Aventuras de Telémaco
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Libro I
[2]
Conducido Telémaco por Minerva bajo la figura de Mentor, arriba,
después de un naufragio, a la isla de Calipso, que aún se
lamentaba de la partida de Ulises. Recíbele la diosa favorablemente;
enamórase de él, le ofrece hacerle inmortal y exige la relación
de sus aventuras. Refiere Telémaco su viaje a Pilos y a Lacedemonia,
su naufragio en las costas de Sicilia, el riesgo en que se halló
de ser sacrificado a los manes de Anchîses, el auxilio que él
y Mentor prestaron a Acestes en una invasión de los bárbaros
y el cuidado de aquel rey para recompensar este servicio. [3]
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Libro I
Sin consuelo vivía Calipso desde la partida de Ulises, y el exceso
de su dolor hacía se considerase más infeliz aún,
por ser inmortal. No resonaban ya en su gruta los armoniosos acentos de
su dulce voz, ni las ninfas que la acompañaban se atrevían
a turbar su melancólico silencio. Paseábase muchas veces
por las floridas praderas que esmaltaban la isla encantando la vista con
las gracias de una perpetua primavera; mas lejos de templar su amargura
la amenidad de tan deliciosos sitios, traían a su memoria el triste
recuerdo de Ulises, a quien había visto complacida tantas veces
a su lado. Quedábase inmóvil en la playa, y bañándola
con sus lágrimas volvía sin cesar el rostro hacia el sitio
por donde rompiendo las olas había desaparecido a sus ojos el navío
de Ulises.
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Esta era
su deplorable situación cuando descubrió los despojos de
una nave que acababa de naufragar: flotaban sobre las aguas el mástil,
las jarcias y el timón; veíanse esparcidos en la playa remos
y bancos hechos pedazos, [4] y descubríanse a lo lejos dos hombres,
uno anciano al parecer, y el otro, aunque joven, semejante a Ulises en
la arrogancia de su agradable aspecto, estatura y paso majestuoso. Conoció
Calipso al momento que era Telémaco el hijo de aquel héroe;
pero sin embargo de que los dioses exceden en mucho a la inteligencia humana,
no pudo penetrar quién era el anciano venerable que le seguía,
sin duda porque las deidades superiores ocultan a las inferiores cuanto
les place, y Minerva, que acompañaba a Telémaco bajo la figura
de Mentor, no quiso ser conocida de Calipso.
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Gozábase
ésta entre tanto en el naufragio que conducía a su isla al
hijo de Ulises, tan parecido a su padre. Adelantose hacia él, y
ocultando haberle conocido le dijo estas palabras: «¿Cuál
es la causa de que oses arribar a mi isla? Sabe, joven extranjero, que
ninguno entra en ella impunemente.» Con cuya amenaza procuraba desfigurar
el contento que a pesar suyo brillaba en su semblante.
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«Oh
vos, respondió Telémaco, quien quiera que seáis, mortal
o diosa, aunque al veros no es posible consideraros sino como una divinidad;
¿seríais insensible al infortunio de un hijo que ha visto
perecer su nave contra esas rocas, cuando corría en busca de su
padre a merced de los vientos y de las aguas? ¿Quién es ese
padre que buscáis?», replicó la diosa. «Llámase
Ulises, dijo Telémaco; y es uno de los reyes que han arrasado la
famosa ciudad de Troya, después de un sitio de diez años.
Su nombre se ha hecho célebre en toda la Grecia y en el Asia por
su valor en los combates, y más aún por su prudencia en los
consejos. Mas ahora errante por la dilatada extensión de los mares,
recorre los más terribles escollos; mientras al parecer huye de
él su propia patria. Su esposa [5] Penélope, y yo que soy
su hijo, hemos perdido la esperanza de volverle a ver. Corro iguales peligros
para adquirir noticias de su existencia. Pero ¿qué digo?
tal vez se hallará sumergido en el profundo abismo de las aguas.
Compadeced nuestras desgracias y si sabéis, o diosa, lo que haya
hecho el destino para salvar o perder a Ulises, dignaos comunicarlo a su
hijo Telémaco.»
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Admirada y enternecida Calipso al advertir en tan floreciente juventud
tal cordura y discreción, no se cansaba de mirarle y permanecía
silenciosa. Por último le dijo: «Telémaco, yo os referiré
lo que ha acaecido a [6] vuestro padre; mas la historia es larga y debéis
ya descansar de vuestras fatigas: venid a mi morada, yo os recibiré
en ella como un hijo: venid a consolarme en la soledad en que vivo, yo
proporcionaré vuestra dicha, si sabéis aprovecharos de ella.»
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Seguía
Telémaco a la diosa cercada de hermosas ninfas, entre las cuales
sobresalía por su estatura a la manera que la robusta encina eleva
sus corpulentas ramas en el bosque sobre todos los árboles que la
rodean. Admiraba el brillo de su belleza, la rica púrpura de su
túnica larga y flotante, su hermosa cabellera cogida a la espalda
sin compostura, aunque con gracia, el fuego de sus ojos y la dulzura que
templaba la vivacidad de ellos. Mentor seguía también a Telémaco
con la cabeza baja y guardando un modesto silencio.
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Llegaron
a la entrada de la gruta de Calipso, y quedó sorprendido Telémaco
al advertir todo lo que puede encantar la vista, bajo las apariencias de
rústica sencillez. No se veían metales preciosos, mármoles,
columnas, pinturas ni estatuas: aquella gruta estaba abierta en la roca
en forma de bóveda cubierta de conchas y caracolas, y vestida de
robustos pámpanos que se extendían con igualdad por su recinto.
El agradable soplo de los céfiros conservaba la deliciosa frescura
que burla los ardores del sol: corrían manantiales con apacible
murmullo por entre las violetas y amarantos, y formaban en varios sitios
balsas tan puras y diáfanas como el cristal; mil flores nuevas y
lozanas esmaltaban el verde tapiz que cercaba la gruta. Ora se veía
un bosque de aquel árbol frondoso que produce manzanas de oro, y
cuya flor renovada en cada estación esparce la más dulce
fragancia, coronando al parecer las bellas praderas y formando una sombra
impenetrable a los rayos del sol; ora se percibían los [7] concertados
gorjeos de las aves, o el ruido de las aguas que precipitándose
desde lo alto de una roca descendían convertidas en espuma para
perderse en la pradera.
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Hallábase
situada la gruta de la diosa en el declive de una colina, desde donde se
descubría el mar sereno y trasparente a las veces cual un hermoso
espejo, e irritado otras furiosamente contra las rocas, en las cuales se
estrellaba bramando y elevando espumosas olas hasta sus cimas. Veíase
por otra parte un río que formaba varias islas pobladas de frondosos
sauces y elevados olmos, cuyas copas competían con las nubes. Canales
formados por islas, parecía gozarse en las llanuras, corriendo unos
con rapidez, presentando otros sosegada y dormida su corriente, y retrocediendo
otros hasta su origen con largos rodeos cual si no pudiesen dejar las encantadas
riberas. Ofrecíanse a la vista de lejos colinas y montañas
que se perdían entre las nubes, cuyas formas raras presentaban un
horizonte tan agradable como pudiera desearse. Las montañas vecinas
estaban cubiertas de verdes pámpanos en forma de festones, entre
cuyas hojas sobresalía la uva encarnada cual la púrpura,
agobiando con su peso a las frondosas vides. El olivo y la higuera, el
granado y otros árboles formaban un hermoso jardín.
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Después
de haber mostrado Calipso a Telémaco estas bellezas naturales, le
dijo: «Descansad: vuestros vestidos se hallan mojados y es tiempo
ya de mudarlos, volveremos a vernos y os referiré los sucesos de
Ulises, que afectarán vuestro corazón.» Al mismo tiempo
le hizo entrar con Mentor en lo más secreto y retirado de una gruta
inmediata a la en que habitaba la diosa, en donde habían cuidado
las ninfas de encender una grande hoguera de cedro, cuyo aroma se esparcía
por todas partes y dejado vestiduras para los dos huéspedes. [8]
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Al advertir Telémaco se había destinado para él una túnica de lana fina, que excedía en blancura a la nieve, y un manto de púrpura recamado de oro, experimentó el placer natural en un joven considerando tal magnificencia.
«¿Son esos, oh Telémaco, le dijo Mentor con gravedad,
los sentimientos que deben ocupar el corazón del hijo de Ulises?
Procurad más bien sostener la reputación de vuestro padre,
venciendo al hado que os persigue. El joven que gusta de adornarse vanamente
como una mujer, es indigno de la sabiduría y de la gloria; porque
esta es debida únicamente a los corazones que saben soportar los
trabajos y despreciar los placeres.»
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«¡Que los dioses me sacrifiquen, respondió Telémaco
suspirando, antes que permitan se apoderen de mi corazón la molicie
y la sensualidad! No, no: jamás será vencido el hijo de Ulises
por las delicias de una vida ociosa y afeminada. Pero ¿qué
protección del cielo nos favorece encontrando después de
nuestro naufragio a esta diosa o mortal que nos colma de beneficios?»
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«Temed, replicó Mentor, que os agobie de infortunios; temed
su engañosa dulzura mucho más que los escollos en que se
ha estrellado vuestra nave, porque el naufragio y la muerte son menos funestos
que los placeres que atacan la virtud. Guardaos de dar crédito a
lo que os refiera. La juventud es presuntuosa y todo se lo promete de sí
misma: aunque frágil, cree poderlo todo y no tener nada que temer,
confiando con ligereza y sin precaución. Guardaos de escuchar las
palabras dulces y lisonjeras de Calipso, que se deslizarán de su
boca cual la serpiente entre las flores; temed este veneno oculto, desconfiad
de vos mismo y escuchad siempre mis consejos.» [9]
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Volvieron enseguida a donde se hallaba Calipso que los esperaba: sirvieron
las ninfas, vestidas de blanco y con el cabello trenzado, una comida sencilla,
pero exquisita por el gusto y aseo. No se veían otras viandas que
las aves cogidas por aquellas en las redes, y los animales que habían
traspasado con sus flechas en la caza; circulaba un vino más dulce
que el néctar desde grandes vasijas de plata a tazas de oro coronadas
de flores. Trajeron en canastillos todas las frutas que ofrece la primavera
y que esparce el otoño sobre la tierra. Al mismo tiempo comenzaron
a cantar cuatro ninfas, primero el combate de los dioses contra los gigantes,
después los amores [10] de Júpiter y de Semele, el nacimiento
de Baco y su educación dirigida por el viejo Sileno, la carrera
de Atalante y de Hipómenes, vencedor con el auxilio de las manzanas
de oro traídas del jardín de las Hespérides; y por
último cantaron también la guerra de Troya, encumbrando hasta
los cielos los combates y prudencia de Ulises, acompañando la primera
de las ninfas, llamada Leucothoe, con la armonía de su lira la dulce
voz de las demás.
Nuevo realce dieron a la hermosura de Telémaco las lágrimas
que bañaron sus mejillas al oír el nombre de su padre; y
advirtiendo Calipso que no podía comer porque se hallaba su corazón
oprimido por el dolor, hizo seña a las ninfas, que al momento cantaron
el combate de los centauros con los lapitas, y la bajada de Orfeo a los
infiernos para sacar a Eurídice.
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Acabada la comida habló así la diosa dirigiéndose
a Telémaco: «Ya veis, hijo del grande Ulises, cuán
favorablemente os he recibido. Soy inmortal y ninguno de los que no lo
son puede entrar en esta isla sin que sea castigada su temeridad; ni aun
vuestro naufragio os libraría de mi indignación si por otra
parte yo no os amase. Vuestro padre tuvo igual dicha que vos; mas ¡ah!
no supo aprovecharla. Le he detenido por mucho tiempo en esta isla, y en
él ha consistido no vivir conmigo en estado de inmortalidad; mas
la ciega pasión de regresar a su miserable patria le hizo despreciar
todas estas ventajas. Ved lo que ha perdido por Ítaca que aún
no ha podido volver a ver. Quiso dejarme, partió, y fui vengada
por las tempestades, después de haber sido su nave por mucho tiempo
el juguete de los vientos, se sumergió en las olas, aprovechaos
de tan triste ejemplo. Su naufragio hace inútil la esperanza de
volverle a ver y de reinar en [11] la isla de Ítaca; consolaos de
haberle perdido, pues halláis aquí una deidad dispuesta a
haceros feliz y un reino que os ofrece.»
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Añadió
a estas palabras la diosa largos razonamientos para demostrar cuán
feliz había sido Ulises a su lado: refirió las aventuras
de éste en la caverna del cíclope Polifemo y en casa de Antifates,
rey de los lestrigones, sin olvidar cuanto le ocurrió en la isla
de Circe, hija del Sol, ni los peligros que corrió entre Scila y
Caribdis, y la última tempestad excitada por Neptuno cuando se separó
de ella, procurando dar a entender había perecido en aquel naufragio,
y omitiendo su arribo a la isla de Feaco.
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Telémaco, que se había entregado con ligereza al gozo que experimentaba viéndose tan bien recibido de Calipso al principio de la narración de ésta, conoció al fin su artificio y la prudencia de los consejos que Mentor acababa de darle, y respondió estas pocas palabras: «Disimulad, oh diosa, mi dolor; no puedo dejar de afligirme, tal vez más adelante me hallaré en disposición de disfrutar la dicha que me ofrecéis; dejadme ahora llorar a mi padre, pues conocéis mejor que yo cuán digno era de ser llorado.»
No se atrevió Calipso a instarle, y fingió participar de
su dolor enterneciéndose por la suerte de Ulises; más deseosa
de conocer los medios de afectar el corazón del joven, le preguntó
cómo había naufragado y qué sucesos le condujeran
a aquellas costas. «La relación de mis aventuras, respondió,
sería demasiado larga.» «No, no, replicó la diosa;
me hallo impaciente por escucharlas: apresuraos a referírmelas;
y no pudiendo Telémaco resistir a sus ruegos habló de esta
manera.»
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«Partí
de Ítaca para buscar a los otros reyes que [12] habían regresado
del sitio de Troya con el objeto de adquirir noticias de mi padre. Sorprendió
mi partida a los amantes de mi madre Penélope, a quienes había
cuidado de ocultarla conociendo su perfidia. Vi a Néstor en Pilos
y en Lacedemonia a Menelao que me recibió amistosamente; mas ni
uno ni otro pudieron decirme si aún existía. Cansado de vivir
siempre en la indecisión e incertidumbre, resolví pasar a
Sicilia adonde me dijeron haber sido arrojado por los vientos; mas el prudente
Mentor, a quien veis, se opuso a tan temeraria resolución, representándome
por una parte el peligro de los cíclopes, gigantes descomunales
que devoran a los hombres, y por otra la escuadra de Eneas y de los troyanos
que cruzaba en aquellas costas: «estos, me dijo, se hallan irritados
contra todos los griegos, y derramarán con especial placer la sangre
del hijo de Ulises. Regresad a Ítaca: tal vez vuestro padre, protegido
de los dioses, llegará antes que vos. Mas si estos tienen determinada
su pérdida, si no debe volver nunca a su patria, id a lo menos a
vengarle, a dar libertad a vuestra madre, a mostrar vuestra prudencia a
todos los pueblos, y a hacer ver a toda la Grecia que sois tan digno de
reinar cual lo fue el mismo Ulises.»
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Tan saludable era este consejo como yo poco cuerdo para seguirle, pues sólo escuché a mi pasión. El sabio Mentor me dio una prueba de su cariño siguiéndome en el temerario viaje que emprendía contra su dictamen, y han permitido los dioses que yo cometa esta falta para corregir mi presunción.»
Mientras hablaba así Telémaco miraba Calipso a Mentor llena
de admiración, y creía descubrir en él algo sobrenatural;
mas sin poder descifrar sus confusas ideas. Permaneció largo rato
sobrecogida y llena de desconfianza [13] observando a aquel incógnito;
mas temiendo fuese conocida su turbación, dijo a Telémaco:
«Proseguid, satisfaced mi curiosidad.» Y este continuó.
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«Tuvimos
por largo tiempo un viento favorable para pasar a Sicilia; mas después
ocultó el cielo a nuestros ojos una oscura tempestad, y nos vimos
envueltos en la más tenebrosa noche. A la fugaz claridad de los
relámpagos descubrimos otras naves que corrían el mismo riesgo
que la nuestra, y que en breve advertimos ser la escuadra de Eneas, tan
temible para nosotros como los escollos. Entonces conocí, aunque
demasiado tarde, haberme arrastrado la fogosidad de la juventud, impidiéndome
reflexionar con madurez. En tal peligro se mantuvo Mentor no sólo
sereno e intrépido, sino más alegre que solía: él
me alentaba inspirándome un ánimo invencible. Mientras el
piloto estaba lleno de turbación, daba él las órdenes
oportunas. Mi querido Mentor, le decía yo, ¿por qué
no he seguido vuestros consejos? Soy desgraciado por haberme escuchado
a mí mismo en una edad en que ni hay previsión de lo futuro,
ni experiencia de lo pasado, ni prudencia para conducirse en lo presente.
Mas ¡ay! si escapamos de esta borrasca, desconfiaré de mí
mismo como de mi mayor enemigo: sólo vuestros consejos he de seguir
siempre.
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Sonreíase
Mentor diciéndome: «No trato de haceros ver el yerro que habéis
cometido, basta le conozcáis y que os sirva de regla para ser más
circunspecto en vuestros deseos. Sin embargo, cuando haya pasado el peligro,
volveréis a ser presuntuoso. Ahora preciso es mantenerse con esfuerzo;
pues si bien han de temerse y precaverse los peligros, también deben
sufrirse con valor cuando llega la ocasión de arrostrarlos. Obrad
como hijo de [14] Ulises, mostrando que os anima un corazón superior
a las desgracias que os amenazan.»
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Encantábanme el valor y la dulzura del sabio Mentor; pero todavía
quedé más sorprendido al ver la destreza con que libertó
nuestro bajel de la escuadra troyana. Cuando el cielo comenzaba a presentarse
sereno, y por estar cerca de los troyanos no era posible dejasen de reconocernos,
advirtió había sido extraviada por la borrasca una de sus
naves que era muy semejante a la nuestra. Su popa estaba adornada con ciertas
flores, y se apresuró a colocar sobre la nuestra otras semejantes
atándolas él mismo con cintas de igual color. Mandó
a los remeros se agachasen entre los bancos cuanto les fuese posible, con
el objeto de que no les conociesen los enemigos, y de este modo pasamos
por medio de ellos, que lanzaban aclamaciones de gozo cual si volviesen
a ver a los compañeros que creían perdidos. Obligonos la
violencia de las olas a navegar con ellos largo trecho, hasta que por fin
nos fuimos quedando atrás, y mientras la impetuosidad del viento
los conducía hacia el África, hicimos los mayores esfuerzos
para arribar a fuerza de remos sobre la inmediata costa de Sicilia, adonde
llegamos en efecto.
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Mas
no era lo que buscábamos menos funesto para nosotros que la escuadra
de que huíamos; pues encontramos en la costa otros troyanos enemigos
de los griegos. Reinaba en aquella parte el viejo Acestes, procedente de
Troya. Apenas llegamos a la playa creyeron aquellos habitantes que, o bien
éramos de algún pueblo de la isla armados para sorprenderles,
o extranjeros que venían a apoderarse de sus tierras. En el primer
arrebato quemaron nuestro bajel y degollaron a todos nuestros compañeros,
a excepción de Mentor y yo para presentarnos [15] a Acestes con
el fin de que este se asegurase de nuestras intenciones y del punto de
donde veníamos. Entramos en la ciudad con las manos atadas a la
espalda y no debía retardarse nuestra muerte más tiempo que
el preciso para que sirviésemos de espectáculo a un pueblo
cruel luego que supiesen éramos griegos.
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Presentáronnos a Acestes, que empuñando el cetro de oro,
juzgaba a su pueblo y se preparaba a un gran sacrificio. Preguntonos con
gravedad cuál era nuestro país y el objeto de nuestro viaje,
y Mentor se apresuró a responder diciéndole: «Venimos
de las costas de la grande Hesperia, de la cual no dista mucho nuestra
patria; evitando por este medio decir que eramos griegos. Pero Acestes
sin escucharle más, y reputándonos por extranjeros que ocultaban
su intención, mandó nos condujesen a un bosque inmediato
para que sirviésemos como esclavos a los que guardaban sus ganados.»
[16]
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Esta condición me pareció más dura aún que la muerte, y exclamé: «¡Oh rey!, condenadnos a la muerte antes de tratarnos tan indignamente: sabed que soy Telémaco, hijo del sabio Ulises, rey de Ítaca. Busco a mi padre por la dilatada extensión de los mares; pero si no puedo hallarle, ni regresar a mi patria, ni evitar la esclavitud, quitadme una vida que no sabré soportar.»
Apenas hube pronunciado estas palabras, comenzó todo aquel pueblo
conmovido a gritar diciendo debía perecer el hijo del cruel Ulises,
cuyos ardides habían arrasado la ciudad de Troya. «¡Oh
hijo de Ulises!, me dijo Acestes, no me es posible negar vuestra sangre
a los manes de tantos troyanos, a quienes vuestro padre ha precipitado
en las orillas del negro Cocito: pereceréis con ése que os
acompaña.»
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A este tiempo propuso un anciano de la multitud fuésemos inmolados sobre el sepulcro de Anchîses: «su sangre, decía, será agradable a los manes de aquel héroe, y el mismo Eneas, cuando tenga noticia de este sacrificio, se complacerá de que améis tanto lo que él más amaba en el mundo.»
Aplaudió todo el pueblo esta proposición, y sólo se trataba de inmolarnos. Ya nos conducían al sepulcro de Anchîses; ya estaban preparados dos altares en que resplandecía la llama sagrada, y brillaba a nuestros ojos la cuchilla que debía dividir nuestra garganta; ya nos veíamos adornados de flores sin que pudiese asegurar nuestra vida la menor compasión; ya en fin estaba decidida nuestra suerte cuando Mentor pidió permiso con serenidad para hablar al rey.
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«¡Oh Acestes!, le dijo, si el infortunio del joven Telémaco,
que jamás esgrimió sus armas contra los troyanos, no puede
conmover vuestro corazón, muévalo al menos [17] el interés
propio. El conocimiento que he adquirido de los presagios y de la voluntad
de los dioses, me hace anunciaros que antes de tres días seréis
atacado por pueblos bárbaros, que cual un torrente descienden de
las más elevadas montañas para inundar la ciudad y devastar
todo el país. Apresuraos a evitar tantos daños: haced que
el pueblo tome las armas, y no perdáis un momento en asegurar dentro
de las murallas los numerosos rebaños que discurren por la campiña.
Si esta predicción no sale cierta, podéis inmolarnos dentro
de tres días; más si llega a serlo, acordaos de que no debe
privarse de la vida a aquellos de quienes se recibe.»
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Sorprendieron a Acestes estas palabras de Mentor dichas con una seguridad
que jamás advirtió en mortal alguno: «Bien veo, le
respondió, oh extranjero, que los dioses que tanto os han escaseado
los bienes de fortuna, os han concedido una sabiduría de más
estima que la [18] mayor prosperidad.» Al mismo tiempo dilató
el sacrificio, y dio con urgencia las órdenes oportunas para prepararse
contra el ataque anunciado por Mentor. Por todas partes se veían
mujeres despavoridas, agobiados ancianos, llorosos infantes que se retiraban
presurosos y trémulos a la ciudad. El toro bramador y el balador
cordero venían en tropas dejando sus abundantes pastos, y sin encontrar
establos suficientes para estar a cubierto. Por donde quiera se percibía
la algazara confusa de las gentes que se atropellaban, que no podían
entenderse, que equivocaban en medio de su turbación al desconocido
con el amigo, y que corrían sin saber a donde dirigían sus
pasos. Entre tanto se creían más cautos los primeros personajes
de la ciudad, que imaginaban ser la predicción de Mentor una impostura
para salvar su vida.
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Antes de cumplirse los tres días, y mientras se hallaban poseídos
de esta idea, descubriose un torbellino de polvo sobre las montañas
vecinas, y después considerable número de bárbaros
armados. Eran estos los himerianos, pueblos salvajes reunidos con otras
naciones que habitan en los montes Nebrodes y en las cimas del Acragas,
en donde reina un perpetuo invierno jamás templado por los céfiros.
Los que habían despreciado la predicción de Mentor perdieron
esclavos y rebaños, y el rey dijo a éste: «Olvido que
sois griegos, nuestros enemigos se han convertido en amigos fieles. Los
dioses os han enviado aquí para salvarnos, y no me prometo menos
de vuestro valor que de la prudencia de vuestros consejos; apresuraos a
socorrernos.»
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Los más intrépidos guerreros admiraron el denuedo de Mentor.
Armado de escudo, celada, espada y lanza, ordenó las tropas de Acestes,
y a su cabeza se dirigió hacia el enemigo; y aunque animoso aquel
rey, sólo pudo [19] seguirle de lejos a causa de su ancianidad.
Hícelo yo más de cerca; pero no pude igualar a su valor.
Su coraza parecía ser la egida inmortal y sus golpes llevaban la
muerte por todas las filas enemigas; semejante al león de Numidia
cuando acosado por el hambre cae sobre el rebaño de tímidas
ovejas, las degüella y despedaza cebándose en su sangre; en
tanto que los pastores poseídos del miedo huyen pavorosos para libertarse
de su furor, en vez de proteger los ganados.
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Prometíanse los
bárbaros sorprender la ciudad; mas fueron sorprendidos y deshechos;
pues los soldados de Acestes, animados con el ejemplo y disposiciones de
Mentor, manifestaron un valor de que no se creían capaces. Yo atravesé
con mi lanza al hijo del rey de aquel pueblo enemigo: contaba mi edad,
mas era de mayor estatura, porque aquellos salvajes descienden de una raza
de gigantes del mismo origen que los cíclopes. Despreciaba a un
enemigo como yo; pero sin intimidarme su prodigiosa fuerza ni su aspecto
salvaje y brutal, introduje la lanza en su pecho, y arrojó con la
vida torrentes de sangre. El ruido de sus armas resonó en los valles
y montañas: creyó que al caer [20] podría aniquilarme;
mas recogí sus despojos y volví a donde se hallaba Acestes.
Acabó Mentor de desordenar a los enemigos, los dispersó e
hizo retirar a los fugitivos hasta los bosques.
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El éxito de tan inesperado suceso hizo considerasen a Mentor como un hombre favorecido e inspirado de los dioses, y agradecido Acestes nos advirtió el peligro que nos amenazaba en el caso de que llegase a Sicilia la escuadra de Eneas; nos facilitó un navío para que regresásemos a nuestro país sin dilación, nos hizo varios presentes, instándonos para que partiésemos deseoso de evitar las desgracias que preveía; mas no quiso facilitarnos ningún piloto ni remero de su nación, temiendo exponer sus vidas en las costas de Grecia, y sí mercaderes fenicios que por comerciar con todos los pueblos del mundo ningún peligro correrían, los cuales debían restituir el navío a Acestes después que nos hubiesen dejado en Ítaca.
Pero ¡cómo frustran los dioses las intenciones del hombre! ¡Qué nuevos infortunios nos tenían reservados!
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[21]