Sumario
Informa Idomeneo a Mentor del motivo de la guerra. Cuéntale como
los mandurienses le cedieron desde luego la costa en que fundó la
ciudad y se retiraron a los montes vecinos; y que habiendo sido maltratados
algunos por los suyos, le diputaron dos ancianos con quienes arregló
los tratados de paz que hicieron, que después de una infracción
de estos tratados, hecha por unos vasallos suyos que los ignoraban, se
disponían a hacerle la guerra. Estando refiriendo esto Idomeneo
se presentaron los mandurienses a las puertas de Salento llevando en su
ejército a Néstor, Filoctetes y Falante, a quienes el Rey
creía neutrales. Sale Mentor de la ciudad y propone a los enemigos
condiciones de paz.
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Libro X
«¡Oh hijo de Ulises!, exclamó Mentor al ver a Telémaco
inflamado del noble ardor de las lides, me complace hallar en vos tanta
inclinación a la gloria; pero recordad que no la adquirió
vuestro padre entre los griegos en el sitio de Troya, sino mostrándose
más sabio y moderado que todos ellos. Aunque invencible e invulnerable
Aquiles, y sin embargo de que estaba seguro de llevar la muerte y el terror
por donde quiera que peleaba, no pudo tomar aquella ciudad y pereció
al pie de sus muros, que triunfaron del vencedor de Héctor; mientras
que Ulises, cuyo valor conducía la prudencia, introdujo el fuego
y el hierro en medio de los troyanos, siendo debida a él la destrucción
de las elevadas y soberbias torres que amenazaran por espacio de diez años
al poder de toda la Grecia. Cuanto Minerva es superior a Marte, tanto el
valor discreto y previsor sobrepuja al valor fogoso y temerario. Instruyámonos,
pues, de las circunstancias de esta guerra que vamos a sostener. No me
arredran los peligros ¡oh Idomeneo! pero creo debéis explicarnos
antes de comenzarla, si es justa, contra quién la hacéis,
y por último con qué fuerzas contáis para prometeros
un resultado feliz.»
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«Cuando llegamos a esta costa, respondió Idomeneo, encontramos
en ella un pueblo salvaje que vagaba por los bosques, manteniéndose
de la caza y de las frutas que espontáneamente producían
los árboles, conocido bajo el nombre de mandurienses, y retiráronse
a las montañas aterrados al observar nuestras armas y bajeles; mas
encontráronse con los salvajes fugitivos varios soldados que desearon
internarse en el país y perseguir la caza, a quienes dijeron sus
caudillos: «Hemos abandonado las placenteras orillas del mar para
cedéroslas, y sólo nos quedan montañas inaccesibles
en donde al menos era justo nos dejaseis gozar de paz e independencia.
Os encontramos ahora errantes, dispersos y más débiles que
nosotros, y sin dificultad podríamos sacrificaros, y hasta impedir
que vuestros compañeros tuviesen noticia de vuestro infortunio;
mas no querernos teñir nuestras manos en la sangre de los que son
hombres como nosotros. Id: acordaos de que debéis la vida a nuestros
sentimientos de humanidad, y no olvidéis jamás recibisteis
esta lección de generosidad y mansedumbre de un pueblo que llamáis
salvaje.»
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Regresaron a nuestro campo y refirieron cuanto les había sucedido.
Todos se admiraron al saberlo, y juzgaron como afrenta debiesen la vida
algunos cretenses a aquella tropa de fugitivos, que a su entender eran
más semejantes a los osos que a los hombres; y fuéronse a
la caza en mayor número que los primeros, llevando toda clase de
armas. Encontraron en breve a los salvajes, y les acometieron. Fue cruel
la pelea. Volaban las flechas de una y otra parte cual el granizo que cae
en los campos durante la tempestad; mas viéronse los salvajes obligados
a retirarse a las escabrosas montañas, sin que los soldados se atreviesen
a internarse en ellas.
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Poco tiempo después me enviaron dos ancianos respetables para pedirme la paz, conduciendo varios presentes, que consistían en pieles de fieras que habían muerto, y algunas frutas del país, y después de haberme ofrecido uno y otro, me dijeron, trayendo en una mano la espada y en la otra una rama de oliva:
«¡Oh rey! tenemos como ves la espada en una mano y la oliva
en la otra. He aquí la paz y la guerra: elige. Apetecemos más
la primera, y por ello no hemos reputado como afrenta cederte las placenteras
orillas del mar en donde el sol fertiliza la tierra, y produce esta deliciosos
frutos; porque es más dulce que ellos la paz que nos ha hecho retirar
a las altas montañas cubiertas siempre de hielo y nieve, y en donde
nunca se ven las flores que hace brotar la primavera, ni las frutas que
produce el otoño. Miramos con horror esa brutalidad que bajo los
nombres de ambición y de gloria arrasa locamente las provincias,
y derrama la sangre de los hombres que son todos hermanos. Si te conmueve
esa falsa gloria, no te la envidiamos, por el contrario, te compadecemos
y suplicamos a los dioses nos preserven de semejante furor; y si las ciencias
que con tanto esmero cultivan los griegos, y la civilización de
que se glorian, no les inspiran otra cosa que tan detestable injusticia,
nos creemos demasiado dichosos por no gozar de tales ventajas. Cifraremos
nuestra gloria en ser siempre ignorantes y bárbaros, pero justos,
humanos, fieles, desinteresados, avezados a contentarnos con poco, y a
despreciar la vana cultura que acostumbra al hombre a desear mucho, estimando
únicamente la salud, la frugalidad, la libertad, el vigor del cuero
y del alma, el amor a la verdad, el temor a los dioses, el afecto a nuestros
semejantes, adhesión al amigo, lealtad para con todos, moderación
en la prosperidad, firmeza en la desgracia, valor para decir atrevidamente
la verdad en todas ocasiones, y horror a la lisonja. Tales son los pueblos
que te ofrecemos como vecinos y aliados. Si irritados los dioses te cegasen
hasta el extremo de desechar la paz, conocerás, aunque tarde, que
los que por moderación la desean, son más terribles en la
guerra.»
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Mientras que así hablaban los ancianos no separaba yo de ellos la
vista. Era larga y descuidada su barba, el cabello corto pero encanecido,
espesas las cejas, penetrante la vista, su aspecto, firme, la voz grave
y llena de autoridad, y todas sus acciones llanas e ingenuas. Las pieles
que les servían de vestiduras las llevaban atadas a la espalda,
dejando desnudo el brazo más nervioso y fornido que el de nuestros
atletas. Respondí a los dos mensajeros, que deseaba la paz, y arreglamos
de común acuerdo y con buena fe muchas condiciones, tomando a los
dioses por testigos, y enviándoles a sus hogares colmados de presentes.
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Mas aún no estaban cansados de perseguirme los dioses que me arrojaron
del reino de mis progenitores. Algunos cazadores, que no pudieron estar
enterados de las condiciones de la paz que acababa de ajustarse, encontraron
el mismo día una gran tropa de bárbaros que acompañaba
a los mensajeros cuando regresaban a su campo, les atacaron con denuedo,
mataron gran parte de ellos, y persiguieron a los demás hasta los
bosques; cuyo suceso encendió de nuevo guerra por creer no podían
ya fiarse de nuestras promesas y juramentos.
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Para hacerse más poderosos contra nosotros, llamaron en su auxilio a los locrienses, apulienses, lucanienses y brusios, y a los pueblos de Crotana, Nerita, Mesapia y Brindes. Traen los lucanienses carros armados de agudas hoces, cada uno de los segundos viene cubierto con la piel de alguna fiera muerta por su mano, y están armados con gruesas mazas dudosas y guarnecidas de púas de hierro, se aproxima su estatura a la de los gigantes, y se hacen sus cuerpos tan robustos por los ejercicios penosos a que se dedican, que inspira temor el verlos solamente. Procedentes de la Grecia los locrienses, recuerdan todavía su origen, y son más humanos que los otros pueblos; pero unida la disciplina de las tropas griegas al vigor de los bárbaros y al hábito de soportar una vida campestre, se han hecho invencibles. Llevan escudos ligeros, tejidos de mimbre y cubiertos de pieles, y son largas las espadas que usan. Igualan los brasios en la carrera a los ciervos y gamos, sin dejar huella alguna cuando corren por la arena, y sin que aun la yerba más tierna parezca hollada por su planta. Véseles caer de golpe, sobre sus enemigos, y desaparecer con igual velocidad. Son los de Crotona diestros en extremo para disparar las flechas, y ningún griego podría tender el arco como lo hacen ellos comúnmente; pues si hubiese alguno que les igualase obtendría el premio en nuestros juegos. Sus flechas están emponzoñadas con el jugo de ciertas yerbas venenosas que traen según dicen, de las orillas del río Averno, cuyo veneno es mortal. Los de Nerita, Mesapia y Brindes, sólo poseen las fuerzas del cuerpo y un valor sin arte. Lanzan a ver a sus enemigos gritos espantosos, y se sirven de la honda, oscureciendo el sol con la nube de piedras que arrojan; pero pelean sin orden.
Ya sabéis, Mentor, lo que deseabais, pues conocéis el origen
de esta guerra y también a nuestros enemigos.»
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Impaciente Telémaco por pelear, creía no restaba otra cosa que empuñar las armas; pero le contuvo Mentor hablando a Idomeneo de esta suerte:
«¿Cuál es la causa de que hasta los locrienses, originarios
de la Grecia se unan a los bárbaros contra los griegos; y que florezcan
en esta costa tantas colonias de aquella nación sin que hayan tenido
que sostener iguales guerras que vos? ¡Oh Idomeneo! decís
que los dioses no se han cansado de perseguiros, y yo os digo que no han
acabado todavía de enseñaros; pues tantas desgracias como
habéis sufrido no os han bastado para aprender lo que debe hacerse
para evitar la guerra. Lo que acabáis de decir acerca de la buena
fe de los bárbaros, hasta para convenceros de que hubierais podido
vivir en paz con ellos, si el orgullo y la fiereza no diesen origen a las
más peligrosas guerras. ¿Por qué no darles rehenes
y recibirlos de ellos? ¿por qué no enviar con los mensajeros
algunos de vuestros caudillos para que los condujesen con seguridad? ¿por
qué no haber procurado apaciguarlos después de renovada la
guerra, haciéndoles ver fueron atacados ignorando la alianza que
acababa de jurarse? Era preciso haberles ofrecido cuantas seguridades reclamasen,
y establecido penas rigorosas contra cualquiera de vuestros súbditos
que las quebrantase. ¿Y qué ha sucedido después de
comenzada la guerra?»
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«Entiendo respondió, Idomeneo, no hubiéramos podido
sin deshonra buscar de nuevo a los bárbaros que reunían aceleradamente
a cuantos se hallaban en edad de empuñar las armas, e imploraban
el socorro de todos los pueblos vecinos, a quienes han procurado hacernos
sospechosos u odiosos. Me pareció que era el partido más
seguro apoderarme sin dilación de ciertos pasos de las montañas
que se hallaban mal guardados. Conseguímoslo sin dificultad, y por
este medio nos vemos en estado de arruinar a los bárbaros. He hecho
construir torres en ellos, desde donde pueden nuestras tropas acribillar
con las flechas a cuantos enemigos quieran bajar de las montañas
e invadir nuestro país. Podemos entrar en el suyo cuando queramos,
y asolar sus principales habitaciones; y de consiguiente, estamos en disposición
de resistir, aunque con fuerzas inferiores, al sinnúmero de bárbaros
que nos rodean. Pero se ha hecho muy difícil la paz entre ellos
y nosotros, porque no les entregaríamos esas torres sin quedar expuestos
a sus incursiones, y porque las miran como fortalezas de que intentamos
servirnos para redimirlos a la esclavitud.»
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«Sois monarca sabio, replicó Mentor, y queréis os digan la verdad sin disfraz, no como esos hombres débiles que temen escucharla, y, que faltos de valor para corregir sus yerros, emplean su autoridad en sostenerlos. Conoced, pues, que ese pueblo bárbaro os ha dado una lección maravillosa cuando vino a solicitar la paz. ¿La pedía acaso por debilidad? ¿le faltaban el valor o los recursos para haceros la guerra? Ya veis que no, pues está aguerrido y le sostienen tantos aliados temibles. ¿Por qué no imitáis su moderación? Porque un mal entendido honor y una falsa gloria os han acarreado esta desgracia. Teméis hacer demasiado soberbios a vuestros enemigos, y no demasiado poderosos dando lugar con vuestra altivez e injusticia a que se unan contra el vuestro tantos pueblos. ¿De qué sirve a esas torres que tanto celebráis, sino para poner a todos vuestros vecinos en la necesidad de perecer o destruiros para preservarse de la esclavitud que les amenaza? La habéis edificado para vuestra seguridad, y por ellas os veis en tan grande peligro.
La justicia, la moderación, la buena fe, y la seguridad en que se
hallen vuestros vecinos de que sois incapaz de usurpar sus dominios, he
aquí el muro más fuerte que puede defender un estado. Las
murallas inexpugnables pueden caer por varios accidentes imprevistos, pues
la fortuna es caprichosa e inconstante en la guerra; pero el amor y la
confianza de los vecinos, cuando han conocido la moderación, hace
no pueda ser vencido jamás un estado y casi nunca invadido, aún
cuando se le ataque, injustamente, porque interesados en su conversación
los demás, toman inmediatamente las armas para defenderle. Este
apoyo de tantos pueblos, que hallarían su verdadero interés
en sostener el vuestro, os hubiera hecho mucho más poderoso que
esas torres, que hacen irremediables vuestros males. Si hubieseis cuidado
desde el principio de evitar la envidia de vuestros vecinos, prosperaría
la ciudad en una paz venturosa, y seríais arbitro de todas las naciones
de la Hesperia.
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Me dijisteis que se hallan en esta costa varias colonias griegas, las cuales
no es posible dejen de estar dispuestas a socorreros; pues no habrán
olvidado el nombre de Minos, hijo de Júpiter, ni vuestros trabajos
en el sitio de Troya, en donde os señalasteis tantas veces entre
todos los príncipes griegos en favor de la querella común
a toda la Grecia. ¿Por qué no procuráis atraerlas
a vuestro partido?»
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«Todas están resueltas a permanecer neutrales, respondió
Idomeneo, no porque carezcan de voluntad para auxiliarme, sino porque excita
su admiración la demasiada opulencia que han advertido en esta ciudad
desde su fundación: y estos griegos, como los demás pueblos
temen abriguemos el designio de privarles de su libertad. Han juzgado que
después de subyugar a los bárbaros de las montañas,
llevaríamos adelante nuestra ambición; y en suma, todo se
declara contra nosotros; pues aún los que no nos hacen guerra ostensible,
desean nuestro abatimiento: así que ningún aliado nos deja
la envidia.»
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«¡Singular extremidad!, replicó Mentor. Deseando parecer
muy poderoso, arruináis vuestro poder, mientras que en lo exterior
de vuestros dominios sois objeto de temor y de odio para los vecinos, agotáis
los recursos en lo interior de ellos por los esfuerzos necesarios para
sostener la guerra. ¡Oh desventurado Idomeneo, a quien la misma desgracia
no ha podido acabar de instruir! ¿necesitareis aún otra caída
para saber prever los males que amenazan a los más poderosos monarcas?
Dejadme obrar, y referidme por menos cuáles son las ciudades griegas
que rehúsan vuestra alianza.»
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«¡Qué!, replicó Mentor, ¿existe en la
Hesperia Néstor y no habéis sabido atraerle a vuestros intereses?
¡Néstor que tantas veces os vio pelear con los troyanos, y
con quien os unió la amistad!» «La he perdido, contestó
Idomeneo, por los artificios de estos pueblos que sólo tienen de
bárbaro el nombre; pues han logrado persuadirle quería yo
tiranizar a la Hesperia.» «Le desengañaremos, interrumpió
Mentor. Antes que viniese a fundar su colonia, y de que emprendiésemos
nuestros viajes para buscar a Ulises, le vio Telémaco en Pilos;
aún no habrá olvidado la memoria de aquel héroe, ni
las señales de ternura con que recibió a su hijo. Pero lo
principal es que desaparezca su desconfianza, porque las sospechas que
habéis inspirado a vuestros vecinos han encendido la guerra, y sólo
disipándolas puede extinguirse su llama, dejadme obrar, vuelvo a
deciros.»
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Al oír esto Idomeneo abrazó a Mentor, y conmovido su corazón
podía apenas hablar. Por último, con voz interrumpida le
dijo: «¡Sabio anciano, a quien me envían los dioses
para reparar mis muchas faltas! confieso hubiera excitado mi indignación
cualquiera que me hubiese hablado con la libertad que vos, y que ningún
otra habría podido moverme a buscar la paz. Había resuelto
morir o vencer a todos mis enemigos; mas es justo dar crédito a
vuestros consejos antes que a mi pasión. ¡Oh afortunado Telémaco!
con tal conductor ¿quién podrá extraviaros jamás?
Sois dueño de todo, Mentor, pues os acompaña la sabiduría
de los dioses, y Minerva misma no podría dar tan acertados consejos.
Id, prometed, concluid, dad cuanto sea mío, Idomeneo aprobará
todo lo que juzguéis oportuno ejecutar.»
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En tanto que así razonaban llegó a sus oídos repentinamente
un ruido confuso de carros, de caballos que relinchaban, de hombres que
lanzaban alaridos espantosos, y de trompetas que repetían sonidos
marciales. ¡He aquí los enemigos, gritaron, que habiendo hecho
un largo rodeo para evitar los pasos defendidos, vienen a sitiar a Salento!
Consternados ancianos y mujeres, ¡Ay!, exclamaban, ¡era preciso
abandonar la patria querida, la fértil Creta, y seguir a un malhadado
rey al través de tantos mares para fundar esta ciudad que será
convertida en cenizas como Troya! Desde lo alto de las murallas acabadas
de edificar se descubría la basta llanura en donde ofuscaba la vista
el brillo de los cascos, corazas y escudos de los enemigos, y veíase
la tierra cubierta de lanzas, cual el campo en que hondean las doradas
mieses que Ceres produce en las campiñas de Enna en Sicilia, en
la abrasada estación del verano, para recompensar las fatigas del
labrador, descubríanse también carros armados de agudas hoces,
y se distinguía sin dificultad cada uno de los pueblos que concurrían
a aquella guerra.
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Subió Mentor a una elevada torre para observarlos mejor, siguiéndole
Idomeneo y Telémaco; y apenas llegó a lo alto de ella, vio
a Filoctetes y a Néstor con su hijo Pisístrato. Era fácil
conocer a Néstor por su venerable ancianidad. «¡Cómo,
pues, exclamó Mentor, habíais creído que Filoctetes
y Néstor se contentaban con no auxiliaros! ¡Vedlos allí!
¡han tomado las armas contra vos! y si yo no me engaño, aquellas
tropas que marchan en tan buen orden y con tanta lentitud, son lacedemonios
mandados por Falante. Todo se declara contra vos, no hay uno solo entre
los pueblos que habitan esta costa que no hayáis convertido involuntariamente
en enemigo vuestro.»
Bajó acelerado Mentor de la torre, se dirigió a una de las
puertas de la ciudad, situada a la parte por donde se acercaba el enemigo,
y la hizo abrir sin que Idomeneo se atreviese a preguntarle el motivo.
Salió de la ciudad, hizo seña para que nadie le siguiese,
y se adelantó hasta donde se hallaban los enemigos, a quienes sorprendió
ver se aproximaba a ellos un hombre solo. Mostroles de lejos una rama de
oliva en señal de paz, y luego que pudieron oírle pidió
se reuniesen los caudillos, y haciéndolo estos efectivamente les
habló de esta manera:
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«¡Ilustres varones reunidos de tantas naciones que florecen
en la rica Hesperia!, bien sé venís movidos por el interés
de vuestra independencia. Aplaudo vuestro celo; mas permitid os indique
un medio fácil de conservar la libertad y la gloria sin derramar
sangre humana. Néstor, sabio Néstor que me escucháis,
¡bien sabéis cuán funesta sea la guerra aún
para aquellos que la emprenden con justicia y protegidos de los dioses!
Guerra, he aquí el mayor de los males que afligen a la humanidad.
No habréis olvidado lo que padecieron los griegos por espacio de
diez años delante de los muros de la desventurada Troya. ¡Qué
de discordias entre sus caudillos! ¡qué inconstancia en los
sucesos! ¡cuántos griegos sacrificados por la mano de Héctor!
¡qué calamidades producidas por la guerra en las ciudades
más poderosas durante la ausencia de sus reyes! Naufragaron unos
en el promontorio Caphareo, y hallaron otros muerte funesta en el tálamo
conyugal. ¡Oh dioses, en vuestro enojo armasteis a los griegos para
aquella famosa expedición! ¡Pueblos de la Hesperia, quieran
los dioses no daros jamás una victoria tan funesta! Se convirtió
en cenizas Troya, es cierto; pero sería preferible para los griegos
permaneciese aún en toda su opulencia, y que el cobarde Paris gozase
de sus infames amores con Helena. Filoctetes, vos que os habéis
visto infeliz y abandonado por tanto tiempo en la isla de Lemnos, ¿no
teméis volver a encontrar iguales desgracias en una guerra semejante
a aquella? Bien sé que los habitantes de la Laconia experimentaron
también las turbulencias propias de la ausencia dilatada de los
principales capitanes y soldados que fueron a pelear contra los troyanos.
¡Oh griegos que habéis pasado a la Hesperia! Sólo os
han traído a ella los infortunios producidos por la guerra de Troya.»
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Luego que acabó de hablar de esta suerte, se acercó Mentor
hacia los pilienses, y conociéndole Néstor se adelantó
también para saludarle. «Con placer, le dijo, os vuelvo a
ver, Mentor. Hace muchos años que os vi por primera vez en la Phocida,
cuando contabais la corta edad de quince; y desde entonces preví
seriáis tan sabio como efectivamente habéis llegado a serlo.
¿Por qué casualidad os vuelvo a hallar en estos lugares?
¿Por qué medios intentáis terminar esta guerra? Idomeneo
nos ha obligado a atacarle; pero sólo deseábamos la paz,
pues cada uno de nosotros tenía para ello un interés urgente.
Sin embargo, no podíamos prometernos de él seguridad alguna,
por haber violado todas las promesas hechas a sus más próximos
vecinos. La paz con él no lo sería sino pretexto para deshacer
nuestra liga, único recurso que nos queda. Ha manifestado a todos
los pueblos sus intenciones de destruir nuestra independencia, y no nos
ha dejado otro medio de defenderla que procurar destruir su nuevo reino.
La mala fe de Idomeneo nos ha reducido al duro trance de aniquilarle, o
recibir de él el yugo de la servidumbre. Si encontráis algún
recurso para que podamos fiarnos de él, y asegurar una paz ventajosa,
depondrán voluntariamente las armas todas las naciones que aquí
veis confesaremos con satisfacción que es vuestra sabiduría
superior a la nuestra.»
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Mientras se hallaba razonando con Néstor de esta suerte en medio de las tropas confederadas, le observaban desde los muros de Salento Idomeneo, Telémaco y cuantos cretenses empuñaban las armas, con la mayor atención por si comprendían el efecto que causaban sus palabras, y aun hubieran deseado escuchar de cerca a los dos sabios ancianos. Había sido considerado siempre Néstor como el más elocuente y experimentado de todos los reyes de la Grecia. Él moderaba durante el sitio de Troya el ardor fogoso de Aquiles, el orgullo de Agamenón, la arrogancia de Ayax y el valor impetuoso de Diomedes. Corría de sus labios cual un arroyo de miel la dulce persuasión, hacíase oír su voz de todos los héroes, que enmudecían cuando empezaba a hablar, y solo él podía apagar en el campo griego la discordia fatal. Sin embargo de que comenzaba ya a experimentar los efectos de la senectud, respiraban todavía sus palabras afabilidad y energía, contaba lo pasado para que la experiencia instruyese a la juventud, y hacíalo con gracia aunque pausadamente.
Mas había perdido al parecer la elocuencia y majestad aquel anciano sabio a quien admiraba toda la Grecia desde que Mentor se dejó ver, debilitándose la veneración debida a su senectud, ya abatida cuando se comparaba con Mentor en quien los años habían respetado la robustez y el vigor. Su lenguaje era enérgico, aunque grave y llano; circunstancias que empezaban ya a faltar a Néstor. Producíase con laconismo, mas con precisión y viveza, no incidía en repeticiones ni decía jamás lo que no era necesario para decidir el punto de que se trataba; y a pesar de que hablase muchas veces de una misma cosa para inculcarla o llegar a persuadir, era siempre por imágenes nuevas y comparaciones palpables, poseyendo cierto estilo insinuante y jovial cuando quería adaptarse a las necesidades de los demás para convencer de alguna verdad. Ambos ancianos atrajeron la atención de tantos pueblos reunidos.
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