con que previene vuestros deseos, y si bien el pretender ocultarlos aparentando sostenerlos con arrogancia y altivez es efecto de flaqueza y de vanidad, y de hallarse en ignorancia estúpida de los propios intereses; el que, por el contrario, los confiesa a su enemigo y ofrece repararlos, manifiesta la incapacidad de cometerlos de nuevo, y debe ser más temible a sus enemigos por su firmeza y prudencia si no lograse la paz. Evitad llegue el caso, de que os cause igual daño algún día; porque si rehusáis la paz y la justicia que se os presentan, una y otra serán vengadas, pues Idomeneo que debía temer estuviesen los dioses irritados contra él, volverá su enojo contra vosotros. Pelearemos Telémaco y yo por la buena causa, y tomo por testigos de las justas proposiciones que acabo de haceros a todas las deidades del cielo y de los infiernos.»

     Al acabar de decir Mentor estas palabras alzó el brazo para enseñar a todos los confederados el ramo de oliva que llevaba en la mano como signo de paz. Los caudillos que más de cerca le miraban se llenaron de asombro al advertir el fuego divino que brillaba en sus ojos. Descubríanse en él cierta majestad y autoridad superiores a cuanto se ve en los más poderosos mortales. Arrebataba los corazones el encanto de sus palabras insinuantes y enérgicas, semejantes a aquellas que en el profundo silencio de la noche detienen en medio del Olimpo el curso de la luna y de las estrellas, aplacan el agitado mar, imponen silencio a los vientos y a las olas, y suspenden las corrientes más rápidas.

     Hallábase Mentor en medio de aquellos pueblos enfurecidos como Baco cuando rodeado de tigres olvidaban estos su fiereza y venían, movidos de su dulce voz, a lamerle la planta y sometérsele cariñosos. Al principio guardó profundo silencio todo el ejército, mirábanse los caudillos, sin poder resistir a aquel hombre ni comprender quién fuese; e inmóviles los soldados tenían la vista fija en él. Ninguno osaba hablar, temiendo tuviese alguna cosa que decir todavía e impedir fuese oído; y aunque nada podía añadirse a cuanto había dicho, hubieran deseado todos hablase más largo tiempo. Conservaban en la memoria las palabras de Mentor, pues cuando hablaba se hacía querer y respetar; y permanecían todos como suspensos para no perder ninguna de las que pronunciaba su labio.

     Por último, después de tan prolongado silencio se percibió un sordo rumor que fue extendiéndose poco a poco. Mas no era ya aquella confusa gritería de los soldados que temblaban de indignación, sino un murmullo favorable. Descubríase ya en sus rostros cierta serenidad y blandura, y al parecer iban a caer las armas de las manos de los mandurienses, tan irritados antes. El feroz Falante vio con sorpresa enternecidas sus entrañas, y los demás empezaron a suspirar por la dichosa paz que acababan de ofrecerles. Más sensible Filoctetes por la experiencia de sus infortunios, no supo contener sus lágrimas: y no pudiendo Néstor hablar, arrebatado por el discurso que acababa de pronunciar Mentor, le abrazó tiernamente, y todo el ejército a la vez, cual si hubiese sido esta la señal, comenzó a gritar diciendo: «¡Sabio anciano, tú nos desarmas! ¡La paz, la paz!»

     Intentó hablar Néstor un momento después; pero impacientes todas las tropas temieron quisiese oponer alguna dificultad, y volvieron de nuevo a gritar: «¡La paz, la paz!», sin que pudiese imponérseles silencio hasta que pronunciaron la misma voz todos los caudillos del ejército.

     Conociendo Néstor no hallarse en estado de pronunciar un largo razonamiento, le dijo: «Ya veis, Mentor, el efecto de la palabra del hombre honrado. Cuando hablan la virtud y la sabiduría, sofocan todas las pasiones.» Los justos resentimientos se han rociado en amistad y en deseos de una paz duradera. Al tiempo que hablaba así Néstor, alzaron el brazo todos los caudillos, en prueba de su consentimiento.

     Dirigiose Mentor hacia las puertas de Salento para hacerlas abrir, y para manifestar a Idomeneo saliese de la ciudad sin precaución alguna, y entretanto abrazaba Néstor a Telémaco diciéndole: «Hijo el más amable del mayor sabio de la Grecia, ¡ojalá lo seáis cual él y más feliz. ¿Nada habéis sabido acerca de su destino? La memoria de un padre a quien sois tan semejante, ha contribuido a sofocar nuestra indignación.»

     Aunque feroz el carácter de Falante, y a pesar de que jamás había visto a Ulises, no por ello dejaron de afectarle sus desgracias y las de su hijo; y cuando instaban a éste para que refiriese sus aventuras, volvió Mentor en compañía de Idomeneo, seguidos de toda la juventud cretense.

     Excitose de nuevo la ira de los confederados al ver a Idomeneo; más las palabras de Mentor sofocaron aquel fuego que ya comenzaba a arder. «¿Qué tardamos, les dijo, en concluir esta alianza santa que protegerán los dioses sirviendo de testigos? Tomen ellos venganza del impío que ose quebrantarla, y en vez de afligir los estragos de la guerra a los pueblos, inocentes y fieles a ella, agobien al perjuro y execrable ambicioso que holle los respetos sagrados de los derechos que establezca; detéstenle a un tiempo los dioses y los hombres; no goce jamás el fruto de su perfidia; vengan a excitar su rabia y desesperación las furias infernales, bajo figuras las más horribles y asquerosas; muera repentinamente y sin esperanza de sepultura; sea devorado su cuerpo por buitres y perros hambrientos; sea sumido en los infiernos en el más profundo abismo del Tártaro, atormentado perpetuamente con mayor rigor que Tántalo, Ixión y las Danaides. Pero no, más bien sea esta paz indestructible cual el elevado Atlas que sirve de apoyo a los cielos que la respeten todas las naciones y gocen los frutos de ella de generación en generación que el nombre de los que acaban de jurarla sea caro y venerable a sus últimos nietos; que esta paz, fundada en la justicia y buena fe, sirva de modelo a cuantas ajusten en lo sucesivo todas las naciones de la tierra; y por último, que los pueblos que aspiren a ser felices por medio de la unión fraternal, procuren imitar a los que habitan hoy la Hesperia.»

     Dichas estas palabras juraron la paz, bajo las condiciones convenidas, Idomeneo y los otros reyes, dándose en rehenes doce individuos de cada parte. Quiso Telémaco ser uno de los que debían recibir los confederados; pero no pudieron estos consentir que lo fuese Mentor, por serles preferible permaneciera al lado de Idomeneo para que respondiese de la total ejecución de lo pactado. Inmolaron entre la ciudad y el campo de los confederados cien terneras blancas como la nieve, e igual número de toros del mismo color, cuyas astas estaban doradas y adornadas de flores. Resonaban hasta en las montañas más lejanas los bramidos espantosos de las víctimas que caían bajo la cuchilla sagrada, humeaba y corría por todas partes la sangre; y entre tanto se vertía con abundancia un exquisito vino para las libaciones. Consultaban los arúspices las entrañas aún palpitantes, y quemaban los sacerdotes sobre los altares el incienso que formaba una espesa nube, cuyo perfume se esparcía por toda la campiña.

     Los soldados entre tanto no se miraban ya como enemigos; por el contrario, entreteníanse con la relación de sus aventuras. Reposaban de sus fatigas, y gustaban anticipadamente las delicias de la paz. Muchos de ellos que habían seguido a Idomeneo en el sitio de Troya, reconocieron a los de Néstor que pelearon en aquella guerra. Abrazábanse afectuosamente, y contábanse mutuamente cuanto les acaeciera después de arrasada aquella opulenta ciudad, emporio del Asia; y descansando sobre el matizado suelo, coronábanse de flores y bebían mezclados el vino traído de la ciudad en grandes vasijas para celebrar tan feliz jornada.

     «Desde hoy, interrumpió Mentor dirigiendo su voz a los reyes y capitanes que se hallaban reunidos, desde hoy formaréis un solo pueblo, aunque con nombres diferentes y bajo caudillos diversos. Por este medio disponen los justos dioses, llenos de amor hacia el hombre a quien han formado, el vínculo eterno de su perfecta unión. El género humano es una familia sola, esparcida por la superficie de la tierra, y todos los pueblos hermanos, que deben amarse como tales. ¡Desgracias, desventuras sobre la cabeza del impío que busca la gloria a costa de la sangre de sus semejantes, que es la suya propia!

     Necesaria es la guerra algunas veces, no hay duda; mas para oprobio del género humano se la considera inevitable en ciertas ocasiones. ¡Poderosos monarcas! no digáis que debe desearse para adquirir gloria, porque esta si es verdadera no puede hallarse fuera de la humanidad. El que prefiera la suya a los sentimientos que aquella inspira, es un monstruo de orgullo a quien no debe llamarse hombre. Jamás alcanzará una gloria verdadera inseparable de la moderación y la bondad. Podrán lisonjearle para satisfacer su loca vanidad, sin embargo, cuando hablen de él en secreto, y quieran hacerlo con sinceridad, dirán: Tan indigno es de la gloria cuanto la busca injustamente. No merece la estimación de los hombres, pues los ha estimado tan poco prodigando su sangre impelido por la más insensata vanidad. Feliz el monarca que ama a sus vasallos y es amado de ellos; que se fía de sus vecinos e inspira a estos confianza; que en vez de hostilizarles impide se hostilicen, y que hace envidien todas las naciones extranjeras la fortuna que gozan sus vasallos con un rey semejante.

     Cuidad de reuniros de tiempo en tiempo, vosotros que gobernáis las poderosas ciudades de Hesperia. Celebrad de tres en tres años un congreso general, en donde reunidos cuantos reyes os halláis presentes, sea renovada la alianza con nuevo juramento para consolidar la amistad prometida y deliberar sobre los intereses comunes. Mientras viváis unidos tendréis paz interior en este delicioso país, prosperaréis, en la abundancia, y seréis fuera de él invencibles; porque únicamente la discordia, abortada por el infierno para atormentar al hombre insensato, puede turbar la dicha que os preparan los dioses.»

     «La facilidad con que aceptamos la paz, respondió Néstor, debe convenceros de cuán distantes nos hallamos de apetecer la guerra por vanagloria o injusta codicia de engrandecernos en perjuicio de nuestros vecinos. Mas ¿qué puede hacerse viviendo cerca de un príncipe violento que no conoce otra ley que su interés, y que no desperdicia ocasión alguna para invadir los demás estados? No penséis que hablo de Idomeneo, no, no pienso así de él; hablo de Adrasto, rey de los daunos, que a todos nos inspira temor. Desprecia a los dioses; juzga que el hombre existe sólo para ensalzar su gloria por medio de la esclavitud; desdeña al vasallo si ha de ser a la vez padre y soberano de él, pues sólo quiere esclavos y adoradores, de quienes se hace tributar homenajes propios de la divinidad. La ciega fortuna ha protegido hasta el día sus injustas empresas; y nos apresurábamos a atacar a Salento para deshacernos del enemigo más débil que comenzaba a establecerse en esta costa, a fin de dirigir enseguida nuestras armas contra el más poderoso que ha ocupado ya varias ciudades de nuestros aliados, y vencido en algunas batallas a los de Crotona. Hace Adrasto cuanto es posible para satisfacer su ambición, la violencia y el artificio, todo es para él igual con tal que destruya a sus enemigos. Ha logrado acumular grandes tesoros; se hallan disciplinadas y aguerridas sus tropas; experimentados sus capitanes, le sirven todos bien, y vela por sí mismo sin cesar sobre los que le obedecen, castiga severo las menores faltas, y recompensa con liberalidad los servicios que le hacen. Su valor alienta el de sus tropas, y sería un rey completo si la justicia y la buena fe sirviesen de regla a su conducta; mas ni teme a los dioses ni le inquieta el remordimiento de la conciencia. Considera la reputación como cosa inútil, mirándola cual un vano fantasma que sólo debe contener a las almas débiles; siendo para él bienes sólidos y reales poseer grandes riquezas, inspirar temor, y hollar con su planta a todo el género humano. En breve se presentará su ejército en nuestros dominios, y si la unión de tantos pueblos no nos pone en estado de resistirle, desaparecerá toda esperanza de independencia. Interesa a Idomeneo como a nosotros oponerse a un rey que no puede tolerar viva independiente ningún pueblo, vecino, porque si fuésemos vencidos, amenazaría igual desgracia a Salento, apresurémonos, pues, a evitarlo reunidos.»

     Hablando así Néstor se iban acercando a la ciudad, pues había rogado Idomeneo a los reyes y caudillos principales entrasen en ella para reposar aquella noche.